Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Koenig nos miró a Ted, a Kate y a mí e hizo una seña con la cabeza a Roberts, que cogió su lápiz. La entrevista de trabajo a John Corey y el período de ajuste de actitudes había terminado y estaba a punto de comenzar la segunda parte del desastre del JFK.

– Me cuesta creer que el vuelo Uno-Siete-Cinco estuviese sin contacto por radio durante más de dos horas y ninguno de ustedes supiera nada -dijo Koenig, dirigiéndose a Kate.

– Nuestro único contacto con la compañía aérea estaba establecido a través de la empleada situada en la puerta, que sabía muy poco -respondió Kate-. Tendremos que reevaluar el procedimiento seguido.

– Es una buena idea. Y también deben ponerse en contacto directo con el control de Tráfico Aéreo y de Torre y con el centro de mando de la policía de la Autoridad Portuaria.

– Sí, señor.

– Si ese aparato hubiera sido secuestrado en vuelo, podría haberse plantado en Cuba o en Libia antes de que ustedes se enterasen.

– Sí, señor. -Y añadió-: Ted tuvo la previsión de anotar el nombre y el teléfono del supervisor de torre.

Koenig miró a Nash.

– Sí. Buena idea -dijo-. Pero debería haberlo llamado antes.

Nash no respondió. Tenía la impresión de que Nash no diría nada que el señor Roberts pudiese anotar en su bloc.

– Parece que nuestro desertor de febrero estaba realizando un ensayo para ver nuestra forma de actuar -continuó Koenig-. Creo que todos lo sospechamos cuando se fugó, y de ahí las precauciones adicionales para esta vez. Si al desertor de febrero se le hubieran vendado los ojos -añadió-, nunca habría visto el Club Conquistador, ni su emplazamiento ni… el modo de abrir la puerta. Así que quizá debamos empezar a vendar los ojos a todo el personal no autorizado, incluidos los supuestos desertores e informantes. Recordarán también que el desertor de febrero llegó un sábado y vio que los fines de semana había muy poca gente en el Club Conquistador.

Al parecer, la segunda parte consistía en una revisión de políticas y procedimientos, también llamada «Cierre de la jaula después de haberse escapado el león». El señor Koenig continuó un rato en este plan, dirigiéndose principalmente a Kate, que ocupaba el lugar de nuestro intrépido jefe, George Foster.

– Bien -dijo el señor Koenig-, la primera indicación de que las cosas no marchaban conforme a lo planeado fue cuando Ted llamó al supervisor de la torre de control, un tal señor Stavros.

Kate asintió con la cabeza.

– Fue entonces cuando John quiso ir al avión pero Ted, George y yo…

– Ya he anotado eso -dijo el señor Koenig.

A mí me apetecía oírlo de nuevo pero Koenig continuó y le formuló a Ted una pregunta directa e interesante.

– ¿Previo usted que surgieran problemas en esta misión?

– No -respondió Nash.

Yo no pensaba igual, pese a las historias de Ted sobre que la única verdad es la que se expresaba allí. Los tipos de la CÍA están tan metidos en el engaño, la impostura, el perjurio, la traición, la paranoia y la simulación que uno nunca sabía qué sabían, cuándo lo sabían, y qué estaban inventando. Eso no los convierte en mala gente, de hecho uno no puede por menos de admirar su coherencia. Quiero decir que un tío de la CÍA le mentiría a un cura en el confesionario. Pero, dejando aparte la admiración, no es fácil trabajar con ellos cuando no se es uno de ellos.

El caso es que Jack Koenig había formulado la pregunta y, por tanto, planteado la cuestión pero lo dejó pasar y se dirigió hacia mí.

– A propósito, aunque admiro su iniciativa, cuando subió usted a aquel coche de la Autoridad Portuaria y cruzó las pistas, mintió a sus superiores y quebrantó todas las reglas de actuación. Esta vez lo pasaré por alto, pero que no se repita.

– Si hubiéramos actuado unos quince minutos antes -dije-, quizá ahora Jalil estaría detenido bajo la acusación de asesinato. Si usted hubiera ordenado a Hundry y a Gorman que llamasen por sus móviles o por el teléfono del avión para informar, al no recibir noticias de ellos habríamos comprendido que había un problema. Si hubiéramos estado en contacto directo con Control de Tráfico Aéreo, se nos habría dicho que el avión llevaba horas sin establecer contacto por radio. Si usted no hubiera recibido con los brazos abiertos a aquel fulano de febrero, lo que ha sucedido hoy no habría sucedido. -Me puse en pie y anuncié-: Salvo que me necesite para algo importante, me voy a casa.

Siempre que yo saltaba con un desplante de éstos hacia mis jefes, alguien decía: «No dejes que la puerta te pegue en el culo al salir.» Sin embargo, el señor Koenig dijo suavemente:

– Le necesitamos para algo importante. Siéntese, por favor.

Bueno, pues me senté. Si hubiera estado en Homicidios Norte, aquél era el momento en que uno de los jefes abría un cajón de su mesa y hacía correr una botella de vodka para apaciguar los ánimos. Pero yo no esperaba que sucediera nada parecido allí, un lugar que tenía las paredes de los pasillos llenos de carteles admonitorios contra la bebida, el tabaco, el acoso sexual y los crímenes de pensamiento.

De todos modos, permanecimos unos momentos sentados en silencio, entregados, supongo, a la meditación zen, calmando nuestros nervios sin recurrir al perverso alcohol.

El señor Koenig continuó con su agenda.

– Usted llamó a George Foster por el móvil de Kate y le ordenó que diera la alarma -dijo, dirigiéndose a mí.

– Exacto.

Repasó la secuencia y el contenido de mis llamadas por el móvil a George Foster y prosiguió:

– De modo que volvió a la cúpula y vio que Phil y Peter tenían los pulgares cortados. Y comprendió lo que eso significaba.

– ¿Qué otra cosa podía significar?

– Cierto. Lo felicito por esa magnífica muestra de razonamiento deductivo… Quiero decir… volver y buscar… sus pulgares. -Me miró y preguntó-: ¿Cómo se le ocurrió eso, señor Corey?

– La verdad es que no lo sé. A veces, las ideas me surgen de pronto en la cabeza.

– ¿De veras? ¿Suele usted actuar sobre la base de ideas que le surgen de pronto en la cabeza?

– Bueno, si son lo bastante fantásticas. Ya sabe, como la de los pulgares cortados. Hay que tenerlas en cuenta.

– Entiendo. Y llamó usted al Club Conquistador, y Nancy Tate no contestaba.

– Creo que ya hemos hablado de eso -dije.

Koenig hizo caso omiso de mi observación y continuó:

– De hecho, entonces ya estaba muerta.

– Sí, por eso no contestaba.

– Y Nick Monti también estaba muerto entonces.

– Probablemente se estaba muriendo. Con las heridas del pecho se tarda algún tiempo.

– ¿Dónde lo hirieron a usted? -me preguntó.

– En el cruce de la Cien Oeste y la calle Dos.

– Me refiero a dónde.

Sabía a lo que se refería pero no me gusta hablar de anatomía cuando hay mujeres delante.

– No sufrí graves daños en el cerebro.

Pareció dudar, pero dejó el tema y se dirigió a Ted:

– ¿Tiene usted algo que añadir?

– No.

– ¿Cree que John y Kate desperdiciaron alguna oportunidad?

– Creo que todos hemos subestimado a Asad Jalil -respondió finalmente, después de considerar la envenenada pregunta durante unos instantes.

Koenig asintió.

– Yo también lo creo. Pero no lo volveremos a hacer.

– Debemos dejar de considerar idiotas a estos sujetos -añadió Nash-, o nos crearemos muchos problemas.

Koenig no respondió.

– Si se me permite decirlo -continuó Nash-, en el FBI y en la Unidad de Inteligencia de la policía de Nueva York existe un problema de actitud con respecto a los extremistas islámicos. Parte de este problema deriva de actitudes raciales. Los árabes y otros grupos étnicos del mundo islámico no son estúpidos ni cobardes. Tal vez no nos impresionen sus ejércitos ni sus fuerzas aéreas pero las organizaciones terroristas de Oriente Medio han asestado varios golpes importantes, tanto en Israel como en Estados Unidos. Yo he trabajado con el Mossad, y allí sienten mucho más respeto que nosotros hacia los terroristas islámicos. Puede que esos terroristas no sean de primera fila pero incluso los chapuceros pueden acertar de vez en cuando. Y a veces se encuentra uno con un Asad Jalil.

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