Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Jalil pensó unos momentos en su padre, el capitán Karim Jalil. Hacía ya cinco años que había muerto, asesinado en una calle de París por agentes del Mossad israelí. Las radios occidentales informaron de que el asesinato había sido cometido probablemente por una facción islámica rival o quizá incluso por compatriotas libios en una especie de lucha por el poder político. No se había practicado ninguna detención. Pero el coronel Gadafi, que estaba mucho mejor informado que ninguno de sus enemigos, había explicado a su pueblo que el capitán Karim Jalil había sido asesinado por los israelíes y que todo lo demás era mentira.

Asad Jalil lo creía así. Tenía que creerlo. Echaba de menos a su padre pero le consolaba el hecho de que su padre hubiera tenido la muerte de un mártir a manos de los sionistas. Desde luego, bullían dudas en su cabeza pero el propio Gran Hombre había hablado y eso ponía punto final al asunto.

Jalil movió la cabeza mientras se arrodillaba en el rincón de la azotea. Miró su reloj y volvió luego la vista hacia la pequeña estructura de hojalata que se alzaba a diez metros de distancia. Bahira se retrasaba; o no había podido salir de casa, o se había dormido, o había decidido no arriesgar la vida para estar con él.

O, lo peor de todo, había sido sorprendida y en aquellos momentos estaba delatándolo a la policía militar.

Jalil consideró su especial relación con el Gran Líder. No tenía la menor duda de que el coronel Gadafi los apreciaba a él y a sus hermanos y hermanas. El coronel le había permitido alojarse en su casa en el privilegiado recinto de Al Azziziyah, se había encargado de que su madre recibiese una pensión y de que él y sus hermanos y hermanas recibiesen educación.

– Tú estás destinado a vengar la muerte de tu padre -le había dicho el coronel hacía tan sólo seis meses.

– Estoy preparado para servirte a ti y a Alá -respondió Jalil, orgulloso.

– Nosotros no estamos preparados para ti, Asad -había dicho el coronel con una sonrisa-. Uno o dos años más, y empezaremos a entrenarte para que seas un luchador por la libertad.

Y ahora Asad lo estaba arriesgando todo, su vida, su honor, su familia… ¿por qué? Por una mujer. No tenía sentido pero… Estaba lo otro… Lo que él sabía pero no se resolvía a pensar… Lo de su madre y Muammar al-Gadafi… Sí, había algo allí, y él sabía lo que era, y era lo mismo que lo había llevado hasta la azotea a esperar a Bahira.

Pensó que si la relación entre su madre y el Gran Líder no era un pecado, entonces no toda relación sexual fuera del matrimonio era pecaminosa. Muammar al-Gadafi no haría nada pecaminoso, nada que estuviese fuera de la Sharia, la conducta aceptada. Por lo tanto, si Asad Jalil era apresado, llevaría su caso directamente al Gran Líder y explicaría su confusión con respecto a aquellos asuntos. Explicaría que fue el padre de Bahira quien llevó a casa la revista alemana que mostraba fotos de hombres y mujeres desnudos, y era aquella inmundicia de Occidente lo que lo había corrompido.

Bahira había encontrado la revista escondida en su casa detrás de unos sacos de arroz y se la había enseñado a Jalil. Habían mirado juntos las fotografías, un pecado que les habría reportado una tanda de latigazos si hubieran sido sorprendidos cometiéndolo. Pero, en lugar de hacerles sentir repugnancia y i vergüenza, aquellas fotografías habían sido la causa de que hablaran de lo que estaba prohibido hablar. Ella le había dicho: «Quiero mostrarme a ti como estas mujeres. Quiero mostrarte todo lo que tengo. Quiero verte, Asad, y tocar tu piel.»

Y así, Satán había entrado en ella y a través de ella había entrado en él. Asad había leído la historia de Adán y Eva en el libro hebreo del Génesis, y su mousyed, su maestro espiritual, le había dicho que las mujeres eran débiles y lascivas y habían cometido el pecado original y atraerían a los hombres al pecado si los hombres no eran fuertes.

Y, sin embargo…, pensó, hasta grandes hombres como el coronel podían ser corrompidos por las mujeres. Si lo llevaban preso, explicaría todo aquello al coronel. Quizá no lapidaran a Bahira y los dejaran ir con sólo unos latigazos.

La noche era fría, y Jalil se estremeció. Permaneció arrodillado en la alfombra con el Corán en las manos. A las dos y diez, sonó un ruido en la escalera, y, al levantar los ojos, vio una silueta oscura de pie en la puerta del alpende.

– Alá, ten piedad -musitó.

CAPÍTULO 15

– Tenemos un fuerte viento de costado. Es ese viento sur que sopla del desierto. ¿Cómo se llama? -preguntó el teniente Chip Wiggins.

– Se llama el viento sur que sopla del desierto -respondió el teniente Bill Satherwaite.

– Exacto. De todos modos, será un viento de cola soberbio para largarnos de allí… y con cuatro bombas menos de peso.

Satherwaite masculló una respuesta.

Wiggins miró por el parabrisas a la oscura noche. No tenía ni idea de si vería amanecer. Pero sabía que si llevaban a cabo su misión serían unos héroes… aunque héroes anónimos. Porque aquélla no era una guerra ordinaria, era una guerra contra terroristas internacionales cuyo radio de acción se extendía mucho más allá de Oriente Medio. Por eso, los nombres de los pilotos participantes en la misión no se comunicarían a la prensa ni al público y quedarían clasificados como material de alto secreto. Había en todo aquello algo que irritaba a Wiggins; era el reconocimiento de que los malos podían proyectar su poder hasta el corazón mismo de Norteamérica y vengarse en los pilotos y tripulantes o en sus familias. Por otra parte, aunque no habría desfiles ni ceremonias públicas de homenaje, aquel anonimato lo hacía sentirse un poco más cómodo. Mejor ser un héroe anónimo que un objetivo terrorista con nombre y apellidos.

Continuaban volando en dirección este sobre el Mediterráneo. Wiggins pensó en cuántas guerras se habían librado en torno a aquel antiguo mar y especialmente en las costas de África del Norte… los fenicios, los egipcios, los griegos, los cartagineses, los romanos, los árabes, continuamente durante miles de años hasta la segunda guerra mundial… los italianos, el Afrika Korps alemán, los británicos, los norteamericanos… El mar y las arenas de África del Norte eran una inmensa tumba de soldados, marineros y aviadores. A las costas de Trípoli -se dijo para sus adentros, consciente de que no era el único aviador que esa noche pensaba en aquellas palabras-. Libraremos las batallas de nuestro país…

– ¿Tiempo para virar? -preguntó Satherwaite.

Wiggins salió de sus ensoñaciones y comprobó su posición.

– Doce minutos.

– Atento al reloj.

– De acuerdo.

Doce minutos después, la formación inició un viraje de noventa grados en dirección sur. La escuadrilla entera, con la excepción de los aviones cisterna, volaba rumbo a la costa libia. Satherwaite accionó los reguladores de combustible, y el F-111 aumentó su velocidad.

Bill Satherwaite consultó el reloj y los instrumentos de vuelo. Se estaban aproximando al punto en que comenzarían los preparativos y perfiles dé ataque. Observó que su velocidad en aire era de 480 nudos y su altitud de 7 500 metros. Estaban a menos de 350 kilómetros de la costa y se dirigían en línea recta hacia Trípoli. Oyó en la radio una serie de chasquidos, a los que respondió de la misma manera, y, con el resto de la escuadrilla, inició el descenso.

Satherwaite se sentía inclinado a comenzar ya las listas de comprobación finales pero sabía que era un poco pronto, que cabía la posibilidad de alcanzar la altitud de ataque antes de tiempo, y ésa no era una forma inteligente de entrar en combate. Esperó.

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