El presidente del tribunal le preguntó si podía afirmarlo con certeza y ella dijo qué no, no estaba segura. «Me parece la voz de aquél», repitió mientras se retorcía las manos tratando de expulsar los fantasmas.
Las otras no supieron decir nada sobre la voz, sobre el rostro, sobre el aspecto del agresor.
Aquél, fuera quien fuese, siempre se había cuidado muy bien de no dejarse ver la cara.
En resumen, la acusación por todos los episodios, salvo el último, se basaba prácticamente en la coincidencia del modus operandi.
El fiscal, en la tentativa de colmar la falta de pruebas específicas, había solicitado un examen conjunto a un criminólogo y a un psiquiatra. A ambos se les hicieron dos preguntas. La primera se refería a la eventual incapacidad de comprensión y de volición del acusado Francesco. La segunda era sobre la compatibilidad del tipo psicológico del acusado con la comisión de violaciones en serie.
Los dos profesionales concluyeron así su largo informe:
«El investigado tiene un cociente intelectual notablemente superior a la media (135/140). Con picos elevadísimos en el ámbito de la inteligencia espacial; tendencias maníacodepresivas; trastorno de personalidad antisocial con rasgos de trastorno narcisista. Propensión al uso sistemático de la mentira y del engaño; fuerte tendencia a la manipulación relacional. Para el DSM III (Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales) los individuos con trastorno antisocial de personalidad no consiguen adaptarse a las normas sociales siguiendo un comportamiento normal. Pueden repetir actos pasibles de arresto y sistemáticamente no respetan los deseos, los derechos o los sentimientos de los demás. Frecuentemente son manipuladores para sacar provecho o placer personal. Pueden mentir, usar falsas identidades, simular, estafar, hacer trampas en el juego repetidas veces. El trastorno antisocial, también llamado sociopatía o psicopatía, no implica por norma la falta y ni siquiera la reducción de la capacidad de comprender y de querer [en el sentido de volición]. En especial, en el caso del investigado, es un sujeto afectado de trastorno de personalidad, pero seguramente capaz de entender y de expresar su voluntad.
»El cuadro psicológico aquí delineado es característico de los autores de delitos en serie que conlleven el uso de la violencia o del engaño en la esfera patrimonial y sexual. Las situaciones más graves son las que llevan a cometer homicidios seriales.»
En la sentencia, los jueces escribieron que este informe no bastaba. Tenían razón, naturalmente. Una cosa es decir que alguien corresponde al tipo del violador en serie; otra es decir que ha cometido una serie de violaciones específicas si faltan las pruebas y la acusación se basa sólo en conjeturas. Razonables, aceptables, pero siempre conjeturas. Con las conjeturas, aun con las muy razonables, no se adelanta mucho en los procesos.
De modo que Francesco fue condenado sólo por la tentativa de violación contra A.C.
Yo debí declarar como testigo. La noche anterior no dormí, y cuando el oficial de justicia me llamó, tuve náuseas.
Entré en la sala y recorrí el espacio entre la entrada y el banco de los testigos mirando al suelo. Contesté a las preguntas del fiscal, del abogado, de los jueces, mirando siempre un punto delante de mí, en la pared gris. Hablaba mecánicamente, dando la espalda a la jaula en la que estaba encerrado Francesco. Conseguí no mirar hacia allí ni siquiera un momento.
Cuando salí, vomité en un arriate, ante la estatua de la justicia. Luego me escapé, tambaleando. Alguien me miró por un instante, sin interés.
Francesco fue condenado a cuatro años de cárcel y la pena fue confirmada también en apelación y en casación. No sé cuánto tiempo estuvo encerrado. No sé cuándo salió ni adónde fue. No creo que se haya quedado en Bari, pero digo eso porque no he vuelto a verlo.
No he sabido nada más de él.
Pasé muchos meses aislado, de los que no recuerdo casi nada aparte de las náuseas y los recuerdos angustiosos por la mañana temprano, cuando todavía estaba oscuro.
Después, sin una razón determinada, retomé mis estudios. Como un autómata. Exactamente dos años después de aquella noche, me licencié. En el acto de entrega del diploma estaban sólo mis padres, mi hermana y una tía. No hubo ninguna fiesta. No había quedado ningún amigo al que invitar.
Después continué estudiando, como un autómata. Me presenté a un concurso público para un puesto de magistrado y lo gané.
Ahora soy fiscal. Contribuyo a mandar a la cárcel a los que cometen delitos como las extorsiones, los juegos de azar, las estafas, el tráfico de drogas.
A veces esto me avergüenza.
A veces pienso que algo o alguien puede venir del pasado y atraparme. Hacerme pagar la cuenta.
A veces tengo un sueño. Siempre el mismo.
Sueño con aquella playa en España. Amanece, como entonces, y como entonces hay una sensación inminente de un momento perfecto, de juventud divina e invencible. Estoy solo y miro el mar, esperando. Luego llega mi amigo Francesco, aunque no consigo ver su cara. Entramos juntos en el agua. Nadamos mar adentro y me doy cuenta de que él ha desaparecido. En ese momento recuerdo que justamente aquel día es la ceremonia de graduación. No podré asistir porque estoy en España. El cielo está lleno de nubes oscuras y, si el sol está saliendo, yo no alcanzo a verlo. Permanezco en el agua mientras las olas empiezan a crecer. Con un sentido inevitable del fin de todo. Con una nostalgia infinita.
Antonia me cuenta que es psiquiatra. Trabaja en un centro especializado en la asistencia a víctimas de la violencia.
Se me ocurre que cada uno conjura a sus fantasmas como puede. Algunos lo consiguen mejor que otros.
Me dice que muchas veces ha pensado en buscarme. Explica que no me ha dado las gracias.
Gracias. La palabra se me aparece escrita en la cabeza. Es extraño. Hacía tanto que no me ocurría.
Gracias no sólo por haberla salvado de la violación aquella noche.
Gracias por la dignidad.
Tengo la cabeza baja y pienso que no es verdad. Quiero decirle que era un cobarde. Soy un cobarde. Pienso que siempre he tenido miedo. Que lo tendré siempre.
Luego la miro a la cara y me estremezco profundamente. Y comprendo que en cambio, en cierto modo extraño, ella tiene razón.
Entonces no digo nada. Y también ella permanece en silencio. Pero no se va. Pienso que yo también quisiera darle las gracias, pero no soy capaz.
Y así nos quedamos sentados en el bar.
En un silencio incómodo, mientras fuera hace frío.
***
* «El pasado es un país extranjero: las cosas ocurren allí de un modo diferente.» * No volví la página. En cambio cerré el libro, fui a la caja y lo compré. Después regresé a casa porque quería leerlo enseguida. En paz, en mi cama, sin que me molestaran. Era una novela muy buena y angustiante, llena de nostalgia y embriaguez. La historia de un joven francés y de su juventud en la América de los años cincuenta. Una historia de aventuras, de transgresiones, de iniciaciones, de vergüenza, de amores y de inocencia perdida. En toda la tarde no logré desprenderme de aquel libro hasta que no leí la última página. Y durante toda la lectura, y al final, y después -aun después de tantos años-, no logré liberarme de la increíble sensación de que, de alguna manera, aquella historia hablaba de mí. Cuando terminé era casi la hora de salir. Entonces telefoneé a Giulia, que todavía estaba enferma, y le dije que iría al cine. ¿Con quién? Con mi amigo Donato y los de su grupo, y mentalmente me recomendé advertir a Donato. Pero ¿lamentaba no verla tampoco esa noche? Claro que lo lamentaba, sí, la echaba de menos. Fingí. Si quería podía ir a hacerle compañía en vez de ir al cine. Dijo que no, como yo esperaba. Dijo las mismas cosas de la noche anterior: era mejor que no enfermase yo también, etcétera. Está bien, entonces adiós, amor mío, hasta mañana. Adiós, amor mío. Cuando colgué y fui a prepararme para salir estaba de buen humor. Era libre, estaba listo e impaciente.
Palabras introductorias de The Go-Between, de L.P. Hartley. (N. de la T.)
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