Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Coser y cantar -convino Wiggins.

Asad Jalil continuó apretando, y finalmente Bahira dejó de gritar. Lo miró con los ojos desmesuradamente abiertos. Apretó con más fuerza, y ella empezó a retorcerse y a agitarse. Volvió a apretar con más fuerza aún, y los movimientos se convirtieron en espasmos musculares. Luego, incluso éstos cesaron. Mantuvo la presión sobre la garganta de Bahira y miró sus ojos, completamente abiertos y fijos ya.

Contó hasta sesenta y retiró las manos. Había resuelto el problema del presente y todos los problemas del futuro con un acto relativamente sencillo.

Se puso en pie, depositó el Corán sobre la alfombra de oración, que seguidamente enrolló, ató y se echó al hombro, y, bajando la escalera del edificio, salió a la calle.

Todas las luces del complejo militar estaban apagadas, y atravesó la oscuridad en dirección a su casa. Con cada paso que se alejaba del edificio en cuya azotea yacía muerta Bahira, se alejaba también, física y mentalmente, de cualquier implicación con la muchacha muerta.

Delante de él había un edificio en ruinas, y a la luz de las llamas que envolvían la estructura vio soldados muertos por todo su alrededor. La cara de un hombre lo miraba fijamente, con la blanca piel enrojecida por el reflejo de las llamas. Los ojos habían reventado, y le brotaba sangre de las cuencas, de la nariz, de los oídos, de la boca. Jalil luchó por reprimir la náusea que le levantaba el estómago pero le llegó una vaharada de carne quemada, y vomitó.

Descansó un momento y luego continuó, llevando todavía su alfombra de oración.

Deseaba rezar pero el Corán prohibía específicamente que un hombre rezase después de haber copulado con una mujer, a menos que antes se lavara la cara y las manos.

Vio una cisterna rota que vertía agua por el costado de un edificio, y se detuvo para lavarse la cara y las manos; luego se lavó la sangre y la orina de sus genitales.

Continuó andando, recitando largos pasajes del Corán, orando por la seguridad de su madre, sus hermanas y sus hermanos.

Vio hogueras que llameaban en la dirección hacia donde él se encaminaba, y echó a correr.

Aquella noche, pensó, había comenzado en pecado y terminado en infierno. La lujuria conducía al pecado, el pecado conducía a la muerte. Las llamas del averno crepitaban a su alrededor. El Gran Satán mismo los había castigado a él y a Bahira. Pero Alá el misericordioso le había perdonado la vida, y mientras corría rogaba porque Alá hubiera salvado también a su familia.

También rogó por la familia de Bahira y por el Gran Líder.

Mientras corría a través de las ruinas de Al Azziziyah, Asad Jalil, de dieciséis años de edad, comprendió que había sido puesto a prueba por Satán y por Alá, y que de aquella noche de pecado, muerte y fuego emergería convertido en un hombre.

CAPÍTULO 17

Asad Jalil continuó corriendo hacia su casa. Había más personas en aquella zona del distrito, soldados, mujeres, unos cuantos niños, y todos corrían o caminaban lentamente, como aturdidos; se dio cuenta de que algunos estaban de rodillas, rezando.

Jalil dobló una esquina y se paró en seco. La hilera de casas de estuco adosadas en que vivía parecía extrañamente diferente.

Advirtió luego que no había postigos en las ventanas y reparó en los escombros desparramados por la plaza situada ante las casas. Pero más extraño aún era el hecho de que la luz de la luna penetraba a través de las ventanas y las puertas abiertas. Se dio cuenta de pronto de que los tejados se habían hundido en el interior de los edificios y habían hecho saltar puertas, ventanas y postigos. Alá, te lo ruego, por favor, no…

Sintió como si estuviera a punto de desmayarse. Inspiró profundamente y corrió hacia su casa, tropezando con pedazos de cemento y dejando caer la alfombra de oración, hasta llegar finalmente a la puerta de entrada. Titubeó un momento y luego se precipitó al interior, en dirección a lo que había sido la estancia delantera.

Toda la azotea se había desplomado sobre la estancia, cubriendo el suelo embaldosado, las alfombras y los muebles de losas de cemento rotas, vigas de madera y estuco. Levantó la vista hacia el firmamento despejado. En nombre del misericordioso…

Cogió aire nuevamente y trató de dominarse. En la pared del fondo estaba el armario de madera y ladrillo que había construido su padre. Jalil avanzó por encima de los cascotes hasta el armario, cuyas puertas estaban abiertas. Encontró dentro la linterna y la encendió.

Paseó por la habitación el fino y potente haz luminoso y entonces pudo ver toda la amplitud de los daños producidos. De la pared colgaba aún una fotografía enmarcada del Gran Líder, y esto le tranquilizó en cierto modo.

Sabía que tenía que entrar en los dormitorios, pero no se decidía a enfrentarse a lo que podría haber allí.

Finalmente, se dijo a sí mismo: Tienes que ser un hombre. Debes ver si están muertos o vivos.

Avanzó hacia una abertura arqueada que conducía a los aposentos posteriores de la casa. La cocina y el comedor habían sufrido los mismos daños que la estancia delantera. Observó que todos los platos y cuencos de cerámica de su madre habían caído de sus anaqueles.

Atravesó aquella escena de destrucción hasta llegar a un pequeño patio interior, en el que se abrían tres puertas que daban a los tres dormitorios. Empujó la puerta de la habitación que había compartido con sus dos hermanos, Esam, de cinco años, y Qadir, de catorce. Esam era hijo póstumo de su padre, siempre enfermizo y mimado por sus hermanas y su madre. El propio Gran Líder había mandado llamar una vez a un médico europeo para que lo examinara durante una de sus enfermedades. Qadir, sólo dos años menor que Asad, estaba muy desarrollado para su edad, y a veces lo tomaban por gemelo suyo. Asad Jalil albergaba la esperanza y el sueño de que Qadir y él ingresaran juntos en el ejército, se hicieran grandes guerreros y se convirtieran finalmente en comandantes del ejército y ayudantes del Gran Líder.

Asad Jalil se aferraba a esta imagen mientras empujaba la puerta, que ofrecía cierta resistencia. Empujó con más fuerza y finalmente logró introducirse por la estrecha abertura y penetrar en el cuarto.

En la pequeña habitación había tres camas individuales, la suya, que estaba aplastada bajo una losa de cemento, la cama de Qadir, sepultada también bajo cascotes de cemento, y la cama de Esam, sobre la que Asad pudo ver una enorme viga.

Jalil trepó sobre los escombros hasta la cama de Esam y se arrodilló a su lado. El pesado madero había caído longitudinalmente encima del lecho, y debajo del madero, debajo de la manta, yacía el cuerpo aplastado y sin vida de Esam. Jalil se cubrió la cara con las manos y lloró.

Cuando consiguió calmarse un poco, se volvió hacia la cama de Qadir. Todo el lecho se hallaba sepultado bajo un trozo del techo de cemento y estuco. Alumbró con la linterna el montón de cascotes y vio una mano y un brazo que asomaban bajo los pedazos de cemento. Se inclinó y agarró la mano pero al instante soltó la carne muerta.

Lanzó un largo y quejumbroso gemido y se arrojó sobre el montón de cascotes que cubría la cama de Qadir. Lloró durante uno o dos minutos, pero luego comprendió que debía encontrar a los demás. No sin esfuerzo, se puso en pie.

Antes de salir de la habitación, se volvió, proyectó de nuevo el haz de la linterna sobre su cama y miró como hipnotizado la losa de cemento bajo la que yacía aplastado el lecho en el que él había estado tendido hacía solamente unas horas.

Jalil cruzó el pequeño patio y empujó la astillada puerta de la habitación de sus hermanas. La puerta se había salido de sus goznes y cayó hacia adentro.

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