Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Desde que despegaron de la base Lakenheath de la Royal Air Forcé en Suffolk, Inglaterra, unas dos horas antes, ninguno de los dos había hablado gran cosa. De todos modos, Satherwaite era callado por naturaleza, pensó Wiggins, nada dado a la charla ociosa. Pero Wiggins quería oír una voz humana, así que dijo:

– Tenemos enfrente Portugal.

– Lo sé -respondió Satherwaite.

– De acuerdo.

Sus voces poseían un timbre metálico ya que las palabras se filtraban a través del interfono de la carlinga, que era el único medio de conexión verbal entre los dos hombres. Wiggins inspiró profundamente, bajo su casco de vuelo, y el flujo incrementado de oxígeno hizo que la conexión del interfono reverberase un momento. Wiggins volvió a inspirar profundamente.

– ¿Te importaría no respirar? -dijo Satherwaite.

– Lo que tú digas, jefe.

Wiggins rebulló un poco en su asiento. Se estaba quedando entumecido después de tantas horas sentado en el incómodo asiento del F-111. El negro cielo se estaba tornando opresivo pero podía ver luces en la lejana costa de Portugal, y eso lo hacía sentirse mejor.

Se dirigían a Libia, pensó Wiggins, con la misión de derramar una lluvia de muerte y destrucción sobre el irritante país de Muammar al-Gadafi como represalia por el ataque terrorista libio que había tenido lugar un par de semanas antes contra una discoteca de Berlín Occidental frecuentada por militares norteamericanos. Wiggins recordaba que el oficial que les había dado las instrucciones tuvo buen cuidado de que supieran por qué estaban arriesgando la vida en aquella difícil misión. Sin demasiados rodeos, les dijo que el ataque libio a la discoteca La Belle, que causó la muerte a un militar norteamericano y heridas a varias docenas más, era sólo el último de una serie de actos de abierta agresión a los que había que responder con una exhibición de decisión y fuerza. «Por lo tanto -dijo el oficial-, vais a hacer saltar en pedazos a los libios.»

Sonaba bien dicho así, en la sala de instrucciones, pero no a todos los aliados de Estados Unidos les parecía buena idea. Los aviones de ataque procedentes de Inglaterra se habían visto obligados a seguir un largo camino para llegar a Libia porque los franceses y los españoles se habían negado a conceder autorización para cruzar su espacio aéreo. Esto había enfurecido a Wiggins, pero a Satherwaite no parecía importarle. Wiggins sabía que el conocimiento que Satherwaite tenía de geopolítica era nulo; la vida de Bill Satherwaite era volar, y volar era su vida. Wiggins pensaba que si a Satherwaite le hubiesen ordenado bombardear París, Satherwaite lo habría hecho sin pararse a pensar ni por un momento por qué estaba atacando a un aliado de la OTAN. Lo terrible, pensó Wiggins, era que Satherwaite haría lo mismo con Washington, D. C, o con Walla Walla, Washington, sin hacer preguntas.

Wiggins prosiguió sus cavilaciones.

– Bill, ¿has oído ese rumor de que uno de nuestros aviones va a tirar una bomba en el patio trasero de la embajada francesa en Trípoli? -le preguntó al cabo de un rato a su compañero.

Satherwaite no contestó.

Wiggins insistió:

– También he oído que uno de nosotros va a soltar la carga en la residencia Al Azziziyah de Gadafi. Se supone que estará allí esta noche.

Satherwaite siguió sin contestar.

Finalmente, Wiggins, irritado y frustrado, dijo:

– Eh, Bill, ¿estás despierto?

– Mira, Chip -respondió Satherwaite-, cuanto menos sepamos tú y yo, mejor para nosotros.

Chip Wiggins se sumió en un hosco silencio. Le agradaba Bill Satherwaite, y le agradaba el hecho de que su piloto tuviera la misma graduación que él y no pudiese ordenarle que se callara. Pero en vuelo, Satherwaite podía ser un taciturno hijo de puta. Era mejor en tierra. De hecho, después de haberse tomado unas copas parecía casi humano.

Wiggins consideraba que quizá Satherwaite estuviera nervioso, lo cual era comprensible. Al fin y al cabo, aquélla era, según la información suministrada al impartirles las instrucciones, la misión de ataque con reactores más larga jamás intentada. La Operación Cañón El Dorado iba a hacer historia, aunque Wiggins no sabía aún de qué clase. Había otros sesenta aviones en alguna parte alrededor de ellos, y su unidad, la 48 Escuadrilla Táctica de Cazas, había aportado cuatro reactores de ala móvil F-l 11F a la misión. La flota de aviones cisterna que volaba con ellos, a menor altura y más atrás, estaba compuesta por los enormes KC-10 y los KC-135, más pequeños; los 10 para aprovisionar a los cazas, y los 135 para aprovisionar a los KC-10. Habría tres maniobras de suministro de combustible a lo largo de la ruta de cuatro mil quinientos kilómetros hasta Libia. El tiempo de vuelo desde Inglaterra hasta la costa libia era de seis horas, el tiempo de vuelo hacia Trípoli en la fase previa al ataque, de media hora, y el tiempo sobré el objetivo duraría diez larguísimos minutos. Y luego regresarían. No todos, pero sí la mayoría.

– Historia -dijo Wiggins-. Estamos volando a la historia.

Satherwaite no respondió.

– Hoy es el último día para la declaración de la renta -dijo Chip-. ¿La has presentado a tiempo?

– No. Pedí una prórroga.

– Hacienda se fija en los que presentan tarde la declaración.

Satherwaite soltó un gruñido a modo de respuesta.

– Si te hacen una inspección, arroja una bomba de napalm sobre la sede central de Hacienda. Se lo pensarán dos veces antes de revisarle la declaración a Bill Satherwaite. -Wiggins soltó una risita.

Satherwaite clavó la vista en los instrumentos.

Wiggins no pudo lograr que su piloto le siguiera la conversación, por lo que volvió a sumirse en sus pensamientos. Consideró el hecho de que aquello era una prueba de resistencia para tripulaciones y material, y él nunca había sido entrenado para realizar una misión semejante.

Pero hasta el momento todo iba bien. El F-l 11 se comportaba admirablemente. Miró a través del costado transparente de la carlinga. El ala variable estaba extendida en un ángulo de treinta y cinco grados con el fin de dar al avión sus mejores características de crucero para el largo vuelo en formación. Más tarde, retraerían hidráulicamente las alas a fin de situarlas inclinadas hacia la cola en posición aerodinámica para el ataque, y eso señalaría el momento de la fase de combate real de la misión. Combate. Wiggins no podía creer que fuera a entrar realmente en combate.

Aquello era la culminación de todo su período de adiestramiento.

Ni él ni Satherwaite habían intervenido en Vietnam, y ahora estaban volando hacia un territorio desconocido y hostil para atacar a un enemigo cuya potencia antiaérea no era bien conocida. El oficial instructor les había dicho que las defensas aéreas libias se cerraban rutinariamente después de medianoche pero Wiggins no podía creer que los libios fuesen tan estúpidos. Estaba convencido de que su avión sería detectado por el radar libio, que la Fuerza Aérea libia se apresuraría a interceptarlos, que una andanada de misiles tierra-aire se elevaría en el cielo para aniquilarlos y que serían recibidos por la Triple A, que no significaba Asociación Automovilística Americana precisamente, sino Artillería Antiaérea.

– Marco Aurelio.

– ¿Qué?

– El único monumento romano que todavía existe en Trípoli. El Arco de Marco Aurelio. Siglo II antes de Cristo.

Satherwaite sofocó un bostezo.

– Si alguien lo destruye por error se meterá en un buen lío. Es un monumento declarado patrimonio de la humanidad por las Naciones Unidas. ¿Prestaste atención cuando nos daban las instrucciones?

– Chip, ¿por qué no mascas chicle o algo?

– Empezamos el ataque justo al oeste del Arco. Espero poder echarle un vistazo. Esa clase de cosas me interesan.

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