Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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– Debía de tener un cómplice que trajo esas dos botellas de oxígeno que hemos encontrado en el armario.

– Una de oxígeno, pero la otra, no.

– Sí, lo sé. -Me miró y añadió-: No puedo creer que Phil y Peter estén muertos… y Jalil… hemos perdido a nuestro prisionero.

– Desertor -corregí.

Me miró con irritación pero no dijo nada.

Se me ocurrió que había cien maneras más fáciles de entrar en el país. Pero aquel individuo -Asad Jalil- había elegido la más retorcida que podía imaginar. Era un tipo perverso. Y estaba suelto en Estados Unidos. Un león en las calles. No quería ni pensar en lo que haría para coronar su actuación.

Por lo visto, Kate estaba pensando algo parecido.

– En nuestras propias narices. Ha matado a trescientas personas antes incluso de aterrizar.

Salimos del compartimento de primera clase y pasamos al espacio despejado próximo a la escalera de caracol.

– A propósito, ¿qué es el caso Saudí? -pregunté al policía de la Autoridad Portuaria a quien había pedido que vigilase la escalera.

El hombre nos lo explicó, y añadió:

– Esto es diferente. Esto es algo nuevo.

Kate y yo nos alejamos del policía.

– ¿Y qué hay del caso Drácula? -le pregunté.

– ¿Qué quieres decir?

– Ya sabes, el conde Drácula está en un ataúd a bordo de un barco que se dirige desde Transilvania a Inglaterra. Su cómplice abre el ataúd, y Drácula sale y chupa la sangre de todos los hombres que hay a bordo. El barco llega solo, como por arte de magia, con todos los tripulantes y pasajeros muertos, y Drácula se introduce en la pacífica campiña inglesa para cometer más espantosos horrores. -Si yo hubiera sido un buen católico, me habría santiguado en el acto.

Kate se me quedó mirando, preguntándose, supongo, si estaba chiflado u horrorizado. Definitivamente estoy chiflado, y reconozco que también un poco horrorizado. Quiero decir que creía haberlo visto todo, pero pocas personas hay en la tierra que hayan visto nada parecido a aquello, excepto tal vez en la guerra. En realidad, aquello era la guerra.

Miré en el interior de la amplia cabina de clase turista y vi que los enfermeros ya habían subido a bordo. Estaban recorriendo los pasillos, emitiendo declaraciones de fallecimiento y etiquetando pulcramente cada cuerpo con el número de asiento y de pasillo. Más tarde, cada cuerpo sería introducido en un saco.

Me detuve junto a la puerta lateral de estribor y aspiré una bocanada de aire fresco. Tenía la sensación de que estábamos pasando algo por alto, algo de gran importancia.

– ¿Deberíamos volver a inspeccionar la cúpula? -pregunté a Kate.

– Yo creo que la hemos revisado suficientemente -respondió, después de reflexionar unos instantes-. Despensa, lavabo, cabina de mando, armario, cabina de pasaje, compartimentos de equipaje… Los forenses estarán encantados de que no hayamos contaminado demasiado la escena.

– Sí…

Había algo, sin embargo, que yo había olvidado, o quizá en lo que no había reparado… Pensé en las placas de los federales y en las carteras y pasaportes que Jalil no se había llevado, y, aunque se lo había explicado a Kate, y a mí mismo, estaba empezando a preguntarme por qué Jalil no había cogido todo aquello. Suponiendo que todo lo que hacía tenía una finalidad, ¿cuál era la finalidad de hacer lo contrario de lo que esperaríamos?

Me devanaba los sesos pero no sacaba nada en claro.

Kate estaba registrando una de las carteras de mano.

– Tampoco parece que falte nada aquí -dijo-, ni siquiera el dossier de Jalil, ni las hojas de claves, ni la nota de instrucciones enviada por Zach Weber…

– Un momento.

– ¿Qué ocurre?

Todo estaba empezando a encajar.

– Está tratando de hacernos creer que ha terminado con nosotros. Misión concluida. Quiere que pensemos que se ha dirigido al edificio de Salidas Internacionales y que yendo allí está limpio de sospecha. Quiere que creamos que ha salido en un vuelo a alguna parte, y no quiere llevar estas cosas encima por si lo someten a uno de los controles rutinarios.

– No te sigo. ¿Está o no intentando coger un vuelo al extranjero?

– Quiere que lo creamos, pero no es cierto.

– Muy bien…, o sea que se queda en el país. Probablemente ya ha salido del aeropuerto.

Yo estaba todavía tratando de asimilarlo.

– Si no se llevó las credenciales porque quería estar limpio, ¿por qué se llevó las pistolas? -dije-. No llevaría las pistolas a la terminal, y si huía del aeropuerto, habría un cómplice con una pistola para él. Así que… ¿por qué necesita dos pistolas dentro del aeropuerto…?

– Está dispuesto a abrirse paso a tiros -dijo Kate-. Ha conservado el chaleco antibalas. ¿Qué piensas?

– Estoy pensando… -De pronto pensé en el desertor de febrero, y una idea absolutamente increíble tomó forma en mi cabeza-. ¡Oh, mierda…!

Eché a correr en dirección a la escalera de caracol y pasé a toda velocidad por delante del tipo que yo había apostado allí, subí los peldaños de tres en tres e irrumpí en la cúpula, donde me abalancé rápidamente sobre Phil Hundry. Le agarré el brazo derecho, que, según advertí ahora, lo tenía pegado al cuerpo y con la mano encajada entre el muslo y el posabrazos central. Se lo levanté y le eché un vistazo a la mano. Faltaba el dedo pulgar, limpiamente seccionado por un instrumento afilado.

– ¡Maldita sea!

Cogí el brazo de Peter Gorman, lo separé del cuerpo y vi la misma mutilación.

Kate estaba ahora a mi lado, y le mostré el brazo y la mano sin vida de Gorman.

Durante medio segundo pareció horrorizada y confusa. Luego exclamó:

– ¡Oh, no!

Los dos bajamos por la escalera de caracol, cruzamos la puerta y, apartando a empujones a unas cuantas personas, descendimos por la escalera móvil. Encontramos el coche de la policía de la Autoridad Portuaria en que habíamos llegado, y yo salté al asiento del copiloto mientras Kate se instalaba en la parte posterior.

– Luces y sirena -le ordené a Simpson-. En marcha.

Saqué del bolsillo el teléfono móvil de Kate y llamé al Club Conquistador. Esperaba oír la voz de Nancy Tate, pero no hubo respuesta.

– El Conquistador no contesta -dije a Kate.

– Oh, Dios…

Simpson se dirigió hacia la entrada del recinto de seguridad, serpenteando por entre una docena de vehículos aparcados, pero, cuando llegamos allí, varios policías de la Autoridad Portuaria nos hicieron parar y nos informaron de que la zona estaba sellada.

– Lo sé -respondí-. Yo fui quien dio la orden.

A los policías, eso les importaba un bledo.

Kate manejó adecuadamente la situación, mostrando sus credenciales del FBI, utilizando un poco de lógica, sutiles amenazas y algo de sentido común. El agente Simpson colaboró también. Yo mantuve la boca cerrada. Finalmente, los policías de la Autoridad Portuaria nos dejaron pasar.

– Bien, escuche -le dije rápidamente a Simpson-. Tenemos que ir al extremo oeste del aeropuerto, donde están todos aquellos edificios auxiliares. Por el camino más directo y rápido.

– Bueno, la carretera de circunvalación…

– No, directo y rápido. Pistas y carreteras de rodaje. De prisa.

El agente Simpson titubeó.

– No puedo ir por la pista sin llamar a la torre. Stavros se enfadará…

– Esto es una 10-13 -le informé, lo que significa «Policía en Apuros».

Simpson pisó el acelerador, como haría cualquier policía con una 10-13.

– ¿Qué es una 10-13? •-me preguntó Kate.

– Descanso para tomar café.

Una vez que hubimos sorteado un grupo de vehículos, me dirigí a Simpson:

– Ahora haga como si fuese un avión disponiéndose a despegar. Adelante.

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