– Paga en metálico -le dijo.
Se puso un periódico en inglés delante de la cara mientras Yabbar reducía la velocidad y se aproximaba a la cabina de peaje en la que había menos coches esperando. Yabbar se detuvo ante la cabina, pagó en metálico sin cruzar palabra con el empleado y luego aceleró por una ancha carretera.
Jalil bajó el periódico. No lo estaban buscando aún, o, si lo buscaban, no habían dado la alarma a tanta distancia del aeropuerto. Se preguntó si habrían decidido ya que el cadáver de Yusef Haddad no era el cadáver de Asad Jalil. Haddad había sido elegido como cómplice porque tenía un leve parecido con Jalil, y Jalil se preguntó también si Haddad habría adivinado su destino. \
El sol estaba próximo al horizonte, y dentro de dos horas sería de noche. Jalil prefería la oscuridad durante la parte siguiente de su viaje.
Le habían dicho que la policía norteamericana era numerosa y estaba bien equipada, y que dispondría de su foto y su descripción antes de que hubiera transcurrido media hora desde su salida del aeropuerto. Pero también le habían dicho que el automóvil era el mejor medio de huida. Había demasiados coches que detener y registrar, cosa que no ocurría en Libia. Jalil evitaría los llamados puntos de congestión, aeropuertos, estaciones de autobuses, estaciones ferroviarias, hoteles, casas de compatriotas y ciertas carreteras, puentes y túneles, donde los empleados de los peajes podrían tener su foto. Ese puente era uno de esos puntos pero estaba seguro de que la rapidez de su huida le había permitido pasar a través de la red, que aún no estaba plenamente desplegada. Y si estrechaban más la red en torno a la ciudad de Nueva York, no importaba, porque casi se encontraba ya fuera del área y no regresaría jamás allí. Y si ampliaban la red, cosa que harían, entonces sería menos tupida, y podría cruzarla fácilmente en algún punto de su trayecto. Muchos policías, sí. Pero también muchas personas.
Malik le había dicho: «Hace veinte años, un árabe podría haber llamado la atención en una ciudad americana pero ahora podrías pasar inadvertido incluso en una población pequeña. En lo único en que un americano se fija es en una mujer. -Ambos se echaron a reír. Y Malik añadió-: Y en lo único en que una americana se fija es en cómo visten las demás mujeres y en las ropas de los escaparates.»
Tomaron un desvío por otra carretera, en dirección sur. El taxi mantenía una velocidad prudente, y al poco rato Jalil vio otro puente.
– Este puente no tiene peaje en esta dirección -dijo Yabbar-. Al otro lado empieza el estado de Nueva Jersey.
Jalil no respondió. Volvió a pensar en su huida.
«Rapidez -le habían dicho al cursarle las instrucciones en Trípoli-. Rapidez. Los fugitivos tienden a moverse lenta y cuidadosamente, y así es como los cogen. Rapidez, sencillez y audacia. Sube al taxi y ponte en marcha. Nadie te detendrá mientras el taxista no vaya demasiado de prisa o demasiado despacio. Haz que el taxista se cerciore de que no hay problemas con sus luces de frenado o de señales. La policía americana te parará por eso. Siéntate en el asiento de atrás. Allí habrá un periódico en inglés. Todos nuestros conductores están familiarizados con las leyes y la forma de conducir de los americanos. Todos tienen licencia de taxista.»
Malik le había dado más instrucciones: «Si, por alguna razón, la policía te para, da por supuesto que no tiene nada que ver contigo. Quédate sentado en el taxi y deja que hable el chófer. La mayoría de los policías americanos viajan solos. Si el policía te habla, contéstale en inglés con respeto pero no con miedo. El policía no puede registrarte a ti ni al chófer, ni tampoco al vehículo, sin una razón legal. Ésa es la ley en América. Aunque registre el taxi, no te registrará a ti, salvo que tenga la seguridad de que eres alguien a quien está buscando. Si te pide que salgas del taxi, es que se propone registrarte. Baja del coche, saca tu pistola y mátalo. Él no tendrá empuñada su pistola, salvo que esté seguro de que eres Asad Jalil. En ese caso, que Alá te proteja. Y asegúrate de llevar puesto el chaleco antibalas. Te lo darán en París para protegerte de los asesinos. Utilízalo contra ellos. Utiliza contra ellos las pistolas de los agentes federales.»
Jalil asintió para sus adentros. Habían sido muy concienzudos en Libia. La organización de inteligencia del Gran Líder era pequeña pero estaba bien financiada y bien adiestrada por el antiguo KGB. Los impíos rusos eran muy competentes, pero no tenían fe en nada, y por eso su Estado se había desmoronado tan súbitamente. El Gran Líder todavía se servía de los ex agentes del KGB, contratándolos como putas al servicio de los combatientes islámicos. El propio Jalil había sido parcialmente entrenado por rusos, algunos búlgaros e incluso varios afganos, a quienes la CÍA americana había a su vez entrenado para luchar contra los rusos. Era como la guerra que Malik había librado entre los alemanes e italianos por un lado y los británicos y los americanos por otro. Los infieles luchaban y se mataban entre sí y adiestraban a combatientes islámicos para que los ayudasen, sin darse cuenta de que estaban sembrando las semillas de su propia destrucción.
Yabbar cruzó el puente y dirigió el taxi hacia una calle de casas que incluso a Jalil le parecían de aspecto miserable.
– ¿Qué lugar es éste?
– Perth Amboy.
– ¿Cuánto tiempo falta?
– Diez minutos más, señor.
– ¿Y no hay problema en que se vea este automóvil circulando por este otro estado?
– No. Se puede pasar libremente de un estado a otro. Sólo si me alejase mucho de Nueva York, a alguien podría llamarle la atención ver un taxi tan lejos de la ciudad. Hacer un trayecto largo en taxi puede resultar caro. Pero naturalmente -añadió Yabbar-, no debe usted hacer caso del taxímetro. Lo llevo en marcha porque lo dicta la ley.
– Hay muchas leyes insignificantes aquí.
– Sí, hay que cumplir las leyes insignificantes para poder infringir más fácilmente las importantes.
Rieron.
Jalil sacó del bolsillo interior de su chaqueta gris la cartera que Gamal Yabbar le había dado. Revisó el pasaporte, en el que aparecía su foto con gafas y un pequeño bigote. Era una foto hábil pero le preocupaba lo del bigote. En Trípoli, donde se la habían tomado, le dijeron: «Yusef Haddad te dará un bigote postizo y unas gafas. Es necesario como disfraz pero, si la policía te registra, te comprobarán el bigote, y cuando vean que es falso comprenderán que todo lo demás es falso también.»
Jalil se llevó los dedos al bigote y tiró de él. Estaba firmemente adherido pero, sí, podrían descubrir que era falso. En cualquier caso, no tenía intención de dejar que ningún policía se le acercara lo suficiente como para tirarle del bigote.
En el bolsillo interior tenía las gafas que le había dado Haddad. No necesitaba gafas pero éstas eran bifocales, de modo que podía ver con ellas puestas, y pasarían como unas verdaderas gafas para leer.
Volvió a mirar el pasaporte. En él figuraba como un egipcio llamado Hefni Badr, lo cual estaba bien, porque, si lo interrogaba un árabe-americano que trabajase para la policía, un libio podía pasar por egipcio. Jalil había vivido muchos meses en Egipto y estaba seguro de poder convencer incluso a un egipcio-americano de que eran compatriotas.
El pasaporte le atribuía también la religión musulmana y la profesión de maestro, papel que podía representar perfectamente, y domicilio en El Minya, ciudad situada a orillas del Nilo con la que pocos occidentales o incluso egipcios estaban familiarizados, pero era un lugar en que había pasado un mes con la finalidad explícita de reforzar lo que se llamaba su leyenda, su falsa vida.
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