Gianrico Carofiglio - El pasado es un país extranjero

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«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». L. P. Hartley – El mensajero
Estudiante modelo, hijo de intelectuales burgueses, Giorgio tiene una vida tranquila, en la que parece que nunca pasara nada. Hasta que conoce a Francesco, un joven un poco mayor que Giorgio que pasa a representar todo a lo que éste aspira. Porque Francesco es atractivo y elegante, anda siempre rodeado de mujeres e irradia la irresistible fascinación de una persona con tratos con el misterioso mundo del delito. A partir de su encuentro con Francesco, la existencia de Giorgio cambiará para siempre. Su nuevo amigo lo iniciará en el universo del juego y de la trampa, del sexo y el lujo, de la miseria y de la ilegalidad. Al tiempo que Giorgio va pasando, casi sin darse cuenta, de la alta sociedad a las márgenes de la criminalidad, Chiti, un novato policía que acaba de llegar a Bari, debe enfrentarse a una seguidilla de violaciones cuyo culpable siempre consigue evadir la acción policial.
Galardonada con el prestigioso premio Bancarella y éxito instantáneo de público y crítica, El pasado es un país extranjero es una novela sobre las amistades peligrosas y sobre el doloroso paso de la juventud a la adultez, a la vez que un inquietante thriller psicológico sobre la iniciación al mal y a la vida.

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Otras veces lo perdían, porque parecía que hubiera notado la presencia de ellos, y entonces se apartaban, esperando que no fuera justamente esa noche la elegida.

Todo anduvo así durante dos semanas. En la cabeza de Chiti, y probablemente también en la de los otros, aparecía el interrogante: si era en verdad él, si no estarían perdiendo el tiempo detrás de una especie de desequilibrado en el fondo inofensivo; si un anochecer o una noche, mientras andaban insensatamente detrás de él, en la ciudad o en la provincia, no llegaría por radio la comunicación de otra violación.

Una vez fue a la casa de la madre. Permaneció allí algunas horas para después salir, de noche. De nuevo a dar vueltas por la ciudad como un licántropo.

No puede no ser él, se repetía Chiti. Coincide, coincide perfectamente. Sólo hace falta tener paciencia y lo pillaremos cuando lo intente de nuevo.

A veces Chiti pensaba que habría querido conocerlo. Buscarlo, preguntarle si quería tomar una cerveza, fumar un cigarrillo, hablar.

Pensaba todo eso en el coche impregnado de olores. Humanidad, chaquetas de cuero, humo, aceite para armas, pizzas, sándwiches, latas de cerveza, termos de café.

En el silencio denso, junto a aquellos desconocidos compañeros de caza, cuyos nombres a veces, aquellas noches, ni siquiera alcanzaba a recordar.

¿Podían siquiera imaginar esos compañeros las cosas que le pasaban a él por la cabeza?

9

Aquella noche estaban él y Pellegrini. Como de costumbre, lo vieron salir cuando la medianoche había pasado hacía un buen rato.

Estaban a punto de ponerse en movimiento cuando se dieron cuenta de que había otro junto a él.

– Son dos -dijo Pellegrini.

Chiti no contestó. Desde que le seguían la pista era la primera vez que salía acompañado. Aquello no le gustó y al mismo tiempo le dio una carga de excitación. No habría sido capaz de ponerlo en palabras, o de decir de qué detalles, de qué cosas, en el modo de moverse de los dos, le venía esa sensación, pero parecía que los dos iban a hacer algo.

Ninguna de las chicas había hablado nunca de dos agresores. ¿Pero había elementos para excluir que hubieran sido dos?

Mientras los dejaban alejarse para después bajar del coche y empezar el seguimiento a pie -dificilísimo de noche, cuando las calles están desiertas y no es posible confundirse con los transeúntes-, Chiti trató de revisar mentalmente las declaraciones de las chicas para controlar si alguna de ellas había dicho algo compatible con la hipótesis de dos agresores. Él y sus hombres habían dado siempre por descontado que se trataba de un violador solitario. Cuando se piensa en delitos en serie se piensa siempre en un maníaco que actúa solo. Tal vez ese estereotipo los había condicionado. Y sin embargo, ¿qué habían dicho las jóvenes? Mientras se apeaba del coche pensó que hubiera querido tener los sumarios a mano para comprobarlo. Todas dijeron que habían sido golpeadas por la espalda. Lo que, obviamente, no excluía que hubiese más de un agresor.

Todas habían dicho que las habían arrastrado hacia el pasillo de un edificio cercano. Aunque eso no excluía que actuaran en pareja. Al contrario, pensándolo bien, la hipótesis de los dos agresores hacía más aceptable aquel pasaje de la acción.

Tuvo una punzada lancinante entre la sien, la frente y el ojo. Intentó aún reordenar sus ideas. ¿Qué habían dicho las jóvenes, específicamente, sobre el momento de la violencia sexual? ¿Había algo que permitía excluir de modo categórico que los agresores fueran dos? No se lo parecía, pero la cabeza le dolía cada vez más y en su pantalla mental se agigantaba cada vez más la cara del dibujo.

Las caras del dibujo.

La voz de Pellegrini, aunque habló en voz baja, le hizo el efecto de una pedrada que rompiera un cristal o un espejo.

– Señor teniente, debemos ir. Ya están a tres manzanas. Si seguimos esperando corremos el riesgo de perderlos.

Chiti tuvo una especie de sobresalto, como de alguien a quien sacuden justo en el momento en que está a punto de dormirse. Se puso en movimiento sin decir nada, mirando las dos figuras ya muy lejanas. Demasiado, tal vez.

– Yo los sigo. Tú encárgate de que venga enseguida a la zona otro par de coches. Vehículos nuestros, no de la brigada radiomóvil. Indícales exactamente el aspecto de los dos chicos, descríbelos con precisión, diles que deben explorar la zona. Si los encuentran sólo deben vigilarlos, sin detenerlos ni dejarse ver. Y que nos llamen enseguida. Cuando termines reúnete conmigo.

Partió sin esperar la respuesta, con la cabeza siempre latiéndole. En aquel momento Francesco y Giorgio doblaron una esquina, doscientos metros más adelante. Se apresuró mientras oía la voz de Pellegrini en la radio, sin distinguir las palabras. Luego comenzó a correr. A algunos metros de la esquina aminoró de nuevo y cruzó la calle con tranquilidad, como quien anda cavilando sus propios asuntos. Miró hacia la derecha, donde los dos habían doblado.

La calle estaba desierta, aparte de los vehículos aparcados sobre la acera.

10

Ella caminaba rápido, y nosotros íbamos detrás, rápido. Pronto comencé a sentir el cansancio. Creo que el efecto de la cocaína y del alcohol empezaba a esfumarse. Tenía una sensación de opresión en el pecho y respiraba con dificultad. Veía borroso.

Francesco dijo que la chica se disponía a doblar por la calle Trevisani.

Inmediatamente después pasaría ante el portal de un edificio deshabitado y en estado ruinoso. Había que interceptarla ante ese portal y arrastrarla dentro. Él la sujetaría. Yo sólo debía seguirlo.

Cuando la chica se acercó a la esquina nosotros aceleramos.

Él aceleró, y yo fui detrás.

En mi cabeza resonaba la frase: «¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué estás haciendo?» Y mientras resonaba -y literalmente rebotaba como un objeto físico- entre las paredes de mi cráneo, advertía una sensación de fatalidad. Ése es mi destino. Dentro de poco todo estaría definitivamente hecho pedazos. Todo a la mierda, y yo no podía hacer nada.

Mientras todavía continuaban aquellos rebotes en mi cabeza, Francesco aceleró el paso y alcanzó a la chica justo a la altura del portal.

Le dio un puñetazo directo y fuerte en la cabeza, por la espalda. A la chica se le doblaron las piernas, se estaba cayendo sin emitir ningún sonido. Francesco la atrapó casi al vuelo, le puso una mano en la boca y con el otro brazo la sujetó por la mitad del pecho. La arrastró hacia el zaguán diciéndole algo con voz sibilante y aterradora. Lo seguí como en una pesadilla.

En la entrada había puntales de una pared a otra. El edificio era inseguro y me di cuenta de haber visto, un instante antes de entrar, un cartel con alguna prohibición. Una señal de peligro.

La arrastró hacia el fondo. Estaba oscuro y olía a gato. Apestaba. Ella sollozaba.

– Si dices una palabra te mato a golpes. -Luego le soltó la cabeza y la boca. Le dio dos bofetadas muy fuertes y un rodillazo en el costado. Siempre por detrás.

– Arrodíllate, zorra. Y ten los ojos bajos. Si intentas mirarnos te mato. -La voz de Francesco era irreconocible y, al mismo tiempo, familiar.

– Francesco, basta. Déjalo ya -oí mi voz. Había salido sola.

La acción se detuvo por un instante. Luego Francesco golpeó muchas veces a la chica, con puñetazos en el costado, uno detrás de otro. Con menos precisión que antes, sin embargo. Menos calma.

Se volvió, vino hacia mí, y sólo en aquel momento me di cuenta de que había dicho su nombre y que, seguramente, ella lo había oído.

Me dio un puñetazo en un ojo. Me pareció que me lo había hecho estallar dentro de la cabeza. Dentro de mi órbita ciega se alargaron círculos concéntricos hasta alcanzar todo el mundo a mi alrededor. La cabeza se me llenó de un ruido ensordecedor mientras me daba una patada en la ingle. Me doblé y él me asestó un rodillazo en la cara. Sentí que el golpe me desgarraba la mejilla contra las muelas. El gusto amargo de la sangre en la boca y enseguida un borbotón de vómito.

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