Nelson Demille - El juego del León

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Desde un puesto especial de observación en el aeropuerto JFK de Nueva York, miembros de la Brigada Antiterrorista esperan la llegada de un pasajero desde París: Asad Khalil, un terrorista libio conocido como «El León» que va a pasarse a Occidente. Todo se está desarrollando conforme a lo previsto; el avión con sus centenares de pasajeros, incluido Khalil y sus escoltas del FBI, llega puntual a su destino. Sin embargo, pronto queda claro que algo marcha mal, terriblemente mal, y que lo ocurrido en este vuelo es sólo un preludio del terror que se sucederá a continuación…
John Corey, que sobrevivió a tres heridas de bala mientras fue miembro de la policía neoyorquina, sabe que ha agotado su cupo de buena suerte. No obstante, se alista como agente contratado al servicio de la Brigada Antiterrorista del gobierno federal y es asignado a la peligrosa sección de Oriente Medio. Kate Mayfield, su compañera en esta misión, tiene mayor graduación que John y menos edad, lo que constituye una combinación desastrosa para ambos. Aun así, ella consigue mantenerse firme frente al estilo temerario de John. Ahora, Corey y Mayfield deberán unir sus fuerzas y enfrentarse a un ser sin escrúpulos, un asesino cuya maldad no tiene límites.

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Huelga decir que a King Jack no le agradó la disertación pero apreció su mensaje. Y eso lo hacía más inteligente que la mayoría de los jefes. Yo también estaba oyendo lo que Nash decía, y también Kate. La CÍA, pese a mi desfavorable actitud hacia su representante, tenía muchos puntos fuertes. Se suponía que uno de ellos correspondía al área de valoración del enemigo, pero tendían a sobrestimarlo, lo cual resultaba beneficioso para el presupuesto de la CÍA. Quiero decir que el primer indicio que tuvieron del derrumbamiento de la Unión Soviética fue por los periódicos.

Por otra parte, había algo de verdad en las palabras de Nash. Nunca es buena idea considerar que los que no se parecen a ti y hablan y se comportan de manera diferente son unos merluzos. En especial cuando quieren matarte.

– Yo creo -dijo Jack Koenig a Nash- que las actitudes de todos están cambiando, pero coincido con usted en que aún tenemos algunos problemas en ese ámbito. En lo sucesivo mejorará la percepción que tengamos de nuestros adversarios.

– Una vez formulada su reflexión filosófica, el señor Nash volvió al caso que nos ocupaba-: Yo creo, como antes le ha dicho Kate, que Jalil ha salido del país. Jalil se dirige ahora a un país de Oriente Medio en un avión de Oriente Medio. Finalmente, acabará en Libia, donde presentará su informe y se le tributarán honores. Puede que no volvamos a verlo nunca, o puede que veamos su sello en alguna operación dentro de un año. Entretanto, es mejor manejar este asunto a través de la diplomacia internacional y por medio de agencias de inteligencia internacionales.

Koenig se quedó unos momentos mirando a Nash, y tuve la impresión de que no se tenían simpatía.

– Pero no le importa que sigamos las pistas existentes aquí, ¿verdad?

– Por supuesto que no.

Vaya, vaya. Los colmillos se habían asomado por un instante.

Creía que éramos un equipo.

– Dado que tiene usted un conocimiento de primera mano de este caso, ¿por qué no solicita que se le adscriba de nuevo a su agencia? -le sugirió Koenig a Nash-. Resultaría de gran valor para ellos en este caso. Quizá un destino en el extranjero.

Nash captó la intención.

– Si considera que puede prescindir de mí aquí, me gustaría ir a Langley esta noche o mañana y discutirlo con ellos -replicó-. A mí me parece buena idea.

– A mí también -dijo Koenig.

Daba la impresión de que Ted Nash iba a desaparecer de mi vida, lo cual me alegraba. Por otra parte, tal vez acabara echando de menos al viejo Ted. O tal vez no. Los tipos como Nash que desaparecen acostumbran reaparecer cuando uno menos lo espera o lo desea.

El cortés pero acre intercambio de palabras entre Ted Nash y Jack Koenig parecía haber terminado.

Encendí un cigarro mentalmente, tomé un sorbo de whisky y me conté un chiste verde mientras Kate y Jack charlaban. ¿Cómo funcionan estos tíos sin alcohol? ¿Cómo pueden hablar sin soltar tacos? Pero Koenig dejaba escapar de vez en cuando alguna que otra obscenidad. Aún había esperanza para él. De hecho, Jack Koenig podría haber sido un buen policía, lo cual viene a ser el máximo elogio que puedo formular.

Sonaron unos golpecitos en la puerta, ésta se abrió y un joven se asomó.

– Señor Koenig. Hay una llamada para usted que tal vez quiera contestar aquí.

Koenig se puso en pie, se excusó y fue hasta la puerta. Observé que la estancia contigua, que a nuestra llegada estaba desierta y a oscuras, se hallaba ahora completamente iluminada, y vi hombres y mujeres sentados a sus mesas o moviéndose por la sala. Una comisaría de policía nunca está a oscuras, silenciosa ni desierta, pero los federales procuran mantener un horario laboral normal, confiando en unos cuantos agentes de guardia y en el recurso a los buscas para reunir el grueso de las fuerzas llegado el caso.

La cuestión es que Jack desapareció, y yo me volví hacia Hal Roberts y sugerí:

– ¿Por qué no nos trae un café?

Al señor Roberts no le gustaba que lo mandaran a por café pero Kate y Ted secundaron mi sugerencia, y Roberts se levantó y salió.

Miré a Kate un momento. Pese a los acontecimientos del día parecía tan despejada y alerta como si fuesen las nueve de la mañana en lugar de las nueve de la noche. Yo, por mi parte, no podía casi con mi alma. Soy unos diez años mayor que ella y no me he recuperado del todo de la experiencia que me llevó al borde de la muerte, de modo que eso podría explicar la diferencia entre nuestros niveles de energía. Pero no explicaba por qué ella conservaba tan pulcro el pelo y la ropa y por qué olía tan bien. Yo me sentía, y probablemente lo parecía, ajado y desaseado y necesitaba una ducha con urgencia.

Nash presentaba un aspecto fresco y despierto pero ése es el aspecto que siempre tienen los maniquíes. Además, no había hecho ningún esfuerzo físico. No había atravesado a toda velocidad el aeropuerto ni había subido a un avión lleno de cadáveres.

Pero, volviendo a Cate, tenía las piernas cruzadas, y por primera vez me fijé en lo bonitas que eran. Bueno, tal vez ya me había fijado en ello hacía cosa de un mes, en el primer nanosegundo siguiente a nuestro encuentro, pero estoy tratando de moderar mi lascivia de policía neoyorquino. No he intentado ligar con ninguna mujer soltera -ni casada- en la BAT. De hecho, me estaba labrando una reputación de hombre que o estaba entregado de lleno a su trabajo, o le tenía sorbido el seso alguna amiguita, o era marica, o tenía una libido débil, o quizá una de aquellas balas le había alcanzado por debajo del cinturón.

En cualquier caso, todo un mundo se abría ahora ante mí. Las mujeres de la oficina me hablaban de sus novios y maridos, me preguntaban si me gustaban sus peinados y me trataban generalmente de forma por completo neutral en lo que se refiere al género. Las chicas no me han pedido aún que vaya de compras con ellas ni han compartido recetas de cocina conmigo, pero es posible que me inviten a bañar al bebé. El viejo John Corey está muerto, enterrado bajo una tonelada de informes políticamente correctos de Washington. John Corey, Departamento de Homicidios de la policía de Nueva York, es historia. Ha nacido el agente especial John Corey, de la BAT. Me siento limpio, bautizado en las sagradas aguas del Potomac, renacido y aceptado en las filas de las puras y angelicales huestes con las que trabajo.

Pero, volviendo a Kate, la falda se le había subido por encima de las rodillas, y yo me veía obsequiado con aquel increíble muslo izquierdo. Me di cuenta de que me estaba mirando, y con un esfuerzo aparté los ojos de sus piernas y la miré a la cara. Tenía los labios más carnosos de lo que había creído, gruesos y expresivos. Aquellos ojos azules y helados se hundían profundamente en mi alma.

– Sí que parece que necesitas un café -me dijo.

Me aclaré la garganta y la mente y respondí:

– Lo que realmente necesito es un trago.

– Luego te invito a uno.

– Generalmente estoy en la cama para las diez -repliqué, después de mirar mi reloj.

Sonrió pero no respondió. El corazón me latía violentamente.

Mientras tanto, Nash estaba siendo Nash, totalmente desconectado, tan inescrutable como un monje tibetano hipnotizado. Se me ocurrió que quizá el tío no era retraído. Quizá era estúpido. Quizá tenía el cociente intelectual de una tostadora, pero era lo bastante listo para disimularlo.

El señor Roberts regresó con una bandeja sobre la que reposaban una jarra y cuatro tazas. La dejó en la mesa sin decir nada y ni siquiera se ofreció a servir. Yo cogí la jarra y serví tres tazas de café caliente. Kate, Ted y yo cogimos una taza cada uno y tomamos un sorbo.

Nos levantamos y fuimos a las ventanas, sumido cada uno en nuestros pensamientos mientras contemplábamos la ciudad.

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