Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Jalil revisó la cartera y encontró quinientos dólares en moneda americana, no demasiado como para llamar la atención pero sí suficiente para hacer frente a sus necesidades. Encontró también algo de dinero egipcio, una tarjeta nacional de identidad egipcia, una tarjeta bancaria egipcia a su nombre supuesto y una tarjeta American Express, extendida también a su falso nombre, que la inteligencia libia le dijo que funcionaría en cualquier escáner americano.

En su bolsillo interior había también un carnet de conducir internacional a nombre de Hefni Badr, con una foto similar a la del pasaporte.

Yabbar lo estaba mirando por el espejo retrovisor.

– ¿Está todo en orden, señor? -le preguntó.

– Espero no tener nunca que descubrir si lo está -respondió Jalil, y ambos rieron de nuevo.

Jalil volvió a guardárselo todo en el bolsillo. Si los paraban ahora, probablemente podría engañar a un policía corriente. Pero ¿por qué tenía que molestarse en fingir sólo porque iba disfrazado? Pese a lo que le habían dicho en Libia, su primera reacción -no la última- sería sacar sus dos pistolas y matar a cualquiera que supusiera una amenaza para él.

Abrió el maletín negro que Yabbar le había dejado en el asiento de atrás. Revolvió en su interior y encontró objetos de aseo, ropa interior, varias corbatas, una camisa deportiva, una pluma y una libreta en blanco, monedas americanas, una cámara fotográfica barata como la que tendría un turista, dos botellas de plástico de agua mineral y un pequeño ejemplar del Corán impreso en El Cairo.

En el maletín no había nada que pudiera comprometerlo, ni escritura invisible, ni micropuntos, ni siquiera una pistola nueva. Todo lo que necesitaba saber lo llevaba en la cabeza. Lo único que podía relacionarlo a él, Hefni Badr, con Asad Jalil eran las pistolas Glock de los dos agentes federales. En Trípoli le habían dicho que se deshiciera lo antes posible de las pistolas y que su taxista le daría una nueva. Pero él había respondido: «Si me detienen, ¿qué importa qué pistola lleve encima? Deseo utilizar las armas del enemigo hasta completar mi misión o hasta morir.» No discutieron con él, y no había ninguna pistola en el maletín negro.

Pero en el maletín sí había dos objetos que posiblemente podrían comprometerlo: el primero, un tubo de pasta de dientes que era en realidad pegamento para su bigote postizo. El segundo, un bote de polvos para los pies, una marca egipcia que estaba teñida con un tinte gris. Jalil desenroscó la tapa y se espolvoreó el producto sobre el pelo, que luego se peinó mientras se miraba en un espejito de mano. Los resultados eran sorprendentes, su pelo, de intenso color negro azabache, había adquirido una tonalidad mucho más clara. Se lo alisó hacia atrás por el lado izquierdo y se puso las gafas.

– Bueno, ¿qué te parece? -le preguntó a Yabbar.

– ¿Qué ha sido del pasajero que recogí en el aeropuerto? -respondió tras mirar por el espejo retrovisor-. ¿Qué ha hecho usted con él, señor Badr?

Los dos rieron, pero Yabbar se dio cuenta entonces de que no debería haber revelado que conocía el nombre ficticio de su pasajero y se quedó en silencio. Miró por el espejo retrovisor y vio clavados en él los oscuros ojos de aquel hombre.

Jalil se volvió a mirar por la ventanilla. Todavía en una zona que parecía menos próspera que cualquiera de cuantas había visto en Europa, pero había muchos coches buenos aparcados en las calles, cosa que le sorprendía.

– Mire allí, señor -dijo Yabbar-. Ésa es la autopista que tendrá que tomar, la llaman el peaje de Nueva Jersey. La entrada está ahí. Saque un ticket en la máquina y pague al salir. La autopista va al norte y al sur, así que debe situarse en el carril adecuado.

Jalil observó que Yabbar no le preguntaba en qué dirección iba a ir. Yabbar comprendía que cuanto menos supiese, mejor para todos. Pero Yabbar ya sabía demasiado.

– ¿Sabes qué ha ocurrido hoy en el aeropuerto? -preguntó Jalil.

– ¿Qué aeropuerto, señor?

– El aeropuerto de dónde venimos.

– No, no lo sé.

– Bueno, ya lo oirás por la radio.

Yabbar no respondió.

Jalil abrió una de las botellas de agua mineral, bebió la mitad y luego inclinó la botella y vació el resto en el suelo.

Entraron en un enorme aparcamiento con un letrero que decía: «Aparque y vaya en autobús.»

– La gente deja aquí el coche y toma un autobús a Manhattan -explicó Yabbar-, a la ciudad. Pero hoy es sábado, así que no hay muchos coches.

Jalil miró a su alrededor la agrietada superficie de asfalto rodeada por una valla de alambre entrelazado. Había unos cincuenta automóviles estacionados en espacios delimitados por rayas blancas pero el parking podía albergar varios cientos de coches más. Observó también que no había nadie a la vista.

Yabbar estacionó el taxi en una de las plazas de aparcamiento.

– Mire, señor, ¿ve ese coche negro, justo ahí delante? -le indicó.

Jalil siguió la mirada de Yabbar hasta un coche grande y negro que estaba aparcado unas cuantas filas más adelante.

– Sí.

– Aquí tiene las llaves. -Sin mirarlo, Yabbar le pasó a Jalil las llaves por encima del asiento-. Todos los papeles del alquiler están en la guantera. El coche está alquilado por una semana al nombre que figura en su pasaporte, así que, pasado ese tiempo, puede que la agencia empiece a preocuparse. El alquiler se hizo en el aeropuerto de Newark, en Nueva Jersey, pero las placas de matrícula son de Nueva York. Esto es indiferente. Es todo lo que se me ha ordenado que le diga, señor. Pero, si lo prefiere, puedo precederlo hasta la autopista.

– No será necesario.

– Que Alá bendiga su visita, señor, y haga que regrese sano y salvo a nuestra patria.

Jalil ya tenía en la mano la Glock del calibre 40. Introdujo el cañón de la pistola en el cuello de la botella de plástico vacía y apretó la base de ésta contra el respaldo del asiento del conductor. Disparó a través del respaldo contra la parte superior de la espina dorsal de Gamal Yabbar, de tal modo que, si no acertaba a darle exactamente en la columna vertebral, la bala atravesara el corazón desde atrás. La botella de plástico ahogó el disparo.

El cuerpo de Yabbar se inclinó hacia adelante, pero el cinturón de seguridad lo mantuvo erguido.

Una nubecilla de humo se elevó del cuello de la botella y del orificio de bala abierto en su fondo. A Jalil le gustaba el olor a cordita quemada y lo inhaló por las aletas de la nariz.

– Gracias por el agua -dijo.

Pensó en hacer un segundo disparo pero entonces vio contraerse el cuerpo de Yabbar de una forma que ningún hombre podría fingir. Esperó medio minuto, escuchando los estertores del taxista.

Mientras esperaba que Yabbar muriese, encontró el casquillo y se lo guardó en el bolsillo. Luego, introdujo la botella de plástico en el maletín.

Finalmente Gamal Yabbar cesó de estremecerse, de gorgotear y de respirar y quedó inmóvil.

Jalil miró a su alrededor para cerciorarse de que estaban solos en el parking. Luego se inclinó por encima del asiento y le sacó rápidamente del bolsillo la cartera a Yabbar, le soltó el cinturón de seguridad y de un empujón lo hizo caer bajo el salpicadero. Apagó el contacto y sacó las llaves.

Asad Jalil cogió el maletín, bajó del taxi, cerró las puertas con llave y se dirigió al coche negro, que era un Mercury Marquis. La llave encajaba, entró en el coche y puso el motor en marcha, acordándose de ponerse el cinturón de seguridad. Salió del silencioso parking a la calle y recordó un versículo de los libros sagrados hebreos: «Hay un león en las calles.» Sonrió.

CAPÍTULO 19

Un tipo del FBI llamado Hal Roberts nos recibió a Kate, a Ted y a mí en el vestíbulo del 26 de Federal Plaza.

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