Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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El profesor Abdellah pasó a darnos una conferencia sobre los libios, obsequiándonos con toda una serie de datos sobre la cultura, las costumbres libias y todo eso. Tenía un puñado de folletos, entre ellos un glosario de palabras exclusivamente libias por si nos interesaba, además de un glosario sobre gastronomía libia que yo no tenía intención de poner en mi cocina.

– A los libios les encanta la pasta -dijo-. Ése es el resultado de la ocupación italiana.

A mí también me encantaba la pasta, así que quizá me tropezase con Asad Jalil en Giulio's. O quizá no.

Recibimos del profesor una breve biografía de Muammar al-Gadafi y la copia, descargada de Internet, de varias páginas de la Encyclopedia Britannica sobre Libia. Nos obsequió también con un montón de folletos sobre la cultura y la religión islámicas.

– Los orígenes de musulmanes, cristianos y judíos se remontan al profeta y patriarca Abraham -dijo-. El profeta Mahoma desciende del hijo mayor de Abraham, Ismael, y Moisés y Jesús descienden de Isaac -añadió-: Que la paz sea con todos ellos.

La verdad es que yo no sabía si santiguarme, volverme hacia La Meca o llamar a mi amigo Jack Weinstein.

Ben continuó hablando de Jesús, Moisés, María, el arcángel Gabriel, Mahoma, Alá, etcétera, etcétera. Estos tipos se conocían y se apreciaban. Increíble. Resultaba interesante pero todo aquello no servía para llevarme más cerca de Asad Jalil.

– Contrariamente al mito popular -dijo Abdellah, dirigiéndose a Kate-, el islam eleva en realidad el estatus de las mujeres. Los musulmanes no culpan a las mujeres de la violación del Árbol Prohibido, como hacen los cristianos y los judíos. Y tampoco consideran que su sufrimiento en el embarazo y en el parto sea el castigo impuesto por ese acto.

– Ciertamente, ésa es una idea ilustrada -replicó fríamente Kate.

Sin dejarse intimidar por la Reina de Hielo, Ben continuó:

– Las mujeres que se casan con arreglo a la ley islámica pueden conservar su apellido. Pueden poseer y enajenar bienes.

Me recuerda a mi ex. A lo mejor era musulmana…

– Por lo que se refiere al velo de las mujeres -dijo Ben-, se trata de una práctica cultural de algunos países pero no refleja la enseñanza del islam.

– ¿Y qué hay de la lapidación de mujeres sorprendidas en adulterio? -preguntó Kate.

– También es una práctica cultural de algunos países islámicos, pero no de la mayoría.

Miré mis folletos para ver si había una lista de esos países. Es que ¿y si nos enviaban a Kate y a mí a Jordania o a algún sitio así, y nos cogían haciendo cositas en el hotel? ¿Regresaría solo? Pero no pude encontrar ninguna lista, y pensé que más valía no pedirle una al profesor Abdellah.

En cualquier caso, Ben siguió parloteando un rato. Era un hombre muy agradable, muy cortés, muy enterado y realmente sincero. Sin embargo, yo tenía la impresión de haber atravesado uno de esos espejos que son transparentes desde el otro lado. Y de que todo estaba siendo grabado y quizá filmado por los chicos de azul. Aquel lugar era una locura.

Supongo que había una razón para impartir aquella lección sobre el islam, pero tal vez pudiéramos llevar a cabo la misión sin necesidad de ser tan considerados con la otra parte. Traté de imaginarme una escena antes de la invasión del día D en la que un general paracaidista les dijese a sus hombres: «Bien, muchachos, mañana leeremos a Goethe y Schiller. Y no olvidéis que mañana por la noche habrá un concierto de música de Wagner en el Hangar 12. La asistencia es obligatoria. Esta noche tenéis sauerbraten para cenar. Guten appetit. »

Sí, claro.

– Para coger a Asad Jalil será útil comprenderlo -dijo Abdellah-. Empecemos primero por su nombre, Asad, el León. Un nombre islámico no es sólo una convención, es también un elemento definidor de la persona, define a quien lo lleva, aunque sólo sea parcialmente. Muchos hombres y mujeres de países islámicos tratan de emular a sus tocayos.

– Entonces, deberíamos empezar a buscar en los zoos -sugerí.

Esto le pareció gracioso a Ben, que soltó una risita.

– Busquen un hombre a quien le guste matar cebras -dijo me miró a los ojos y añadió-: Un hombre a quien le guste matar. -Nadie dijo nada, y Ben continuó-. Los libios son un pueblo aislado, una nación aislada incluso de otros países islámicos. Su líder, Muammar al-Gadafi, ha asumido poderes casi místicos en la mente de muchos libios. Si Asad Jalil está trabajando directamente para la inteligencia libia, entonces está trabajando directamente para Muammar al-Gadafi. Se le ha encomendado una misión sagrada, y la llevará a cabo con celo religioso.

Ben dejó que nos empapáramos de la idea durante unos momentos y prosiguió:

– Los palestinos, por el contrario, son más sofisticados, más pragmáticos. Son inteligentes, tienen una agenda política, y su principal enemigo es Israel. Los iraquíes, al igual que los iraníes, han perdido la confianza en sus líderes. Los libios, por el contrario, idolatran a Gadafi, y hacen lo que él dice, aunque Gadafi ha cambiado muchas veces de rumbo y de enemigos. De hecho, si ésta es una operación libia, no parece haber razón específica para ella. Aparte de realizar declaraciones antiestadounidenses, Gadafi no se ha mostrado muy activo en el movimiento extremista desde el bombardeo de Libia por parte de los norteamericanos, y de la represalia de Libia, que fue el atentado contra el vuelo Uno-Cero-Tres de Pan Am sobre Lockerbie, Escocia, en 1998. En otras palabras -añadió Ben- Gadafi da por terminada su venganza de sangre contra Estados Unidos. Su honor ha sido reparado, el bombardeo de Libia, que causó la muerte de su hija adoptiva, está vengado. No puedo imaginar por qué habría de querer reanudar la lucha.

Nadie sugirió nada.

– Sin embargo -prosiguió-, los libios tienen una expresión, muy semejante a la expresión francesa, que dice: «La venganza sabe mejor si se sirve fría.» ¿Entienden? -Supongo que entendíamos-. De modo que quizá Gadafi no haya dado definitivamente por zanjada alguna vieja cuestión. Busquen la razón de Gadafi para enviar a Jalil a Norteamérica, y tal vez descubran por qué Jalil hizo lo que hizo y si la querella ha terminado o no.

– La querella acaba de empezar -dijo Kate.

El profesor Abdellah sacudió la cabeza.

– Empezó hace mucho. Una venganza de sangre sólo termina cuando queda en pie el último hombre.

Supongo que aquello significaba que yo tenía trabajo asegurado para el resto de mis días.

– Quizá sea la venganza de Jalil, no de Gadafi -dije.

Ben se encogió de hombros.

– ¿Quién sabe? Encuentren a ese hombre, y él estará encantado de decírselo. Aunque no lo encuentren, les acabará diciendo por qué lo hizo. Es importante para Jalil que ustedes lo sepan.

El profesor Abdellah se puso en pie y nos dio una tarjeta suya a cada uno.

– Si puedo servirles de ayuda, no duden en llamarme. Puedo ir a Nueva York si lo desean -dijo.

Jack Koenig se levantó también y respondió:

– En Nueva York también tenemos personas, como usted, a las que acudir en busca de asesoramiento e información cultural. Pero gracias por su tiempo y sus conocimientos.

El profesor Abdellah recogió sus cosas y se dirigió hacia la puerta.

– Tengo acceso a información de alto secreto. No duden en llamarme, si lo desean -dijo, y salió.

Permanecimos en silencio durante uno o dos minutos. Ello se debía en parte a que había micrófonos ocultos pero en parte también a que la sesión con Ibn -llámenme Ben- Abdellah había sido un tanto extraña.

Realmente, el mundo estaba cambiando, el país estaba cambiando. Norteamérica no era ni había sido nunca un país de una sola raza, una sola religión, una sola cultura. Lo único en común que teníamos era en cierta medida el idioma, pero incluso eso resultaba poco firme. Compartíamos también una fe fundamental en la ley y la justicia, la libertad política y la tolerancia religiosa. Una persona como Abbah Ibn Abdellah era o un americano leal y patriota y un valioso agente especial, o era un riesgo para la seguridad. Casi indudablemente, lo primero. Pero, como en un matrimonio, ese uno por ciento de duda se te agiganta en la imaginación. No duden en llamarme si lo desean.

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