Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Jalil se había sentido impresionado por la doblez de Malik y su capacidad para lograr un elevado número de muertes sin disparar personalmente un solo tiro.

Asad Jalil había sido adiestrado por muchos hombres buenos en las artes de matar pero era Malik quien le había enseñado a pensar, actuar, engañar, conocer la mente del occidental y utilizar ese conocimiento para vengar a todos los que creían en Alá y que a lo largo de los siglos habían muerto a manos de los infieles cristianos.

Malik le había dicho a Jalil: «Tú tienes la fuerza y el valor de un león. Te han enseñado a matar con la rapidez y la ferocidad de un león. Yo te enseñaré a ser tan astuto como un león. Porque sin astucia, Asad, pronto serás un mártir.»

Malik era viejo ya, casi setenta años sobre la tierra, pero había vivido lo suficiente para ver muchos triunfos del islam sobre Occidente. El día anterior a la marcha de Jalil a París, le había dicho: «Si Dios quiere, llegarás a América, y los enemigos del islam y del Gran Líder caerán ante ti. Dios ha ordenado tu misión, y Dios te mantendrá ileso hasta que regreses. Pero debes ayudar a Dios recordando todo lo que se te ha enseñado y todo lo que has aprendido. El propio Dios ha puesto en tu mano los nombres de nuestros enemigos y lo ha hecho para que tú puedas matarlos a todos. Actúa por venganza pero no te dejes cegar por el odio. El león no odia. El león mata a todos los que lo amenazan o que lo han atormentado. El león también mata cuando está hambriento. Tu alma ha estado hambrienta desde la noche en que te fue arrebatada tu familia. La sangre de tu madre te llama, Asad. La sangre inocente de Esam, Qadir, Adara y Lina te llama. Y tu padre, Karim, que fue mi amigo, te estará mirando desde el cielo. Ve, hijo mío, y regresa cubierto de gloria. Yo te estaré esperando.»

Jalil sintió que casi se le saltaban las lágrimas al pensar en las palabras de Malik. Permaneció un rato en silencio, mientras el taxi se movía por entre el tráfico, pensando, rezando, dando gracias a Dios por su buena suerte hasta el momento. No dudaba de que estaba al principio del final del largo viaje que había comenzado en la terraza de Al Azziziyah aquel mismo día de hacía muchos años.

El pensamiento de la azotea trajo a su mente un recuerdo desagradable -el recuerdo de Bahira-, y trató de ahuyentarlo, pero la cara de la joven continuaba apareciéndosele. Encontraron su cadáver dos semanas después, en un estado de descomposición tan avanzado que nadie sabía cómo había muerto y nadie podía conjeturar por qué estaba en aquella azotea, tan lejos de su casa de Al Azziziyah.

En su ingenuidad, Asad Jalil imaginaba que las autoridades lo relacionarían a él con la muerte de Bahira, y vivía dominado por un miedo cerval a ser acusado de fornicación, blasfemia y asesinato. Pero los que lo rodeaban creyeron que su agitación se debía a una manifestación del dolor que lo abrumaba por la pérdida de su familia. Estaba transido de dolor pero quizá era más fuerte el temor a ser decapitado. No le asustaba la muerte en sí misma, se decía una y otra vez, lo que temía era una muerte vergonzosa, una muerte temprana que le impidiera cumplir su misión de venganza.

No acudieron a él para matarlo, acudieron a él con piedad y respeto. El propio Gran Líder había asistido al funeral de la familia Jalil, y Asad asistió al funeral de Hana, la hija adoptada de • los Gadafi, de dieciocho meses de edad, que había muerto en el ataque aéreo. Jalil visitó también en el hospital a la esposa del Gran Líder, Safia, herida en el ataque, así como a dos de los hijos de Gadafi, todos los cuales se recuperaron. Alabado sea Alá.

Y dos semanas después, Asad había asistido al funeral de Bahira pero, después de tantos funerales, se sentía entumecido, sin sentimientos de dolor ni de culpa.

Un médico explicó que Bahira Nadir podría haber muerto por efecto de la onda expansiva o, simplemente, de miedo y, por consiguiente, se había reunido con los demás mártires en el Paraíso. Asad Jalil no veía razón para confesar nada que llevara la deshonra a ella o a su familia.

En cuanto a los Nadir, el hecho de que el resto de la familia hubiera sobrevivido al bombardeo hizo que Jalil sintiera hacia ellos algo semejante a la ira. Envidia quizá. Pero, al menos, con la muerte de Bahira podían sentir parte de lo que él sentía por la pérdida de todos sus seres queridos. Realmente, la familia Nadir se había portado muy bien con él después de la compartida tragedia, y había vivido con ellos durante algún tiempo. Fue durante ese período con los Nadir -mientras compartía su casa y su comida- cuando aprendió a superar su sentimiento de culpabilidad por haber matado y deshonrado a su hija. Lo que sucedió en aquella azotea era exclusivamente culpa de Bahira. Había tenido suerte de ser honrada como mártir después de su conducta desvergonzada y deshonesta.

Jalil miró por la ventanilla y vio ante sí un enorme puente gris.

– ¿Qué es eso? -preguntó a Yabbar.

– El puente Verrazano -respondió Yabbar, y añadió-: Nos llevará a Staten Island y luego cruzaremos otro puente hasta Nueva Jersey-. Aquí hay mucha agua y muchos puentes.

A lo largo de los años había transportado en su taxi a varios de sus compatriotas: unos, inmigrantes; otros, hombres de negocios; otros, turistas, y otros dedicados a distintos asuntos, como este hombre, Asad Jalil, que ahora estaba sentado en el asiento de atrás de su coche. Casi todos los libios que había llevado se quedaban asombrados ante los altos edificios, los puentes, las carreteras y los espacios verdes. Pero este hombre no parecía asombrado ni impresionado, sólo curioso.

– ¿Es la primera vez que viene a América? -preguntó.

– Sí, y también la última.

Enfilaron el largo puente.

– Si mira hacia allá, señor, a su derecha, verá el bajo Manhattan, lo que llaman el distrito financiero -dijo Yabbar-. Le llamarán la atención dos torres muy altas e idénticas.

Jalil miró los voluminosos edificios del bajo Manhattan, que parecían elevarse desde el agua. Vio las dos torres del World Trade Center y agradeció que Yabbar se las señalara.

– La próxima vez quizá.

– Dios lo quiera -dijo Yabbar, sonriendo.

En realidad, Gamal Yabbar pensaba que lanzar una bomba contra una torre era una cosa horrible pero sabía qué decía y a quién se lo decía. En realidad, también el hombre que llevaba detrás lo hacía sentirse incómodo, aunque no sabía por qué. Tal vez eran sus ojos. Se movían demasiado a un lado y otro. Y el hombre hablaba sólo esporádicamente; luego se quedaba en silencio. Casi con cualquier interlocutor árabe, la conversación en el taxi habría sido continua y fluida. Con este hombre resultaba difícil conversar. Los cristianos y los judíos hablaban más que este compatriota.

Yabbar redujo la velocidad de su vehículo al aproximarse a las cabinas de peaje situadas en el lado de Staten Island.

– Esto no es un puesto de control aduanero ni de policía -le dijo rápidamente a Jalil-. Tengo que pagar por el uso del puente.

Jalil se echó a reír.

– Ya lo sé -respondió-. He pasado algún tiempo en Europa. ¿Crees que soy un analfabeto miembro de una tribu del desierto?

– No, señor. Pero a veces nuestros compatriotas se ponen nerviosos.

– Tu manera de conducir es lo único que me pone nervioso.

Rieron los dos.

– Tengo un pase electrónico que me permite cruzar la cabina de peaje sin tener que parar y pagar a un empleado -informó Yabbar-. Pero si usted quiere que su paso no quede registrado, entonces debo detenerme y pagar en metálico.

Jalil no quería que su paso quedara registrado y tampoco quería acercarse a una cabina ocupada por una persona. Sabía que el registro sería permanente y podría ser utilizado para rastrear su camino hasta Nueva Jersey, porque cuando encontraran a Yabbar muerto en su taxi, podrían relacionarlo con Asad Jalil.

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