Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Sus hermanas, Adara, de nueve años, y Lina, de once, compartían una cama doble. Adara era una niña alegre por la que Jalil sentía una predilección especial, y se comportaba con ella más como un padre que como un hermano mayor. Lina era seria y estudiosa, una delicia para sus maestros.

Jalil no podía resolverse a dirigir sobre la cama la luz de la linterna, ni siquiera a mirarla. Permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, luego los abrió y proyectó el haz luminoso sobre la amplia cama. Dejó escapar una exclamación entrecortada. La cama estaba volcada y parecía como si la habitación entera hubiera sido sacudida por un gigante. Jalil vio entonces que la pared trasera exterior se había desplomado hacia adentro, y percibió un potente y acre olor a explosivos. Comprendió que la bomba había detonado no lejos de allí, y la onda expansiva había derrumbado la pared y había llenado la habitación de fuego y humo. Todo estaba carbonizado, zarandeado y reducido a fragmentos irreconocibles.

Pasó sobre los escombros amontonados junto a la puerta, dio unos pasos y se detuvo, petrificado, con una pierna delante de la otra. En el extremo del haz luminoso de la linterna había una cabeza cortada, de rostro carbonizado y ennegrecido y el pelo casi completamente quemado. Jalil no podía distinguir si era Lina o Adara.

Dio media vuelta y echó a correr hacia la puerta, tropezó, cayó, trepó a cuatro patas sobre los escombros y sintió que su mano tocaba un cuerpo inerte.

Se encontró tendido en el pequeño patio, encogido sobre sí mismo, sin poder ni querer moverse.

A lo lejos oía sirenas, vehículos, gritos y, más cerca, lamentos de mujeres. Jalil comprendió que habría muchos funerales en los próximos días y sería preciso excavar muchas tumbas, rezar muchas oraciones y consolar a muchos supervivientes.

Permaneció allí tendido, paralizado de dolor por la pérdida de sus dos hermanos y sus dos hermanas. Finalmente, trató de incorporarse pero sólo consiguió arrastrarse hacia la habitación de su madre. Observó que la puerta había desaparecido sin dejar rastro.

Se puso en pie y entró en la habitación. El suelo estaba relativamente limpio de escombros, y vio que el techo había resistido, aunque todo lo que había en la habitación, incluida la cama, parecía que hubiera sido arrastrado hacia la pared del fondo. Jalil vio que las cortinas y los postigos habían sido arrancados de las estrechas ventanas y comprendió que la onda expansiva había penetrado por aquellas ventanas y había llenado la estancia con una violenta explosión.

Corrió a la cama de su madre, que había sido arrojada contra la pared, y la vio allí tendida, despojada de su manta y su almohada y con el camisón y las sábanas cubiertas de polvo gris.

Al principio pensó que estaba dormida o que la violencia del choque contra la pared la había dejado inconsciente. Pero luego reparó en la sangre que tenía alrededor de la boca y en la que le había salido de los oídos. Recordó cómo a él casi le habían estallado los oídos y los pulmones a consecuencia de las explosiones y supo lo que le había sucedido a su madre.

La sacudió.

– ¡Madre! ¡Madre! -Continuó sacudiéndola-. ¡Madre!

Faridah Jalil abrió los ojos y trató de fijar la vista en su hijo mayor. Empezó a hablar pero tosió y escupió una espuma sanguinolenta.

– ¡Madre! ¡Soy Asad!

Ella movió levemente la cabeza.

– Madre, voy a buscar ayuda…

Ella le agarró el brazo con sorprendente fuerza y sacudió la cabeza. Le estiró del brazo, y Asad comprendió que quería que se acercase.

Asad Jalil se inclinó sobre ella de tal modo que su rostro quedó a unos centímetros del de su madre.

Ésta intentó hablar de nuevo pero volvió a escupir sangre, cuyo olor llegó ahora hasta Jalil.

– Te pondrás bien, madre. Voy a buscar a un médico.

– ¡No! -replicó ella.

Le sorprendió oír su voz, que no se parecía en nada a la voz de su madre. Le preocupaba la posibilidad de que tuviese lesiones internas que le produjeran hemorragias. Pensó que tal vez pudiera salvarla si la llevaba al hospital del distrito. Pero ella no le dejaba irse. Sabía que se estaba muriendo y quería tenerlo a su lado cuando exhalase su último aliento.

La mujer le susurró al oído:

– ¿Qadir… Esam… Lina… Adara…?

– Sí… Están bien. Están… Estarán… -Asad se encontró sollozando tan intensamente que no pudo continuar.

– Mis pobres hijos… mi pobre familia… -susurró Faridah.

Asad lanzó un largo gemido y luego clamó:

– Alá, ¿por qué nos has abandonado?

Lloró sobre el pecho de su madre, sintió bajo su mejilla los latidos de su corazón y oyó su susurro:

– Mi pobre familia…

Luego, su corazón se detuvo, y Asad Jalil permaneció muy quieto, aguzando el oído, esperando que su pecho se elevara y descendiera de nuevo. Esperó.

Continuó largo tiempo apoyado sobre sus pechos, luego se levantó y salió de la habitación. Vagó en estado de trance por entre los escombros de su hogar, y se encontró fuera, delante de la casa. Quedó allí contemplando la escena de caos que lo rodeaba. Cerca, alguien gritó:

– ¡Toda la familia Atiyeh está muerta!

Los hombres maldecían, las mujeres lloraban, los niños gritaban, llegaban ambulancias, las camillas se llevaban heridos, pasó un camión lleno de cadáveres envueltos en sudarios blancos.

Oyó a un hombre decir que la cercana casa del Gran Líder había sido alcanzada por una bomba. El Gran Líder se había salvado pero habían muerto varios miembros de su familia.

Asad Jalil permanecía de pie y escuchaba todo cuanto se decía a su alrededor. Percibía algo de lo que estaba sucediendo pero todo parecía muy lejano.

Empezó a andar sin rumbo y a punto estuvo de ser atropellado por un coche de bomberos que pasó a toda velocidad. Continuó andando y se encontró cerca del almacén de municiones en cuya azotea yacía muerta Bahira. Se preguntó si su familia habría sobrevivido. En cualquier caso, quien la buscase lo haría entre los escombros de la zona de viviendas. Pasarían días o semanas antes de que fuese encontrada en la azotea, y para entonces el cuerpo estaría… Se daría por supuesto que había muerto por efecto de la onda expansiva.

Asad Jalil advirtió con asombro que, a pesar de su dolor, todavía pensaba con claridad respecto a ciertas cosas.

Se alejó rápidamente del almacén de municiones. No quería tener ninguna relación más con aquel lugar.

Caminó a solas con su pensamiento, solo en el mundo. Todos mis familiares son mártires del islam -se dijo-. Yo he sucumbido a una tentación fuera de la Sharia, y debido a ello no estaba en mi cama y me he salvado de la suerte que ha corrido mi familia. Pero Bahira sucumbió a la misma tentación y ha sufrido una suerte distinta. Trató de extraer algún sentido de todo aquello y pidió a Alá que le ayudase a comprender el significado de aquella noche.

El ghabli silbaba a través del campamento, levantando polvo y arena. La noche era más fría ahora y la luna se había puesto, dejando el oscurecido campamento sumido en tinieblas. Nunca se había sentido tan solo, tan asustado, tan desvalido.

– Alá, te lo ruego, hazme entender…

Se prosternó en la negra carretera, mirando hacia La Meca. Oró, pidió una señal, pidió orientación, trató de pensar con claridad.

No tenía la, menor duda de quién era el que había arrojado sobre ellos toda aquella destrucción. Circulaban desde hacía meses rumores de que el loco, Reagan, los iba a atacar, y ya había sucedido. Acudió a su mente la imagen de su madre hablándole. «Mi pobre familia debe ser vengada.» Sí, eso era lo que había dicho, o lo que iba a decir.

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