Qiu Xiaolong - El Caso Mao

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Cuando aún no se ha repuesto de la noticia de que su antigua novia, Ling, se ha casado, el inspector jefe Chen Cao recibe la llamada de un ministro que le insta a encargarse, sin demora y personalmente, de una delicada investigación relacionada con el presidente Mao. Las autoridades temen que Jiao, la nieta de una actriz que mantuvo una «relación especial» con Mao y fue perseguida durante la Revolución Cultural, haya heredado algún documento que, de salir a la luz, empañe la figura de Mao, «intocable» aun décadas después de su fallecimiento. Jiao acaba de dejar un empleo mal pagado como recepcionista, se ha mudado a una lujosa vivienda y se ha integrado en un nuevo círculo de amistades que sólo anhela revivir nostálgicamente las costumbres y modas de la dorada Shanghai precomunista. Chen deberá infiltrase en el círculo, recuperar el comprometedor material -si existe- y evitar el escándalo, en un caso trepidante en el que se entrecruzan la fuerza de los mitos, la corrupción de la élite política y la historia reciente de China.

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Chen oyó que Jiao salía apresuradamente y decía: «¿Por qué querías que volviera tan deprisa?».

– ¡Qué comida tan estupenda! -exclamó el hombre con una risita-. El tocino es bueno para el cerebro. He tenido que lidiar muchas batallas. Un emperador también ha de comer.

Los dos se encontraron en la cocina. Chen no había prestado demasiada atención a los platos que había sobre la mesa. El tocino, que Peiqin había mencionado como uno de los platos favoritos de Jiao, resultó ser el plato favorito del hombre misterioso, por una razón inusitada.

– Es picante, es revolucionario -dijo el hombre, dando golpes con los palillos en un cuenco-. Tendrías que acostumbrarte a comer pimienta.

Jiao respondió algo ininteligible.

– Después de disfrutar del agua del río Yangzi -continuó diciendo el hombre, muy animado-, ahora estoy saboreando el pescado de Wuchang.

Chen finalmente reconoció el acento del hombre misterioso. Era un acento de Hunan, posiblemente falso, ya que el hombre hablaba lentamente, casi con parsimonia. Pero lo que dijo también desconcertó a Chen por otra razón. Parecía una paráfrasis de los dos versos que Mao escribió después de nadar en el río Yangzi:

Acabo de probar el agua del río Yangzi,

y ahora estoy disfrutando del pescado de Wuchang.

El poema aludía al ambicioso rey de Wu durante el periodo de los Tres Reinos. El rey había querido trasladar la capital de Nankín a Wuchang, pero sus súbditos se mostraban reacios, aduciendo que preferirían beber el agua del río Yangzi antes que comer el pescado de Wuchang. Mao escribió a toda prisa el poema, en el que salía muy bien parado al compararse con el emperador Wu porque él podía disfrutar tanto del agua como del pescado.

Era posible que sobre la mesa de la cocina hubiera pescado, posiblemente de Wuchang.

– No, del agua del río Huangpu -respondió Jiao con sorna.

Chen entreabrió la puerta del vestidor, intentando echar un vistazo. Desde donde se encontraba, sin embargo, no alcanzaba a verlos, por lo que tuvo que reprimir la tentación de acercarse a la cocina.

Jiao y su acompañante siguieron comiendo en silencio.

Entonces Chen vio una grabadora en miniatura sobre una mesa rinconera, y recordó que él también llevaba una en su maletín. La sacó y rebobinó la cinta hasta el principio.

– Deja los platos -le dijo el hombre a Jiao-. Vamos a la cama.

Los dos entraban ya en el dormitorio. Los pasos del hombre sonaban más pesados que los de Jiao.

– ¿Aún no has colgado el pergamino que te compré? -preguntó él.

– No, aún no.

– Te escribí el poema hace años, y ahora por fin lo he recuperado. Pagué un precio muy alto por él.

Chen no entendía nada. El hombre parecía referirse al pergamino guardado en el vestidor, que tenía un precio exorbitante. Pero Mao había compuesto el poema para Shang. ¿Por qué afirmaba este hombre haberlo escrito para Jiao?

¿Y cuál era la relación que los unía? Obviamente, él la mantenía. A juzgar por la respuesta de Jiao, a ésta no le entusiasmaba el pergamino. Al menos, no lo bastante para colgarlo de inmediato. Tras rebobinar la cinta, Chen apretó la tecla para empezar a grabar. En el vestidor hacía ahora un calor sofocante. El inspector jefe permaneció inmóvil, temeroso de que el hombre pudiera obligar a Jiao a colgar entonces el pergamino.

En lugar de presionarla, el hombre comenzó a bostezar y se echó sobre la cama, que crujió bajo su peso. Jiao se descalzó y sus zapatos de tacón cayeron al suelo, uno tras otro.

No era muy tarde aún, pero tanto Jiao como el hombre sonaban cansados. Con un poco de suerte, no tardarían demasiado en dejar de hablar y se dormirían. Entonces él podría salir.

– Hay algo que te preocupa -dijo Jiao-. Cuéntamelo.

– Bueno, he superado tantos obstáculos, barriendo a todos mis enemigos como si enrollara una esterilla… ¿Por qué iba a estar preocupado? Olvidémonos de nuestras preocupaciones y dejémonos llevar por las nubes y por la lluvia.

– No, es inútil. Y es demasiado temprano.

– Una flor de ciruelo siempre puede florecer por segunda vez.

La conversación en el dormitorio le pareció a Chen inexplicablemente forzada. La metáfora de «enrollar una esterilla» le recordaba otro verso de Mao, aunque Chen no estaba del todo seguro. Pero sabía que, en la literatura erótica, una flor de ciruelo que florece por segunda vez sólo podía referirse a un segundo orgasmo durante el acto sexual.

Jiao y el hombre hablaban en voz cada vez más baja, sólo ellos podían entender lo que decían. Chen apenas conseguía oír lo que se susurraban, salvo alguna exclamación entre gemidos y gruñidos.

– Eres muy grande, presidente, grande en todo -dijo Jiao sin aliento.

Las palabras de la muchacha dejaron atónito a Chen. Jiao llamaba a su compañero de cama «presidente». En la China contemporánea, el término «presidente» no estaba reservado exclusivamente para Mao, pero era más común referirse a los «bolsillos llenos» como «gerentes» o «directores». Chen entendió la frase porque la había leído en el expediente de Shang. Después de su primera noche junto a Mao, la actriz dijo: «El presidente Mao es grande, en todos los sentidos». Podía significar muchas cosas, pero, en ese contexto, sólo significaba una.

¿Acaso Jiao imitaba a Shang?

Los gemidos se fueron intensificando, hasta alcanzar un punto culminante. Chen nunca hubiera imaginado que algún día durante una investigación acabaría espiando como un mirón desde un vestidor, o, para ser exactos, escuchando a escondidas desde un vestidor. Los sonidos no cesaban, oleada tras oleada, pero no le quedaba más remedio que oírlos.

Si lo intentaba ahora, quizá podría salir del dormitorio sin ser visto. Los amantes, entregados al éxtasis sexual, no prestarían atención, y la única luz del dormitorio procedía de una lamparita que parpadeaba débilmente en la oscuridad.

Chen, sin embargo, no se movió. Tal vez la pareja no tardara en dormirse, y sería menos arriesgado escabullirse entonces. Además, lo intrigaba la conversación que mantenían, entre gemidos y crujidos del colchón de madera.

– «Oh, oh, en la creciente oscuridad se alza un pino…» -cantó de repente el hombre con un sonoro falsete- «… recio, erecto…»

Chen no sabía ya qué pensar. Durante la cena, el comentario del hombre sobre el pescado podría haber sido un chiste más o menos ingenioso. En plena pasión sexual, no obstante, citaba de nuevo a Mao, lo que resultaba sumamente extraño…

Chen por fin cayó en la cuenta de que la voz con acento de Hunan imitaba a Mao.

¿Acaso aquel hombre interpretaba un papel, el papel de Mao?

Desde el momento en que entró en el piso, el hombre había hablado y actuado como Mao, de ahí sus comentarios en la mesa sobre lo beneficioso que era el tocino para el cerebro, o sobre el carácter revolucionario de la pimienta. Eran detalles extraídos de las biografías de Mao. Por no mencionar todas las citas del propio Mao, además del poema que le había escrito a su esposa, «Sobre la fotografía de la cueva encantada en las montañas Lu». El falso Mao debía de conocer la interpretación erótica del poema, y lo citaba en el mismo contexto.

El inspector jefe había leído algún libro acerca de las fantasías sexuales, pero lo que Jiao y su amante estaban interpretando en el dormitorio iba mucho más allá de cualquier fantasía. Era una interpretación minuciosa, pervertida, absurda.

De pronto, algo pareció ir mal en la cama.

Es una cueva encantada, nacida de la naturaleza.

Inefable, inefable…

«Mao» no acabó de recitar el último verso. ¿Había olvidado las palabras que faltaban durante su ascenso a las cumbres del éxtasis sexual?

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