En Trípoli le habían dicho también que, por alguna razón, los americanos colocaban en todas las oficinas de Correos las fotografías de los fugitivos. Ignoraba por qué elegían las oficinas de Correos para mostrar las fotos de los fugitivos, pero él no tenía nada que hacer en Correos, así que la cuestión le traía sin cuidado.
Pensó también que si él y sus agentes de inteligencia habían razonado y trazado sus planes correctamente, los norteamericanos estarían ahora convencidos de que Asad Jalil había huido del país, directamente desde el aeropuerto de Nueva York. Se había debatido mucho en torno a este punto.
– No importa lo que crean -había dicho Boris, el ruso-. El FBI y la policía local te estarán buscando en Norteamérica, y la CÍA y sus colegas extranjeros te estarán buscando en el resto del mundo. Así que debemos crear la ilusión de que has vuelto a Europa.
Jalil asintió mentalmente. Boris conocía muy bien el juego de intriga. Lo había estado desarrollando con los americanos durante más de veinte años. Pero Boris disponía entonces de recursos ilimitados, y Libia, no. Sin embargo, se mostraron de acuerdo con él y crearon otro Asad Jalil, que cometería algún acto de terrorismo en algún lugar de Europa, probablemente dentro de uno o dos días. Esto podría, o no, engañar a los americanos.
– Los miembros de los servicios de inteligencia norteamericanos de mi generación eran increíblemente ingenuos y carentes de sofisticación -había dicho Malik-. Pero han venido actuando en el mundo durante el tiempo suficiente para desarrollar el cinismo de un árabe, la sofisticación de un europeo y la doblez de un oriental. Han desarrollado también una tecnología propia muy avanzada. No debemos subestimarlos pero tampoco sobrestimarlos. Se los puede engañar pero ellos pueden también fingir que han sido engañados. De modo que, sí, podemos crear otro Asad Jalil en Europa durante una o dos semanas, y ellos fingirán estar buscándolo allí, mientras saben perfectamente que continúa en América. El verdadero Asad Jalil debe contar exclusivamente consigo mismo. Haremos lo que podamos para desviar la atención pero tú, Asad, debes vivir cada momento en Estados Unidos como si estuviesen a cinco minutos de atraparte.
Asad Jalil pensó en Boris y Malik, dos hombres muy distintos. Malik hacía lo que hacía por amor a Dios, al islam, a su país y al Gran Líder, por no mencionar su odio a Occidente. Boris trabajaba por dinero y no odiaba especialmente a los norteamericanos ni a Occidente. Además, Boris no tenía Dios, ni líder ni, en realidad, país. Malik había descrito una vez a Boris como una persona digna de lástima pero Asad lo consideraba más bien lastimoso. Sin embargo, Boris parecía contento; ni resentido ni derrotado. Una vez dijo: «Rusia volverá a levantarse. Es inevitable.»
En cualquier caso, estos dos hombres tan diferentes trabajaban bien juntos, y cada uno de ellos le había enseñado algo que el otro apenas comprendía. Asad prefería a Malik, naturalmente, pero con Boris podía confiarse que dijera toda la verdad.
– Tu Gran Líder no quiere que otra bomba americana caiga sobre su tienda, así que no esperes mucha ayuda si te cogen. Si logras volver aquí, te tratarán bien. Pero si te quedas atrapado en América y no puedes salir, el próximo libio que verás será tu verdugo.
Jalil reflexionó sobre ello pero desechó la idea como propia del viejo pensamiento soviético. Los luchadores islámicos no se traicionaban ni se abandonaban unos a otros. A Dios no le gustaría.
Jalil centró de nuevo su atención a la carretera. Aquél era un gran país, y por ser tan grande y diverso, resultaba fácil ocultarse o mezclarse con la gente, según necesitara uno. Pero sus dimensiones constituían también un problema, y, a diferencia de Europa, no había muchas fronteras que uno pudiera cruzar para huir. Libia estaba muy lejos. Además, Jalil no se había dado cuenta de que el inglés que él conocía no era el inglés que hablaban en el sur. Pero recordó que Boris se lo había mencionado y le había dicho que el inglés de Florida se parecía más a lo que Jalil podía entender.
Pensó de nuevo en el teniente Paul Grey y recordó la fotografía de su casa, una hermosa villa con palmeras. También pensó en la casa del general Waycliff. Aquellos dos asesinos habían regresado a su país y habían llevado en él una vida acomodada con sus mujeres y sus hijos, después de destruir con total indiferencia la vida de Asad Jalil. Si realmente había un infierno, entonces Asad Jalil conocía los nombres de tres de sus moradores: el teniente Steven Cox, muerto en el golfo Pérsico, el coronel William Hambrecht y el general Terrance Waycliff, muertos por Asad Jalil. Si hablaban entre ellos ahora, los dos últimos podrían conversar con el primero sobre la forma en que habían muerto, y los tres podrían preguntarse quién sería el próximo de sus compañeros de escuadrilla que Asad Jalil elegiría para enviarlo con ellos.
– Tengan paciencia, caballeros -dijo Jalil en voz alta-, pronto lo sabrán. Y poco después estarán todos reunidos de nuevo.
El descanso había terminado, y regresamos a la sala. Jim y Jane se habían ido, y en su lugar había un caballero de aspecto árabe. Al principio, pensé que aquel tipo se había perdido cuando iba a una mezquita o algo así, o quizá había secuestrado a Jim y a Jane y los retenía como rehenes. Antes de que pudiera echarle mano, el intruso sonrió y se presentó como Abbah Ibn Abdellah, nombre que tuvo el detalle de escribir en la pizarra. Por lo menos no se llamaba Bob, Bill ni Jim. Sin embargo, dijo: «Llámenme Ben», lo que encajaba con el sistema de diminutivos que imperaba en el lugar.
El señor Abdellah -Ben- llevaba un traje de tweed demasiado grueso, y una de esas banderas a cuadros de las carreras de coches en la cabeza. Ésta fue mi primera pista de que quizá no fuese de por aquí cerca.
Ben se sentó con nosotros y sonrió de nuevo. Tenía unos cincuenta años y era más bien rechoncho, con barba, gafas, calvicie incipiente, buenos piños y olía bien. Tres puntos negativos por eso, detective Corey.
Había una cierta sensación de embarazo en la sala. Quiero decir que Jack, Kate y yo éramos sofisticados, refinados y todo eso. Todos habíamos trabajado y alternado con tipos de Oriente Medio pero, por alguna razón, aquella tarde había un poco de tensión en el ambiente.
– Una tragedia terrible -empezó diciendo Ben. Nadie respondió, así que continuó-: Soy agente del FBI por contrato especial.
Eso significaba que, al igual que yo, estaba contratado para alguna especialidad, y me imaginaba que no era la de asesor de moda. Por lo menos, no era abogado.
– El subdirector consideró que podría ser buena idea que yo me pusiera al servicio de ustedes -añadió.
– ¿Para qué servicio? -preguntó Koenig.
El señor Abdellah miró a Koenig.
– Soy profesor de Estudios Políticos sobre Oriente Medio en la Universidad George Washington. El área de mi especialidad es el estudio de diversos grupos que tienen una agenda extremista.
– Grupos terroristas -sugirió Koenig.
– Sí, podríamos llamarlos así.
– ¿Qué tal sicópatas y asesinos? -apunté yo-. A mí me parece más apropiado.
El profesor Abdellah no perdió la compostura. Sabía hablar, parecía inteligente y era de modales sosegados. Nada de lo que había sucedido el día anterior era culpa suya, naturalmente. Pero Ibn Abdellah tenía un trabajo difícil esta tarde.
– Yo soy egipcio, pero conozco bien a los libios -continuó-. Son un pueblo interesante que desciende en parte de los antiguos cartagineses. Después llegaron los romanos, que añadieron sus propias características, y siempre ha habido egipcios en Libia. Después de los romanos llegaron los vándalos, procedentes de España, que a su vez fueron sometidos por los bizantinos, que fueron más tarde dominados por los árabes llegados de la península arábiga y portadores de la religión islámica. Los libios se consideran árabes pero Libia siempre ha tenido una población tan pequeña que cada grupo invasor ha dejado allí sus genes.
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