– Estoy tan metido en la mierda por culpa de ustedes que ya no importa lo que haga -dijo Simpson.
– Yo me ocuparé de eso -respondió Kate-. Ha hecho usted un trabajo excelente.
– ¡Yupi! -exclamó Simpson.
Permanecimos unos minutos en silencio mientras el coche avanzaba hacia una de las salidas próximas a los almacenes.
Finalmente, Nash se dirigió a mí:
– Has hecho un buen trabajo, detective.
Sus palabras me cogieron un poco por sorpresa. Me quedé sin habla, y empecé a pensar que quizá había interpretado mal al bueno de Ted. Quizá pudiéramos congeniar, quizá debería extender la mano, revolverle el pelo y decir: «¡Grandísimo granuja… te quiero!»
De todos modos, llegamos a una puerta de salida, y, tras echarnos un vistazo superficial, un policía de la Autoridad Portuaria nos hizo seña de que siguiéramos. Evidentemente, la orden no había llegado a todo el mundo. Le dije a Simpson que detuviese el coche.
Bajé del automóvil, mostré mi credencial del FBI y me dirigí al hombre:
– Agente, ¿no ha recibido orden de parar y registrar todos los vehículos?
– Sí… pero no coches policiales.
Resultaba frustrante, y me sacaba de quicio. Me incliné hacia el interior del coche y saqué un dossier. Extraje la foto y se la enseñé.
– ¿Ha visto a este hombre?
– No… Creo que recordaría esa cara.
– ¿Cuántos vehículos han pasado por aquí desde que recibió usted la alerta?
– No muchos. Hoy es sábado. Una docena tal vez.
– ¿Los ha parado y registrado?
– Sí… pero todos eran grandes camiones llenos de bultos y cajas. No puedo abrir todas las cajas, a menos que el sello de la aduana presente indicios de haber sido manipulado. Todos los conductores tenían la documentación aduanera en regla.
– ¿O sea, que no ha abierto ninguna caja?
El hombre estaba empezando a mosquearse.
– Necesito ayuda para eso -respondió-. Podría llevarme todo el día.
– ¿Cuántos vehículos pasaron por aquí antes de recibir la alerta?
– Pues como… unos dos o tres.
– ¿Qué clase de vehículos?
– Un par de camiones y un taxi.
– ¿Había un pasajero en el taxi?
– No me fijé. Fue antes de la alerta -añadió.
– Muy bien… -Le di la foto y le dije-: Este tipo va armado y es peligroso. Ya ha matado a demasiados policías hoy.
– Santo Dios.
Monté de nuevo en el coche y continuamos. Observé que el policía de la Autoridad Portuaria no empezaba con nosotros y nos obligaba a abrir el maletero, que es lo que yo habría hecho si algún engreidillo me hinchaba las narices. Pero América no estaba preparada para nada de esto. En absoluto.
Enfilamos la ancha autopista que conducía a Manhattan.
Permanecimos un rato en silencio. El tráfico en la carretera de circunvalación era lo que el idiota del helicóptero de tráfico llamaría de moderado a intenso. En realidad, era de intenso a horrible, pero no me importaba. Contemplé cómo pasaba Brooklyn por la ventanilla derecha, y les dije a mis amigos federales:
– Hay dieciséis millones de personas en el área metropolitana, ocho millones en la ciudad de Nueva York. Entre ellas hay unos doscientos mil inmigrantes recién llegados de países islámicos, la mitad de ellos aquí, en Brooklyn.
Ni Kate ni Nash hicieron ningún comentario.
Por lo que se refería a Jalil, si en efecto había desaparecido entre aquella muchedumbre, ¿podría encontrarlo la BAT? Quizá. La comunidad de Oriente Medio era bastante cerrada pero en su seno había informadores e, incluso, americanos leales. La red terrorista clandestina estaba muy debilitada, y es preciso reconocerles a los federales que tenían un buen conocimiento de quién era quién.
De modo que por esa razón Asad Jalil no establecería contacto con los sospechosos habituales. Nadie lo bastante listo como para hacer lo que él acababa de hacer iba a ser lo bastante estúpido como para asociarse con alguien menos inteligente que él.
Consideré la audacia del señor Jalil, que sus simpatizantes llamarían valentía. Aquel hombre iba a ser un desafío, por decirlo suavemente.
– Alrededor de un millón de personas entran ilegalmente todos los años en este país -dijo finalmente Nash-. No es tan difícil. De modo que yo creo que la misión de nuestro hombre no era entrar en el país para cometer un acto de terrorismo. Su misión era hacer lo que ha hecho en el avión y en el Club Conquistador y, luego, largarse. No ha salido en ningún momento del aeropuerto y, a menos que la policía de la Autoridad Portuaria lo haya capturado, en estos instantes se encuentra volando rumbo a algún país extranjero. Misión cumplida.
– Yo ya he descartado esa teoría -dije-. Es equivocada.
– Yo he descartado las demás teorías -replicó Nash secamente-. Sostengo que está volando.
Recordé el caso de Plum Island y el ilógico razonamiento y las audaces teorías conspirativas del señor Nash. Evidentemente, el hombre había sido entrenado por encima de su inteligencia y había olvidado hasta el más elemental sentido común.
– Diez pavos a que tenemos noticias de nuestro amigo muy pronto y muy cerca -le dije.
– Hecho -respondió. Se volvió en su asiento y me dijo-: Tú no tienes experiencia en estas cosas, Corey. Un terrorista experto no es como un criminal estúpido. Golpean y huyen, y unos años después vuelven a golpear y a huir. No regresan a la escena de sus crímenes, y no se ocultan en casa de su amiguita con una pistola y un saco lleno de dinero, y no van a un bar y alardean de sus crímenes. Está a bordo de un avión.
– Gracias, señor Nash. -Me pregunté si debía estrangularlo o partirle el cráneo con la culata de la pistola.
– Es una teoría interesante, Ted -intervino Kate-. Pero hasta que estemos seguros vamos a alertar a toda la sección de Oriente Medio de la BAT para que vigilen las casas de conocidos simpatizantes de los terroristas y de sospechosos.
– No tengo nada que oponer a los procedimientos operativos habituales -replicó Nash-. Pero te digo que si el fulano está todavía en el país, el último lugar en que vas a encontrarlo es donde crees que está. El tipo de febrero no volvió a aparecer después de fugarse, y nunca aparecerá. Si estos dos tipos están relacionados, representan algo nuevo y desconocido. Algún grupo del que no sabemos nada.
Eso ya lo había imaginado. Y también, a un cierto nivel, esperaba que tuviese razón en lo de que Jalil estaba volando. No me importaría perder los diez pavos, aunque fuese con aquel gilipollas, y por mucho que me hubiera gustado echarle el guante a Asad Jalil y molerlo a golpes hasta que ni su madre pudiera reconocerlo, realmente deseaba que estuviera en otra parte, donde no pudiera causar más daño a Estados Unidos. Quiero decir que un tío capaz de matar a todos los pasajeros inocentes de un avión indudablemente tenía una bomba atómica en la manga, o ántrax en el sombrero o gas venenoso en el culo.
– ¿De qué estamos hablando, de un terrorista árabe? -preguntó Simpson.
– Estamos hablando de la madre de todos los terroristas -respondí bruscamente.
– Olvide todo lo que ha oído -le dijo Nash a Simpson.
– No he oído nada -respondió Simpson.
Nos acercábamos al puente de Brooklyn.
– Creo que vas a llegar con retraso a tu cita en Long Island -dijo Kate.
– ¿Con cuánto retraso?
– Como un mes.
No respondí.
– Probablemente, mañana a primera hora cogeremos el avión para Washington.
Supongo que eso era el equivalente federal de ir a One Poli-ce Plaza a que le den a uno un repaso. Me pregunté si en mi contrato habría una cláusula de rescisión. Lo tenía en mi mesa de Federal Plaza. Tendría que echarle un vistazo.
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