Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Bahira atisbo también por encima del parapeto.

– ¿Guardias?

– No. Algo… por allí…

Entonces lo vio, incandescentes regueros de brillante fuego elevándose desde el resplandor de la ciudad de Trípoli hacia el oscuro firmamento que se extendía sobre el Mediterráneo.

Bahira los vio también.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– Misiles. - En nombre de Alá, el misericordioso… -. Misiles y fuego antiaéreo.

Bahira le apretó el brazo.

– Asad…, ¿qué está pasando?

– Ataque enemigo.

– ¡No! ¡No! Oh, por favor… -Se dejó caer al suelo y empezó a vestirse- :Debemos ir a los refugios.

– Sí. -Se puso el pantalón y los zapatos, olvidando el calzoncillo.

De pronto, el estridente aullido de una sirena de alarma aérea rasgó la noche. Varios hombres empezaron a gritar y a salir corriendo de los edificios circundantes, se oyó un estruendo de motores que se ponían en marcha, las calles se llenaron de ruido.

Bahira empezó a correr descalza hacia la escalera pero Jalil la alcanzó y la hizo agacharse.

– ¡Espera! No puedes dejar que te vean salir de este edificio. Espera a que los demás lleguen antes a los refugios.

Ella lo miró y asintió con la cabeza.

Seguro de que se quedaría donde estaba, Jalil volvió al parapeto y miró hacia la ciudad.

– En nombre de Alá…

Brotaban grandes llamaradas en Trípoli, y ahora podía ver y sentir las distantes explosiones, semejantes al retumbante trueno del desierto.

Luego, sus ojos captaron algo; y vio una sombra borrosa que se abalanzaba hacia él, recortándose sobre las luces y los incendios de Trípoli. De la sombra emergía un enorme penacho rojo y blanco, y Jalil comprendió que estaba mirando los gases de los tubos de escape de un reactor que volaba en línea recta hacia él. Se quedó inmóvil, paralizado por el terror, y ni un solo grito pudo brotar de su garganta.

Bill Satherwaite apartó de nuevo los ojos de las pantallas electrónicas y echó otro rápido vistazo a través del parabrisas. Delante de ellos pudo reconocer en la oscuridad la vista aérea de Al Azziziyah que había contemplado cien veces en fotos tomadas por satélite.

– Preparado -dijo Wiggins.

Satherwaite volvió nuevamente su atención a las pantallas y se concentró en la tarea de pilotar el avión y en la pauta de lanzamiento de bombas que ejecutaría pocos segundos después.

– Tres, dos, uno, ya -dijo Wiggins.

Satherwaite sintió inmediatamente que el avión se tornaba más ligero y pugnó por controlarlo mientras daba comienzo a las maniobras evasivas a gran velocidad que les permitirían largarse de allí a toda prisa.

Wiggins estaba accionando los mandos que guiaban mediante rayos láser las bombas de mil kilos, haciéndoles seguir sus trayectorias hasta los objetivos previamente asignados.

– Buscando… -dijo-, buena imagen… lo tengo… avanzando… avanzando… ¡impacto! Una, dos, tres, cuatro. ¡Precioso!

No pudieron oír las detonaciones de las cuatro bombas en el interior del complejo de Al Azziziyah, pero ambos podían imaginar el estruendo y las llamaradas de las explosiones.

– Larguémonos de aquí -dijo Satherwaite.

– Adiós, señor árabe -añadió Wiggins.

Asad no podía dejar de mirar la increíble cosa que avanzaba hacia él dejando una estela de fuego tras de sí.

De pronto, el reactor atacante se elevó en el cielo nocturno y su rugido lo ahogó todo, excepto el grito de Bahira Nadir.

El reactor desapareció y el estruendo amainó, pero Bahira continuó gritando y gritando.

– ¡Cállate! -ordenó Jalil. Bajó la vista hacia la calle y vio que dos soldados miraban en su dirección. Se agazapó bajo el parapeto. Bahira estaba sollozando ahora.

Mientras pensaba qué hacer a continuación, la azotea saltó bajo sus pies y lo arrojó violentamente al suelo. Al instante, una enorme explosión sonó cerca de él. Luego hubo otra explosión, y otra, y otra. Se tapó los oídos con las manos. La tierra tembló, sintió el cambio de presión, le chasquearon los oídos y su boca se abrió en un grito silencioso. Una oleada de calor se abatió sobre él, el firmamento se tiñó de un color rojo sangre y trozos de piedras, cascotes y tierra empezaron a caer del cielo. Ten misericordia, Alá. Sálvame… El mundo estaba siendo destruido a su alrededor. No tenía aire en los pulmones y pugnó por tomar aliento. Todo se hallaba extrañamente silencioso, y se dio cuenta de que estaba sordo. También se dio cuenta de que se había orinado encima.

Poco a poco, fue recuperando la audición, y advirtió que Bahira estaba gritando de nuevo en un estallido de puro y absoluto terror. La muchacha se puso en pie, avanzó tambaleándose hasta el parapeto del otro extremo y empezó a gritar hacia el patio que se extendía abajo.

– ¡Calla!

Corrió hasta ella y la agarró del brazo, pero Bahira se desasió y empezó a correr por todo el perímetro del parapeto, sembrado de cascotes, gritando con todas sus fuerzas.

Cuatro explosiones más resonaron en el extremo este del complejo.

Jalil vio en la azotea contigua a varios hombres que montaban una ametralladora antiaérea. Bahira los vio también y extendió los brazos hacia ellos, gritando:

– ¡Socorro! ¡Socorro!

Ellos la vieron pero continuaron montando la ametralladora.

– ¡Ayudadme! ¡Socorro!

Jalil la agarró por detrás y la tiró al suelo.

– ¡Cállate!

Bahira luchó contra él, y Jalil se sintió asombrado de su fuerza. Continuó gritando, se desasió de sus brazos y le clavó las uñas en la cara, abriéndole largos arañazos en las mejillas y en el cuello.

De pronto, la ametralladora instalada en el edificio contiguo abrió fuego, y el tableteo sonó mezclado con el aullido de la sirena y el fragor de explosiones lejanas. Balas trazadoras rojas brotaban de la ametralladora, y esto hizo que Bahira gritara de nuevo.

Jalil le tapó la boca con la mano pero ella le mordió un dedo. Luego le dio un rodillazo en la ingle, y él retrocedió tambaleándose.

Bahira estaba completamente histérica, y no veía cómo podría calmarla.

Pero había una manera.

Le rodeó el cuello con las manos y apretó.

El F-111 se alejó en dirección sur sobre el desierto, luego Satherwaite inclinó el avión a estribor y le hizo describir un cerrado giro de ciento cincuenta grados que los llevaría de nuevo a la costa, a cien kilómetros al oeste de Trípoli.

– Un vuelo perfecto, jefe -dijo Wiggins.

Satherwaite no hizo ningún comentario al respecto, pero pidió:

– Atento a ver si aparece la fuerza aérea libia, Chip.

Wiggins manipuló los mandos de su pantalla de radar.

– Cielos despejados. Los pilotos de Gadafi ahora están lavándose la ropa interior.

– Esperemos. -El F-111 no tenía misiles aire-aire, y los idiotas que lo diseñaron ni siquiera lo habían equipado con una ametralladora Gatling, de modo que su única defensa contra otro reactor era la velocidad y la agilidad de maniobra-. Esperemos -repitió, y transmitió una señal de radio indicando que Karma 57 figuraba entre los vivos.

Permanecieron en silencio aguardando las otras señales. Y finalmente empezaron a llegar: Remit 22, con Terry Waycliff a los mandos y Bill Hambrecht como oficial de sistemas de armamento; Remit 61, con Bob Callum y Steve Cox; Elton 38, con Paul Grey y Jim McCoy.

Toda su escuadrilla había salido ilesa.

– Espero que los demás estén bien -dijo Wiggins.

Satherwaite asintió con la cabeza. Hasta el momento, la misión se desarrollaba perfectamente y eso lo hacía sentirse bien. Le gustaba que todo saliese conforme a lo planeado. Aparte de los misiles y la Triple A, que de todos modos no le habían causado ningún daño ni a él ni a sus compañeros, ésta podría haber sido una misión de entrenamiento con bombas reales en el desierto del Mojave. «Una perita en dulce», anotó Satherwaite en su cuaderno de ruta,

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