Jalil inspiró profundamente. Reflexionó sobre el incidente pero sólo logró entenderlo vagamente.
Recordó una cosa que le había dicho Boris.
– Amigo mío, muchas americanas te encontrarán atractivo. Las americanas no serán tan abiertas sexualmente como las europeas pero tal vez intenten entablar amistad contigo. Creen que pueden mostrarse amistosas con un hombre sin ser provocativas y sin atraer la atención sobre las evidentes diferencias entre los sexos. En Rusia, como en Europa, eso nos parece una estupidez. ¿Por qué habría uno de querer hablar con una mujer si no es por el sexo? Pero en América, especialmente si se trata de las más jóvenes, hablarán contigo, incluso de cuestiones sexuales, beberán contigo, bailarán contigo, incluso te invitarán a su casa, pero luego te dirán que no quieren tener relaciones sexuales contigo.
A Jalil le costaba creerlo.
– No me relacionaré con mujeres mientras esté llevando a cabo mi misión -le había contestado.
Boris se había reído de él.
– Mi buen amigo musulmán, el sexo forma parte de la misión. Puedes divertirte un poco mientras arriesgas la vida. Seguramente habrás visto películas de James Bond…
Jalil no había visto ninguna.
– Si el KGB hubiera prestado más atención a la misión y menos a las mujeres, tal vez existiera todavía un KGB.
Al ruso no le había gustado esa observación.
– En cualquier caso, las mujeres pueden ser una distracción. Y, aunque tú no las busques, puede que ellas te encuentren. Debes aprender a llevar esa clase de situaciones.
– No tengo intención de meterme en esa clase de situaciones. Mi tiempo en Estados Unidos es limitado, y también mis ocasiones de hablar con americanos.
– Sin embargo, las cosas ocurren.
Jalil asintió para sus adentros. Acababa de producirse una situación parecida, y él no la había llevado bien.
Pensó en las cuatro jóvenes, sucintamente vestidas, del descapotable. Aparte de su desorientación respecto a lo que debía hacer, identificó y admitió un extraño deseo, el de acostarse desnudo con una mujer.
En Trípoli, eso era casi imposible sin correr un grave peligro. En Alemania había prostitutas turcas por todas partes pero no podía resolverse a comprar el cuerpo de una compañera de religión. En Francia se había servido de prostitutas africanas pero sólo cuando le aseguraban que no eran musulmanas. En Italia estaban las refugiadas de la antigua Yugoslavia y Albania pero muchas de estas mujeres eran también musulmanas. Recordó haber estado una vez con una albana que, según descubrió/era musulmana. Le dio una paliza tal que se preguntaba si habría sobrevivido.
Malik le había dicho:
– Cuando vuelvas será el momento adecuado para casarte. Tendrás que elegir entre las hijas de las mejores familias de Libia. -De hecho, Malik había mencionado a una por su nombre, Alima Nadir, la hermana menor de Bahira, que ahora tenía diecinueve años y estaba aún sin marido.
Pensó en Alima; aunque velada, percibía que no era tan hermosa como Bahira pero percibía también en ella la misma audacia que le había agradado y, al mismo tiempo, desagradado en Bahira. Sí, quería y podía casarse con ella. El capitán Nadir, que habría desaprobado sus atenciones con Bahira, acogería ahora de buen grado a Asad Jalil como héroe del islam, orgullo de la patria y muy estimado yerno.
Parpadeó una lucecita en el salpicadero y sonó un campanilleo. Sus ojos escrutaron los instrumentos, y vio que se le estaba acabando el combustible.
En la siguiente salida, tomó la rampa de desvío a una carretera local y entró en una estación de servicio de Shell Oil.
De nuevo decidió no utilizar la tarjeta de crédito y se dirigió a un surtidor con el letrero de «Autoservicio, metálico». Se puso las gafas de sol y bajó del Mercury. Eligió gasolina súper y llenó el depósito, que tenía una cabida de veintidós galones. Trató de convertir esta cantidad a litros y calculó que serían unos cien. Se maravilló de la arrogancia, o quizá la estupidez, de los norteamericanos al ser la última nación de la tierra que no utilizaba el sistema métrico.
Dejó la manguera en su soporte y observó que no había ninguna cabina de cristal donde pagar. Comprendió que tenía que entrar en la pequeña oficina y se maldijo por no haberlo advertido antes.
Echó a andar hacia la oficina de la estación de servicio y entró.
Había un hombre sentado en un taburete detrás de un pequeño mostrador, vestido con vaqueros y camiseta, viendo la televisión y fumando un cigarrillo.
El hombre lo miró, y luego volvió la vista hacia una pantalla digital.
– Son veintiocho con ochenta y cinco -dijo.
Jalil puso dos billetes de veinte dólares sobre el mostrador.
– ¿Necesita algo más? -preguntó el hombre, mientras le daba la vuelta.
– No.
– Tengo bebidas frías en el frigo.
Jalil tenía dificultades para entender su acento.
– No, gracias -respondió.
El hombre contó la vuelta y miró a Jalil.
– ¿De dónde viene, amigo?
– De… Nueva York.
– ¿Sí? Menuda tirada. ¿Adónde se dirige?
– A Atlanta.
– Le vendrá de perlas la 1-20 a este lado de Florence.
Jalil cogió la vuelta.
– Sí, gracias.
Observó que en la televisión estaban dando un partido de béisbol. El hombre lo vio mirar al televisor y dijo:
– Los Bravos van dos a cero por delante de Nueva York, final del segundo. -Y añadió-: Hoy vamos a darle una buena patada a algún culo yankee.
Asad Jalil asintió con la cabeza, aunque no tenía ni idea de a qué se refería el hombre. Sintió que la frente se le cubría otra vez de sudor y reparó en que había mucha humedad en el ambiente.
– Que tenga un buen día -dijo. Se volvió, salió de la oficina y se dirigió a su coche.
Montó y volvió la vista hacia el amplio ventanal de la oficina para ver si el hombre lo observaba, pero estaba mirando otra vez la televisión.
Jalil salió rápidamente, aunque no demasiado, de la estación de servicio.
1Regresó a la 1-95 y continuó en dirección sur.
Comprendió que su mayor peligro era la televisión. Si empezaban a transmitir su foto -y podían hacerlo ya-, no estaría completamente seguro en ningún lugar de Norteamérica. Tenía la seguridad de que la policía de todo el país ya disponía de su fotografía pero no entraba en sus cálculos tener el menor contacto con la policía. Necesitaba, sin embargo, tener contacto con un pequeño número de norteamericanos. Bajó la visera del parabrisas y estudió su rostro, todavía con las gafas puestas, en el espejo. Con el pelo a raya y teñido de gris, el bigote postizo y las gafas, estaba seguro de que no se parecía a ninguna foto suya. Pero en Trípoli le habían mostrado lo que los americanos eran capaces de hacer con un ordenador, añadiendo un bigote o una barba, agregando gafas, haciéndole el pelo más corto, más claro o peinándolo de manera diferente. No creía que una persona corriente fuese tan observadora como para penetrar a través del más superficial de los disfraces. Evidentemente, el empleado de la estación de servicio no lo había reconocido, porque, de haberlo hecho, Jalil lo habría visto inmediatamente en sus ojos, y el hombre estaría ya muerto.
Pero ¿y si la estación de servicio hubiera estado llena de gente?
Jalil miró su imagen una vez más, y de pronto se le ocurrió que no había ninguna fotografía de él sonriendo. Tenía que sonreír. Se lo habían dicho varias veces en Trípoli. Sonríe. Sonrió al espejo, y le sorprendió ver lo distinto que parecía, incluso para sí mismo. Sonrió de nuevo y volvió a subir la visera.
Continuó conduciendo y continuó pensando en su fotografía por televisión. Quizá no fuese un problema.
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