Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Pisó a fondo el pedal, y el gran Chevy Caprice aceleró por la lisa pista de cemento como si estuviera propulsado a reacción. Simpson encendió la radio y comunicó a la torre lo que estaba haciendo. Al tipo de la torre pareció que iba a darle un infarto.

Mientras tanto, yo abrí el teléfono móvil y marqué de nuevo el número del Club Conquistador, pero tampoco hubo respuesta esta vez.

– ¡Mierda! -Marqué el número del móvil de Foster, y contestó-. George -dije-, estoy tratando de llamar a Nick… Sí, de acuerdo… Voy hacia allá. Sea quien sea el que llegue primero, que tenga cuidado. Creo que Jalil va en esa dirección. Eso es lo que he dicho. Jalil les ha cortado los pulgares a Phil y a Peten… Sí. Me has oído bien.

Me guardé el teléfono en el bolsillo y le dije a Kate:

– George tampoco podía entenderlo.

– Dios mío, espero que no lleguemos demasiado tarde -murmuró ella.

El coche iba ahora a ciento sesenta, devorando la pista.

A lo lejos vi el viejo edificio que albergaba el Club Conquistador. Quería decirle a Simpson que ya no había necesidad de apresurarse, pero no podía resolverme a hacerlo, y ya íbamos a ciento setenta. El coche empezó a vibrar pero Simpson no pareció reparar en ello. Me miró.

– Los ojos en la carretera -le dije.

– Pista.

– Da igual. ¿Ve aquel edificio alargado de cristal? Empiece a desacelerar, busque una carretera de servicio o pista de rodaje y vaya hacia él.

– De acuerdo.

Al acercarnos más, vi un 3 IR invertido pintado en la pista y que ésta terminaba más allá, y advertí que una alta valla de cable entrelazado nos separaba del edificio. Pasamos ante una carretera de servicio que parecía dirigirse hacia una puerta existente en la valla, pero estaba cien metros más a la derecha de donde yo necesitaba estar. Simpson salió de la pista con un brusco viraje, el coche se deslizó durante unos segundos sobre dos ruedas solamente y luego cayó de nuevo y rebotó con estruendo.

Simpson levantó el pie del acelerador pero no frenó. Nos deslizamos literalmente sobre la hierba, enfilados directamente hacia el edificio situado al otro lado de la valla. El Caprice golpeó la malla de cables y la atravesó como si nada.

El coche se posó sobre el asfalto, Simpson pisó con fuerza los frenos, y sentí las vibraciones del sistema antibloqueo mientras éste pugnaba por controlar el coche, que derrapó, coleó y acabó deteniéndose con estridente chirrido a unos tres metros de la puerta de entrada al edificio. Con medio cuerpo fuera ya del coche, le dije a Simpson:

– No deje que salga nadie del edificio. El delincuente va armado.

Saqué la pistola y, mientras corría hacia la entrada, advertí que nuestros vehículos de escolta de la Puerta 23 se aproximaban a través del otro extremo del parking. Observé también que cerca del edificio había un vehículo de transporte de equipajes de Trans-Continental. No debería haber estado allí, pero yo creía saber cómo había llegado.

Kate me adelantó y entró en el edificio empuñando su pistola. Yo la seguí.

– Cubre los ascensores -le dije, y eché a correr escaleras arriba.

Me paré en seco al llegar al pasillo, asomé la cabeza y miré a ambos lados. Luego corrí a toda velocidad por el pasillo y me detuve junto a la puerta del Club Conquistador, con la espalda pegada a la pared, fuera del alcance de la cámara de vídeo, cuyos monitores estaban en todas las oficinas del interior.

Alargué la mano, presioné el pulgar derecho sobre el translúcido escáner, y la puerta se abrió. Sabía que volvería a cerrarse a los tres segundos y, como medida de seguridad, no se volvería a abrir durante tres largos minutos, a menos que alguien la accionara desde dentro. Así pues, me situé en el umbral justo en el momento en que empezaba a cerrarse y me agaché, cubriendo con mi pistola la zona de recepción.

Nancy Tate no estaba en su mostrador, pero su silla estaba junto a la pared posterior y su teléfono sonaba insistentemente. Manteniendo la espalda pegada a la pared, di la vuelta al alargado mostrador y vi a Nancy Tate tendida en el suelo, con un orificio de bala en la frente y un charco de sangre en la alfombra de plástico, húmeda y brillante en torno a la cara y el pelo. Aquello no me sorprendió, pero me enfureció. Rogué porque Asad Jalil estuviese todavía allí.

Comprendí que debía quedarme quieto para cubrir las dos puertas que se abrían desde la sala de recepción, y eso fue sólo -unos segundos antes de ver a Kate en el monitor situado sobre el mostrador de Nancy. Detrás de ella estaban George Foster y Ted Nash. Alargué el brazo y pulsé el botón de apertura de la puerta, gritando:

– ¡Despejado!

Los tres irrumpieron en la sala de recepción con las pistolas empuñadas. Informé rápidamente:

– Nancy está aquí en el suelo. Un balazo en la frente. Kate y yo entraremos en el Centro de Operaciones, vosotros dos controlad el otro lado.

Hicieron lo que les decía y desaparecieron por la puerta que conducía a las celdas y a las salas de interrogatorio.

Kate y yo penetramos rápidamente en el gran centro de operaciones y control. Creo que ambos sabíamos que Asad Jalil ya se había marchado hacía rato.

Me acerqué a la mesa ante la que hacía poco habíamos estado todos sentados. Todas las sillas estaban vacías, todas las tazas de café estaban vacías, y Nick Monti yacía en el suelo, boca arriba, con los ojos abiertos y un gran charco de sangre en torno al cuerpo. Su blanca camisa mostraba al menos dos orificios de entrada en el pecho, y no había tenido tiempo de sacar la pistola, que continuaba en su funda. Me incliné sobre él para buscarle el pulso, pero no tenía.

Kate subió rápidamente los tres peldaños de la plataforma de comunicaciones, y yo la seguí. Evidentemente, la agente de servicio había tenido unos segundos para reaccionar, porque estaba fuera de su silla, y hecha un ovillo contra la pared del fondo, bajo los grandes mapamundi electrónicos. Había sangre en la pared y por toda su blusa blanca. Su pistolera colgaba del respaldo de una silla, juntamente con su chaqueta y su bolso. Traté también de encontrar algún signo de vida en ella, pero estaba muerta.

En la sala se oían susurros y chasquidos electrónicos, y por los altavoces llegaban débiles sonidos de voces. Tableteaba un teletipo, y se puso en marcha un fax. Sobre la consola había una bandeja de sushi y dos palillos. Miré de nuevo a la agente de servicio caída contra la pared. Lo último que ella esperaba era sufrir ninguna clase de contratiempo en el corazón mismo de una de las instalaciones más seguras y secretas del país.

Foster y Nash estaban ahora en la sala, mirando a Nick Monti. Dos policías de la Autoridad Portuaria uniformados estaban también allí, mirando a Monti y contemplando las instalaciones con cierta admiración.

– ¡Llamen a una ambulancia! -grité. La verdad era que no la necesitábamos pero eso es lo que uno tiene que decir.

Kate y yo bajamos de la plataforma de comunicaciones, y nos reunimos los cuatro en un rincón. George Foster estaba blanco, como si hubiese visto su informe de eficiencia. Ted Nash tenía, como siempre, una expresión inescrutable pero vi cruzar por su rostro una sombra de preocupación.

Nadie hablaba. ¿Qué había que decir? Todos habíamos quedado como los estúpidos que probablemente éramos. Por encima de nuestros pequeños problemas profesionales, cientos de personas estaban muertas, y el causante de aquella matanza estaba a punto de desaparecer en una área metropolitana de dieciséis millones de personas que mañana podrían ser la mitad si el sujeto tenía acceso a algún tipo de arma nuclear, química o biológica.

Evidentemente, teníamos un grave problema. Evidentemente también, Ted Nash, George Foster, Kate Mayfield y John Co-rey no necesitaban preocuparse por ello. Si la BAT funcionaba como el Departamento de Policía de Nueva York, todos seríamos destinados a ayudar a cruzar la calle a los niños de las escuelas.

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