– Ha asumido el mando directo de los equipos de supervisión y vigilancia y no tiene tiempo para reuniones.
Uno nunca sabe qué se proponen realmente los jefes, o qué clase de intrigas de palacio se están desarrollando, y es mejor no ocuparse de ello. Bostecé para indicar que acababa de perder interés tanto por mi pregunta como por la respuesta de Koenig.
– Bien, cuénteme qué ha sucedido. Desde el principio -dijo Koenig, volviéndose hacia Kate.
Kate parecía preparada para la pregunta y fue exponiendo los acontecimientos del día, cronológicamente, objetiva y rápidamente pero sin prisas.
Koenig escuchaba sin interrumpir. Roberts tomaba notas. En algún lugar giraba una cinta magnetofónica.
Kate mencionó mi insistencia en ir hasta el avión y el hecho de que ni ella ni Foster lo consideraban necesario.
El rostro de Koenig se mantuvo impasible, sin mostrar aprobación ni desaprobación durante todo el relato. No levantó una ceja, no frunció el ceño, no hizo ninguna mueca, no movió afirmativa ni negativamente la cabeza y, por supuesto, no sonrió ni un instante. Era un experto en el arte de escuchar, y nada en su porte o su actitud alentaba o desalentaba a su testigo.
Kate llegó a la parte en que yo regresé a la cúpula del 747 y descubrí que a Hundry y a Gorman les faltaban los pulgares. Hizo una pausa para ordenar sus ideas. Koenig me miró y, aunque no dio ninguna muestra de aprobación, comprendí que yo iba a continuar en el caso.
Kate prosiguió con la secuencia de acontecimientos, exponiendo solamente los hechos y dejando las especulaciones y teorías para más adelante, si Koenig las pedía y en el momento en que las pidiese. Kate Mayfield tenía una memoria extraordinaria para los detalles y una asombrosa capacidad para abstenerse de adornar los hechos o presentarlos sesgadamente. Quiero decir que en situaciones similares, cuando un jefe me llamaba a capítulo, yo no trataba de adornar ni sesgar nada, salvo que estuviese protegiendo a un compañero, pero todo el mundo sabe que tengo mis fallos de memoria.
– George decidió quedarse en el lugar de los hechos -concluyó Kate-. Todos estuvimos de acuerdo y le pedimos al agente Simpson que nos trajese aquí.
Miré mi reloj. El relato de Kate había durando cuarenta minutos. Eran casi las ocho de la tarde, la hora en que habitual-mente mi cerebro necesita alcohol.
Jack Koenig se recostó en su sillón, y pude ver que estaba procesando los datos.
– Parece como si Jalil fuese uno o dos pasos por delante de nosotros -dijo.
– Eso es lo que hace falta en una carrera -repliqué-. El segundo es sólo el primero de los perdedores.
El señor Koenig me miró unos instantes y repitió:
– El segundo es sólo el primero de los perdedores. ¿Dónde aprendió eso?
– Creo que en la Biblia.
Koenig se volvió hacia Roberts.
– No anotes esto -dijo, y el señor Roberts dejó el lápiz.
A continuación se volvió de nuevo hacia mí.
– Tengo entendido que ha solicitado ser trasladado a la sección del IRA. \
Carraspeé y respondí:
– Bueno, sí lo solicité pero…
– ¿Tiene algún agravio personal contra el Ejército Republicano Irlandés?
– No realmente, yo…
Entonces intervino Kate.
– John y yo hemos hablado antes de esto, y ha retirado la solicitud.
No era eso exactamente lo que yo le había dicho pero sonaba mejor que mis racistas y sexistas observaciones acerca de los musulmanes. Miré a Kate, y nuestros ojos se encontraron.
– El pasado otoño revisé el caso de Plum Island.
No respondí.
– Leí el informe preparado por Ted Nash y George Foster, y el informe redactado por una tal detective Beth Penrose, de la División de Homicidios del condado de Suffolk. -Y añadió-: Parecía haber ciertas diferencias de opinión y de hechos entre el informe de la BAT y el de la policía del condado de Suffolk. La mayoría de las diferencias guardaban relación con el papel desempeñado por usted en el caso.
– Yo no tuve ningún papel oficial en el caso.
– Sin embargo, fue usted quien lo resolvió.
– Tenía mucho tiempo libre. Quizá es que necesito un hobby.
No sonrió.
– El informe de la detective Penrose quizá estaba influido por su relación con ella -dijo.
– Yo no mantenía ninguna relación con ella en aquel momento.
– Pero sí cuando ella redactó su informe final.
– Discúlpeme, señor Koenig. Ya he tratado esto con Asuntos Internos de la policía de Nueva York…
– Oh, ¿tienen gente que investiga asuntos internos?
Comprendí que aquello era un chiste, y reí entre dientes, con uno o dos segundos de retraso.
– Y también -continuó- puede que el informe de Ted y George estuviese influido por el hecho de que usted los había irritado.
Miré a Nash, que parecía totalmente distante, como de costumbre, como si Koenig estuviese hablando de otro Ted Nash.
– Me fascinó su capacidad para llegar al fondo de un caso muy complejo que se le había resistido a todo el mundo -continuó Koenig.
– Fue un trabajo corriente de detective -dije modestamente, esperando que el señor Koenig replicase: «No, amigo mío, fue una actuación brillante.»
Pero no dijo eso.
– Por eso contratamos detectives de la policía de Nueva York. Ponen sobre la mesa algo diferente.
– Donuts, por ejemplo -sugerí.
Pero no se inmutó.
– Ponen sobre la mesa un poco de sentido común, experiencia en el trato con el hampa y un conocimiento de la mente criminal que difiere ligeramente del que pueda tener un agente del FBI o de la CÍA. ¿Está de acuerdo?
– Totalmente.
– En la BAT es artículo de fe que el todo es mayor que la suma de las partes. Sinergia ¿Cierto?
– Cierto.
– Eso sólo es posible a través del mutuo respeto y de la cooperación.
– Es lo que yo estaba a punto de decir.
Me miró un momento y luego preguntó:
– ¿Quiere continuar en este caso?
– Sí -respondí inmediatamente.
Se inclinó hacia mí y me miró a los ojos.
– No quiero ver actitudes de arrogancia ni de suficiencia y quiero una lealtad absoluta por su parte, señor Corey, o juro por Dios que haré que le disequen la cabeza y me la pongan sobre la mesa. ¿De acuerdo?
Santo cielo. El tío hablaba como cualquiera de mis antiguos jefes. Debe de haber en mí algo que hace salir a la superficie los aspectos más desagradables de la gente. De cualquier modo, reflexioné sobre la modificación del contrato. ¿Podía yo ser un leal y cooperativo miembro de equipo? No, pero quería el puesto. Advertí que el señor Koenig no había pedido que prescindiera de mis sarcasmos o que embotara el filo de mi ingenio, y lo tomé como aprobación o indiferencia por su parte. Crucé los dedos.
– De acuerdo -respondí finalmente.
– Bien. -Alargó el brazo, y nos estrechamos la mano-. Continuará con nosotros.
Iba a decir: «No lo lamentará, señor», pero pensé que tal vez lo acabara lamentando, así que me limité a responder:
– Pondré todo mi empeño en ello.
Koenig cogió una carpeta que le tendía Roberts y empezó a hojearla. Observé unos instantes a Jack Koenig y decidí que no debía subestimarlo. No había llegado a aquel despacho porque el Tío Sam fuese hermano de su madre. Había llegado por las habituales razones de trabajo duro, largas horas, inteligencia, entrenamiento, fe en su misión, dotes de dirección y, probablemente, patriotismo. Pero mucha gente en el FBI tenía esas mismas cualidades.
Lo que distinguía a Jack Koenig de otros hombres y mujeres de talento era su disposición a aceptar la responsabilidad de catástrofes para cuya prevención habían sido contratados. Lo sucedido aquella tarde ya era bastante malo, pero en alguna parte allá fuera había un criminal -Asad Jalil y otros como él- que quería lanzar un ataque nuclear contra Manhattan, o envenenar el suministro de agua o aniquilar a la población mediante el empleo de microorganismos. Y Jack Koenig lo sabía, todos lo sabíamos. Pero Koenig estaba dispuesto a soportar esa carga y a asumir la responsabilidad final si llegaba el momento.
Читать дальше