De pronto, comprendió que él había sido elegido para vengar no sólo a su familia, sino también a su nación, a su religión y al Gran Líder. Él sería instrumento de Alá para la venganza. Él, Asad Jalil, ya no tenía nada que perder ni tampoco nada por lo que vivir, a menos que emprendiera la yihad y llevara la guerra santa hasta las costas del enemigo.
La mente del joven Asad Jalil estaba ahora centrada en la venganza y el castigo. Iría a América y degollaría a todos los que habían tomado parte en aquel cobarde ataque. Ojo por ojo, diente por diente. Ésta era la lucha a muerte árabe, la lucha de sangre, más antigua aún que el Corán o la yihad, tan antigua como el ghabli.
– Juro ante Alá que vengaré esta noche -dijo Asad en voz alta.
– ¿Todas en el blanco? -preguntó el teniente Bill Satherwaite a su oficial de armamento.
– Sí -respondió Chip Wiggins-. Bueno, una de ellas tal vez se haya desviado… -añadió-. Pero ha dado en algo. Una fila de pequeños edificios…
– Estupendo. Siempre que no le hayas dado al Arco de Mario.
– Marco.
– Es igual. Me debes una cena, Chip.
– No, tú me debes a mí una cena.
– Has fallado un blanco. Tú pagas.
– De acuerdo, te pago una cena si vuelas otra vez sobre el Arco de Marco Aurelio.
– Ya he pasado sobre el Arco al venir. Si no te has fijado -añadió Satherwaite-, ya lo verás cuando vuelvas como turista.
Chip Wiggins no tenía intención de volver jamás a Libia, como no fuese a bordo de un caza.
Sobrevolaron el desierto y de pronto apareció bajo ellos la costa, y se encontraron sobre el Mediterráneo. Ya no necesitaban mantener la radio en silencio, y Satherwaite transmitió:
– Sobrevolando el mar.
Pusieron rumbo al punto de reunión con el resto de la escuadrilla.
– No volveremos a tener noticias de Muammar durante algún tiempo -comentó Wiggins-. Quizá nunca más -añadió.
Satherwaite se encogió de hombros. No ignoraba que aquellos ataques quirúrgicos tenían su propia finalidad, aparte de poner a prueba su pericia como piloto. Sabía que surgirían problemas políticos y diplomáticos después de aquello. Pero le interesaban más las conversaciones de los vestuarios en Lakenhead. Estaba deseando informar del desarrollo de la misión. Pensó fugazmente en las cuatro bombas de mil kilos guiadas por láser que habían lanzado, y confió en que todo el mundo allá abajo hubiera tenido tiempo de acudir a los refugios. Realmente, él no quería causar daño a nadie.
Wiggins interrumpió sus pensamientos.
– Al amanecer, Radio Libia informará de que hemos alcanzado seis hospitales, siete orfanatos y diez mezquitas -dijo.
Satherwaite no respondió.
– Dos mil civiles muertos… mujeres y niños todos ellos.
– ¿Cómo andamos de combustible?
– Unas dos horas.
– Excelente. ¿Te has divertido?
– Sí, hasta la Triple A.
– Tú no querías bombardear un objetivo indefenso, ¿no?
Wiggins se echó a reír y dijo:
– Ahora ya somos veteranos de combate.
– Es cierto.
Wiggins permaneció unos momentos en silencio y luego observó:
– Me pregunto si habrá represalias. -Y añadió-: Quiero decir que ellos nos joden, nosotros los jodemos, ellos nos joden, nosotros los jodemos… ¿dónde termina la cosa?
Estados Unidos, 15 de abril El presente
Cabalgaba terrible y solo
Con su espada yemení por toda ayuda;
No llevaba más ornamento
que las muescas de la hoja.
La Venganza de la muerte Canto de guerra árabe
CAPÍTULO 18
Asad Jalil, recién llegado de París por vía aérea y único superviviente del vuelo 175 de Trans-Continental, se hallaba confortablemente sentado en el asiento posterior de un taxi de Nueva York. Miró por la ventanilla derecha, y observó los altos edificios que pasaban ante su vista. Observó también que, allí, en Estados Unidos, muchos de los coches eran más grandes que en Europa o en Libia. El tiempo era agradable pero, como en Europa, había demasiada humedad para un hombre acostumbrado al árido clima de África del Norte. También como en Europa, había una abundante vegetación. El Corán prometía un Paraíso de verdor, ondulantes arroyos, sombra constante, frutas, vino y mujeres. Era curioso, pensó, que las tierras de los infieles pareciesen semejar el Paraíso. Pero sabía que la semejanza era sólo superficial. O quizá Europa y América eran el Paraíso prometido en el Corán y solamente esperaban la llegada del islam.
Asad Jalil volvió su atención hacia el taxista, Gamal Yabbar, su compatriota cuyo nombre y fotografía se mostraban de forma destacada en una licencia colocada sobre el salpicadero.
El Servicio de Inteligencia libio en Trípoli había dicho a Jalil que su chófer sería uno de cinco hombres determinados. Había muchos taxistas musulmanes en Nueva York, y se podía persuadir a muchos de ellos para que hiciesen un pequeño favor, aunque no fuesen selectos luchadores por la libertad. El agente que Jalil tenía asignado en Trípoli, a quien conocía por el nombre de Malik -el Rey, o el Maestro-, había dicho con una sonrisa: «Muchos taxistas tienen parientes en Libia.»
– ¿Qué carretera es ésta? -le preguntó a Gamal Yabbar.
– La llaman la carretera de circunvalación -respondió Yabbar en árabe con acento libio-. El océano Atlántico queda por allí. Esta parte de la ciudad se conoce con el nombre de Brooklyn. Aquí viven muchos de nuestros correligionarios.
– Lo sé. ¿Por qué estás tú aquí?
A Yabbar no le gustó el tono de la pregunta ni la implicación que latía en ella, pero tenía preparada una respuesta.
– Sólo para ganar dinero en esta "maldita tierra -contestó-. Dentro de seis meses regresaré a Libia y estaré con mi familia.
Jalil sabía que eso no era cierto, no porque creyera que Yabbar mentía, sino porque Yabbar estaría muerto antes de una hora.
Jalil miró por la ventanilla hacia el océano que se extendía a su izquierda, luego hacia los altos edificios de apartamentos que se alzaban a su derecha y finalmente hacia el lejano horizonte de Manhattan, al frente. Había pasado suficiente tiempo en Europa para no sentirse excesivamente impresionado por lo que veía aquí. Las tierras de los infieles eran populosas y prósperas pero las gentes se habían alejado de su Dios y eran débiles. Gentes que no creían en nada más que en llenarse la barriga y la cartera no eran adversarios para los guerrilleros islámicos.
– ¿Practicas tu religión aquí, Yabbar? -preguntó Jalil.
– Sí, por supuesto. Hay una mezquita cerca de mi casa.
– Excelente. Y por lo que estás haciendo hoy tienes asegurado un lugar en el Paraíso.
Yabbar no respondió.
Jalil se recostó en el asiento y reflexionó en la última hora transcurrida de aquel importante día.
Salir del área de servicio del aeropuerto, subir al taxi y enfilar la carretera general había resultado muy sencillo, pero Jalil sabía que diez o quince minutos después podría no haber sido tan fácil. Se había sentido sorprendido a bordo del avión cuando oyó al hombre alto de traje decir «se ha cometido un crimen», y luego el hombre lo miró y le ordenó que bajase de la escalera de caracol. Jalil se preguntó cómo sabía tan pronto que se trataba de un crimen. Quizá, pensó, el bombero llegado a bordo había dicho algo por su radio. Pero Jalil y Yusef Haddad, su cómplice, habían tenido cuidado de no dejar ninguna evidencia de un crimen. De hecho, pensó Jalil, él se había tomado la molestia de romperle el cuello a Haddad para no dejar pruebas de una herida de bala o de cuchillo.
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