Bob reflexionó unos instantes, carraspeó y dijo:
– Pasaré eso por alto.
Ted Nash recogió la pelota, como yo sabía que haría.
– En realidad no es mala idea -dijo.
Esa forma de pensar rebasaba evidentemente la capacidad de comprensión de Bob.
– Averigüemos primero si existe una relación familiar -indicó-. Esta clase de… operación sicológica podría tener un efecto contraproducente. Pero la incluiremos en el orden del día para la próxima reunión de Contraterrorismo.
Tomó la palabra Jean, que se presentó con otro nombre.
– Mi responsabilidad en este tema es revisar todos los casos acontecidos en Europa con los que creemos que pudo estar relacionado Asad Jalil. No queremos duplicar el trabajo de la CÍA -inclinó la cabeza en dirección al superagente Nash-, pero ahora que Asad Jalil está aquí, o ha estado aquí, el FBI necesita familiarizarse con las operaciones de Jalil en el extranjero.
Jean continuó hablando sobre cooperación entre servicios, cooperación internacional y esa clase de cosas.
Evidentemente, Asad Jalil, que no había sido más que un presunto terrorista, era ahora el terrorista más buscado del mundo desde los tiempos de Carlos, el Chacal. Había llegado el León. Yo tenía la seguridad de que toda la atención que se le dispensaba excitaba y halagaba al León. Lo que había hecho en Europa, aunque perverso, no lo convertía en una figura importante en el mundo actual del terrorismo acaparador de titulares. Ciertamente, no había polarizado la atención del público norteamericano. Su nombre nunca había sido mencionado en los noticiarios; tan sólo se había informado de sus acciones, y, que yo recordara, la única que había causado conmoción era el asesinato de los tres niños norteamericanos en Bélgica. Muy pronto, cuando trascendiera la realidad de lo sucedido ayer, la foto de Jalil estaría en todas partes. Eso le haría sumamente difícil la vida fuera de Libia, que era por lo que mucha gente pensaba que había regresado a su país. Pero yo pensaba que nada le gustaría más que derrotarnos en nuestro propio campo.
– Nos mantendremos en estrecho contacto con la BAT en Nueva York -concluyó Jean-. Compartiremos con ustedes toda nuestra información, y ustedes compartirán con nosotros la que tengan. En nuestro oficio, la información es como el oro, todo el mundo lo quiere, y nadie quiere compartirlo. Así que digamos que no la vamos a compartir, nos la iremos prestando, y al final saldaremos las cuentas resultantes.
No pude resistirme a hacer la gracia:
– Señora, tiene usted mi palabra de que si Asad Jalil aparece muerto en el bosque de Central Park se lo haremos saber.
Ted Nash soltó una carcajada. Aquel tipo estaba empezando a caerme bien. En aquel ambiente, teníamos más en común el uno con el otro que con los pulcros y comedidos tipejos del edificio. Es una idea deprimente.
– ¿Alguna pregunta? -inquirió Bob.
– ¿Por dónde suele pasear la gente de Expediente X? -pregunté.
– Ya basta, Corey -saltó Koenig.
– Sí, señor.
De todos modos, eran casi las seis, y me imaginaba que estaríamos terminando, ya que no nos habían dicho que lleváramos cepillo de dientes. Pues no. Pasamos todos a una enorme sala de reuniones con una mesa del tamaño de un campo de fútbol.
Entraron unas treinta personas, con la mayoría de las cuales ya habíamos estado a lo largo del día en diversas estaciones del viacrucis.
Apareció el subdirector de Contraterrorismo, largó un sermón de cinco minutos y luego ascendió a los cielos o cosa parecida.
Pasamos casi dos horas reunidos, la mayor parte del tiempo repasando lo dicho en las diez horas anteriores, intercambiando pepitas de oro, proponiendo un plan de ataque y cosas por el estilo.
Cada uno de nosotros recibió un grueso dossier que contenía fotos, nombres y números de contacto, incluso resúmenes de lo que se había dicho durante el día, todo lo cual debía de haber sido grabado, transcrito, revisado y mecanografiado sobre la marcha. Verdaderamente, aquélla era una organización de categoría.
Kate tuvo el detalle de meter todos mis papeles en su cartera de mano, que ahora abultaba.
– Debes traer una cartera de mano -me aconsejó-. Siempre dan folletos. -Y añadió-: Una cartera de mano es un bien deducible de impuestos.
Finalizó la gran conferencia, y todos salimos al pasillo. Charlamos todavía un poco aquí y allá pero básicamente la cosa había terminado. Casi podía oler el aire de la avenida Pennsylvania. Coche, aeropuerto, avión de las nueve, a las diez en La Guardia, en casa antes de las noticias de las once. Recordé que en la nevera tenía sobras de comida china y traté de determinar su antigüedad.
Justo en ese momento, se nos acercó un tipo con un traje azul llamado Bob o Bill y nos preguntó si teníamos la bondad de seguirlo para ir a ver al subdirector.
Aquello era la proverbial gota que colma el vaso.
– No -respondí con sequedad.
Pero «no» no era una opción.
La buena noticia era que Ted Nash no fue invitado a entrar en el sanctasanctórum, aunque no pareció importarle.
– Tengo que estar en Langley esta noche -dijo.
Nos abrazamos todos, prometimos escribirnos y mantenernos en contacto y nos echamos besos al separarnos. Con un poco de suerte, nunca más volvería a ver a Nash.
Así pues, Jack, Kate y yo, acompañados por nuestro escolta, entramos en el ascensor y subimos al séptimo piso, donde fuimos introducidos en un despacho oscuro y empanelado y con una gran mesa tras la que se sentaba el subdirector de Operaciones Contraterroristas.
El sol había desaparecido del firmamento, y el despacho se hallaba iluminado por una sola lámpara de pantalla verde situada sobre la mesa del subdirector. El efecto de la débil iluminación a la altura de la cintura era que nadie podía verle con claridad la cara a nadie. Resultaba realmente dramático, como una escena de una película de la mafia en la que el padrino decide a quién hay que ajustarle las cuentas.
De todos modos, nos estrechamos la mano -las manos eran fáciles de encontrar cerca de la lámpara- y nos sentamos.
El subdirector nos soltó un discursito sobre ayer y hoy y pasó luego a mañana. Fue breve.
– La BAT de la zona metropolitana de Nueva York se encuentra en una posición excelente para resolver este caso -dijo-. Nosotros no interferiremos ni enviaremos a nadie que ustedes no hayan solicitado. Al menos por ahora. Naturalmente, este departamento asumirá la responsabilidad de todo lo que rebase su área operativa. Los mantendremos bien informados de todo lo que suceda. Procuraremos trabajar en estrecho contacto con la CÍA y les informaremos de eso también. Sugiero que actúen como si Jalil continuara en Nueva York. Vuelvan la ciudad del revés y no dejen agujero por mirar. Recurran a sus fuentes y ofrezcan dinero cuando sea preciso. Autorizaré un presupuesto de cien mil dólares para comprar información. El Departamento de Justicia ofrecerá un millón de dólares de recompensa por la detención de Asad Jalil. Eso suscitará un gran interés hacia él por parte de sus compatriotas en Estados Unidos. ¿Alguna pregunta?
– No, señor -respondió Jack.
– Bien. Ah, una cosa más. -Me miró a mí y luego a Kate-. Piensen en cómo se podría hacer caer a Asad Jalil en una trampa.
– ¿Quiere decir que pensemos en cómo utilizarme a mí como cebo? -dije.
– Yo no he dicho eso. Sólo he dicho que piensen en la mejor manera de hacer caer a Asad Jalil en una trampa. Ustedes encontrarán la mejor manera de hacerlo.
– John y yo lo discutiremos -dijo Kate.
– Bien. -Se puso en pie-. Gracias por renunciar a su domingo. Jack, quisiera hablar contigo un momento -añadió.
Nos estrechamos de nuevo la mano, y Kate y yo salimos. Fuimos escoltados hasta el ascensor por el tipo del traje azul, y nos deseó buena suerte y buena caza.
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