Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Satherwaite cerró los ojos y exhaló con exagerada expresión de impaciencia.

Chip Wiggins retornó a sus pensamientos de combate. Sabía que había varios veteranos de Vietnam en aquella misión, pero la mayoría de los que la formaban carecían de experiencia en combate. Además, todo el mundo desde el presidente para abajo estaba observando, esperando y conteniendo el aliento. Después de Vietnam, y después del fiasco del Pueblo y dé la chapucera misión de rescate enviada por Cárter a Irán y de toda una década de fracasos militares sufridos tras la guerra de Vietnam, todos esperaban una gran victoria.

Las luces estaban encendidas en el Pentágono y en la Casa Blanca. Paseaban de un lado a otro y rezaban. Muchachos, tenemos que ganar ésta para el presi. Chip Wiggins no les iba a decepcionar. Esperaba que ellos no le decepcionaran a él. Le habían dicho que la misión podría ser cancelada en cualquier momento, y temía oír crepitar la radio con las palabras en clave que comunicaban la cancelación: «Hierba Verde.» Como las verdes praderas de Norteamérica.

Pero una cierta parte de su ser habría recibido con agrado esas palabras. Se preguntó qué le harían en Libia si se veía obligado a saltar en paracaídas. ¿A qué viene esa idea? Otra vez estaba empezando a pensar cosas malas. Miró a Satherwaite, que se hallaba apuntando algo en su cuaderno de ruta. Satherwaite bostezó de nuevo.

– ¿Cansado? -preguntó Wiggins.

– No.

– ¿Asustado?

– Todavía no.

– ¿Hambriento?

– Cierra el pico, Chip.

– ¿Sediento?

– ¿Por qué no te echas a dormir? -exclamó Satherwaite-. O, mejor aún, yo duermo y tú pilotas.

Wiggins sabía que aquello era una forma no demasiado sutil de recordarle que el oficial de sistemas de armamento no era piloto.

Quedaron de nuevo en silencio. Wiggins consideró la posibilidad de descabezar un sueñecito pero no quería dar a Satherwaite la oportunidad de contar a todo el mundo en Lakenheath que Wiggins se había pasado todo el trayecto hasta Libia durmiendo. Al cabo de una media hora, Chip Wiggins miró su carta de navegación y sus instrumentos. Además de oficial de sistemas de armamento, era también el navegante.

– En las nueve está cabo de Sao Vicente, cabo San Vicente -le dijo a Satherwaite.

– Perfecto. Ahí es donde tiene que estar.

– Es donde el príncipe Enrique el Navegante estableció la primera escuela de navegación marítima del mundo. De ahí su nombre.

– ¿Enrique?

– No. Navegante.

– Ya.

– Los portugueses eran unos marineros extraordinarios.

– ¿Es eso algo que yo necesite saber?

– Desde luego. ¿Juegas al Trivial Pursuit?

– No. Limítate a decirme cuándo tenemos que cambiar de rumbo.

– Dentro de siete minutos, viraremos a cero-nueve-cuatro.

– De acuerdo. Atento al reloj.

Continuaron volando en silencio.

Su F-l 11 estaba en una posición asignada en su formación de crucero pero, debido al silencio de radio, cada avión mantenía su posición por medio de su radar aire-aire. No siempre podían visualizar a los otros tres aparatos de su formación -que ostentaban los nombres en clave de Elton 38, Remit 22 y Remit 61- pero podían verlos en el radar y podían mantener contacto con el jefe de escuadrilla, Terry Waycliff, en Remit 22. Sin embargo, Wiggins tenía que anticipar en cierto modo el plan de vuelo y saber cuándo mirar a la pantalla de radar para ver qué estaba haciendo el avión de cabeza.

– Me gusta el desafío de una misión difícil, Bill, y espero que a ti también.

– Tú la haces más difícil, Chip.

Wiggins rió entre dientes.

Los cuatro F-l 11 comenzaron a virar a babor al unísono. Contornearon el cabo de San Vicente y tomaron rumbo sureste, enfilando hacia el estrecho de Gibraltar.

Una hora después se aproximaban al peñón de Gibraltar, a babor, y el monte Hacho, en la costa africana, a estribor.

– Gibraltar era una de las antiguas Columnas de Hércules -informó Wiggins-. Monte Hacho es la otra. Para las civilizaciones mediterráneas, estos mojones definían los límites occidentales de la navegación. ¿Lo sabías?

– Dame la situación de combustible.

– Excelente. -Wiggins leyó las indicaciones de los contadores y comentó-: Tiempo de vuelo restante, unas dos horas.

– El KC-10 debería aproximarse dentro de unos cuarenta y cinco minutos -dijo Satherwaite, consultando el panel de instrumentos.

– Espero que lo haga -respondió Wiggins, pensando: Si no repostamos a tiempo, tendremos el combustible justo para llegar a Sicilia y quedamos al margen de la acción.

Nunca habían estado demasiado lejos de tierra y, si fuera preciso, podrían arrojar las bombas al mar y aterrizar en algún aeropuerto de Francia o España y explicar con tono despreocupado que estaban realizando un vuelo de entrenamiento y se habían quedado sin combustible. Como el oficial instructor había dicho: «No pronunciéis la palabra "Libia" en vuestra conversación», lo que había provocado grandes risas.

Treinta minutos después seguía sin haber la menor señal de los aviones cisterna.

– ¿Dónde diablos está nuestra estación de servicio volante? -preguntó Wiggins.

Satherwaite estaba leyendo las órdenes de misión y no respondió.

Wiggins se mantuvo atento a la radio, esperando oír la señal en clave que anunciaría la aproximación de los aviones cisterna. Después de todo aquel tiempo volando y de toda la preparación a que se habían sometido, no querían acabar en Sicilia.

Continuaron volando sin pronunciar palabra. En la carlinga sonaba el zumbido de los instrumentos electrónicos y la estructura del aparato vibraba con la potencia de los turborreactores gemelos Pratt y Whitney que propulsaban el F-l 11F a través de la negra noche.

Finalmente, una serie de chasquidos en la radio les indicó que el KC-10 se estaba aproximando. Al cabo de otros diez minutos, Wiggins vio al contacto en su pantalla de radar y. se lo anunció a Satherwaite, que asintió con la cabeza.

Satherwaite disminuyó la velocidad y empezó a separarse de la formación. Ahí, pensó Wiggins, era donde Satherwaite se ganaba el sueldo.

A los pocos minutos, el gigantesco avión cisterna KC-10 cubría ya el cielo sobre ellos. Satherwaite podía hablar con el avión cisterna por el canal privado KAY-28, que podía utilizarse para transmisiones de corta distancia.

– Kilo Diez, aquí Karma Cinco-Siete. Estás a la vista.

– Recibido, Karma Cinco-Siete. Ahí va Dickey.

– Recibido.

El operador de la tubería retráctil del KC-10 guió cuidadosamente la boquilla hasta encajarla en el receptáculo del F-l 11, justo detrás de la carlinga. A los pocos minutos quedó completado el acoplamiento, y el combustible empezó a fluir desde el avión cisterna hasta el caza.

Wiggins vio cómo Satherwaite manipulaba delicadamente la palanca que sujetaba con la mano derecha y accionaba con la izquierda los reguladores de combustible a fin de mantener el caza en la posición exacta para que la tubería continuase conectada. Wiggins sabía que aquélla era una de las ocasiones en que debía guardar silencio.

Después de lo que pareció largo tiempo, se apagó la lucecita verde que brillaba en la parte superior de la tubería del avión cisterna y se encendió una lucecita ámbar adyacente indicadora de desconexión automática.

– Karma Cinco-Siete separándose -comunicó Satherwaite al avión cisterna, y apartó el caza del KC-10 y volvió a ocupar su puesto en la formación.

El piloto del avión cisterna, consciente de que aquél era el último reaprovisionamiento antes del ataque, transmitió:

– Buena suerte. Dios os bendiga. Hasta luego.

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