Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Desde allí no podía ver el aeropuerto Kennedy pero distinguía el resplandor de sus luces, y en el firmamento, sobre el océano Atlántico, divisé lo que parecía ser una hilera de brillantes estrellas, como una nueva constelación, pero que era, simplemente, la fila de luces de un avión que se disponía a aterrizar. Al parecer, las pistas estaban abiertas de nuevo.

Frente al puerto, hacia el sur, estaba Ellis Island, por la que habían pasado millones de emigrantes, incluidos mis antepasados irlandeses. Y al sur de Ellis Island, en medio de la bahía, se erguía la estatua de la Libertad, toda iluminada, con su encendida antorcha alzada, dando la bienvenida al mundo. Figuraba en la lista de objetivos de casi todos los terroristas, pero hasta el momento continuaba en pie.

En conjunto, la panorámica desde allí resultaba espectacular. La ciudad, los puentes iluminados, el río, el límpido cielo de abril y una enorme media luna elevándose por el este sobre las tierras llanas de Brooklyn.

Me volví y miré hacia el suroeste por el amplio ventanal del despacho. Los detalles más destacados desde allí eran las torres gemelas del World Trade Center que se elevaban a cuatrocientos metros de altura en el firmamento, ciento diez pisos de vidrio, cemento y acero. ,

Las torres estaban a unos ochocientos metros de distancia pero eran tan enormes que parecía que estuvieran al otro lado de la calle. Se las denominaba torre Norte y torre Sur pero el viernes, 26 de febrero de 1993, a las 12 horas 17 minutos y 36 segundos, la torre Sur estuvo a punto de cambiar su nombre por el de torre Desaparecida.

La mesa del señor Koenig estaba dispuesta de tal modo que cada vez que miraba por la ventana podía ver las dos torres, y podía imaginar lo que varios árabes habían pretendido que sucediese cuando estacionaron una furgoneta cargada de explosivos en el aparcamiento del sótano del edificio, es decir, el derrumbamiento de la torre y la muerte de más de cincuenta mil personas.

Y si la torre Sur se hubiera derrumbado hacia la derecha y hubiese golpeado a la torre Norte, habría habido otros cuarenta o cincuenta mil muertos.

No obstante, la estructura resistió, y murieron seis personas y más de mil resultaron heridas. La explosión subterránea destruyó el puesto de policía situado en el sótano y dejó un enorme agujero donde había estado el parking de varios pisos. Lo que pudo ser la mayor pérdida de vidas norteamericanas desde la segunda guerra mundial quedó en un estruendoso e inequívoco aviso. Estados Unidos se había convertido en el primer objetivo.

Se me ocurrió que el señor Koenig habría podido cambiar la disposición de su mobiliario o poner persianas en las ventanas pero resultaba revelador el hecho de que decidiese mirar aquellos edificios todos los días laborables. No sé si echaba pestes de los fallos de seguridad que habían conducido a la tragedia o si todas las mañanas daba gracias a Dios porque se hubieran salvado más de cien mil vidas. Probablemente hacía ambas cosas, y probablemente también aquellas torres, la estatua de la Libertad, Wall Street y todo lo demás que Jack Koenig contemplaba desde allí arriba, turbaban su sueño todas las noches.

Cuando la bomba estalló en 1993, King Jack no estaba al mando de la BAT pero lo estaba ahora, y podría pensar en cambiar de sitio su mesa el lunes por la mañana para situarla mirando en dirección al aeropuerto Kennedy. Realmente se estaba muy solo allá arriba pero se suponía que la vista era buena. Para Jack Koenig, sin embargo, no había buenas vistas desde allí.

El protagonista de mis pensamientos entró en aquel momento en su despacho y me sorprendió mirando al World Trade Center.

– ¿Continúan en pie, profesor?

Al parecer tenía buena memoria para los subordinados insolentes.

– Sí, señor -respondí.

– Bien, es una buena noticia.

Miró a Kate y a Nash y nos indicó que tomáramos asiento. Nash y Kate se sentaron en el sofá y yo me instalé en uno de los sillones, mientras el señor Koenig permanecía de pie.

Jack Koenig era un hombre alto, de unos cincuenta años. Tenía el pelo corto de color gris acerado, ojos de color gris acerado, barba incipiente de color gris acerado, mandíbula acerada y, por su postura, parecía que tuviera una barra de acero metida por el culo y se dispusiera a trasladarla al culo de otro. En conjunto, no daba la impresión de ser un hombre bonachón y su humor parecía comprensiblemente sombrío.

El señor Koenig vestía pantalones anchos, camisa deportiva azul y zapatillas, pero no había en él nada ancho, ni deportivo, ni de andar por casa.

Hal Roberts entró en el despacho y se sentó en el segundo sillón, enfrente de mí. Jack Koenig no parecía inclinado a tomar asiento y relajarse.

El señor Roberts llevaba un bloc alargado de papel amarillo y un lápiz. Pensé que quizá iba a tomar nota de lo que queríamos tomar, pero fui demasiado optimista.

Sin más preámbulos, el señor Koenig nos preguntó:

– ¿Puede alguno de ustedes explicarme cómo un presunto terrorista, esposado y custodiado, consiguió matar a bordo de un avión comercial norteamericano a trescientos hombres, mujeres y niños, incluidos sus dos escoltas armados, y a dos agentes federales y un miembro del Servicio de Emergencia de la Autoridad Portuaria, e introducirse luego en un local federal secreto y protegido, donde asesinó a una secretaria de la BAT, al agente del FBI de servicio y a un miembro de la policía de Nueva York de su equipo? -Nos miró uno a uno- :. ¿Querría alguien intentar explicarlo?

Si hubiera estado en Pólice Plaza, en vez de en Federal Plaza, yo habría respondido a una pregunta sarcástica como ésa diciendo: «¿Puede usted imaginar cuánto peor podría haber sido si el detenido no hubiera estado esposado?» Pero no era el momento ni el lugar adecuado para impertinencias. Habían muerto muchas personas inocentes, y correspondía a los vivos explicar por qué. Sin embargo, King Jack no estaba teniendo un buen comienzo con sus súbditos.

Huelga decir que nadie respondió a la pregunta, que parecía retórica. Es buena idea dejar que el jefe se desfogue un rato. Hay que decir en su honor que sólo se desfogó durante otro minuto o cosa así. Luego se sentó y se quedó mirando por la ventana. Su vista se dirigía hacia el distrito financiero, de modo que no había infaustas asociaciones ligadas a aquella perspectiva, a no ser que tuviera acciones de Trans-Continental.

Por cierto, que Jack Koenig era del FBI, y estoy seguro de que a Ted Nash no le hacía ninguna gracia que un tipo del FBI le hablara de aquella manera. A mí, que puedo considerarme casi civil, tampoco, pero Koenig era el jefe, y todos formábamos parte de la brigada. El equipo. Kate, por pertenecer al FBI, se hallaba en una situación peligrosa para su carrera, y también George Foster, pero George había elegido el trabajo fácil y se había quedado con los cadáveres.

King Jack parecía estar tratando de dominarse.

– Siento lo de Peter Gorman -dijo finalmente, dirigiéndose a Nash-. ¿Lo conocía?

Nash asintió con la cabeza.

Koenig miró a Kate.

– ¿Era usted amiga de Phil Hundry?

– Sí.

Se volvió hacia mí.

– Estoy seguro de que ha perdido usted amigos en acto de servicio. Ya sabe lo duro que es.

– Sí. Nick Monti y yo nos habíamos hecho amigos -respondí.

Jack Koenig volvió a quedar con la mirada fija en el vacío, pensando. Era momento para guardar un respetuoso silencio, y lo mantuvimos durante un minuto, pero todo el mundo sabía que debíamos volver sin demora al asunto que nos había llevado allí.

– ¿Se reunirá con nosotros el capitán Stein? -pregunté, poco diplomáticamente quizá.

Koenig me miró unos instantes y finalmente respondió:

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