Tal vez perdí el conocimiento por algunos segundos.
El resto son fragmentos. La película de un loco tomada con una vieja cámara superocho.
Francesco está de nuevo junto a la chica y le dice algo. Otro se acerca tambaleando. Ese otro soy yo y la toma es desde arriba. Desde algún punto impreciso del techo de aquel portal, entre los puntales de madera fétida y revoque podrido. Se agarran uno al otro y hay un olor acre. Golpes como en un sueño, mis manos que buscan su garganta, sus manos que buscan la mía, el cuerpo de la joven debajo de nosotros, que luchamos. Ya no hay nada de humano en lo que está ocurriendo. Un mordisco, su carne que se desgarra. Un alarido bestial.
Después gritos de otros. Francesco se aparta de mí e intenta escapar. Luz azul intermitente. El corredor de pronto está lleno de gente.
Luego estoy en el suelo, con una rodilla en la espalda y una cosa de hierro, fría, clavada entre la mandíbula y la oreja. Alguien me tuerce un brazo detrás de la espalda, luego el otro, al fin un chasquido metálico. Me arrastran fuera, me meten en un coche, ruedas que giran, frenos, maniobra, acelera.
Partida.
Los carabinieri empezaron a golpearme en el coche mientras me llevaban al cuartel. Estaba en el asiento trasero, con las manos esposadas a la espalda, en medio de dos tipos que apestaban a humo y a sudor. El coche corría como un relámpago por la ciudad, sin siquiera aminorar en las esquinas, y aquellos dos me daban puñetazos y codazos, en la cabeza y en la barriga. Con calma y método. Me dijeron que era sólo un anticipo. En el cuartel me arrancarían las pelotas de verdad. Yo no decía nada. Recibía los golpes en silencio, aparte de algún gemido. Era extraño. Escuchaba el ruido de los golpes. Sordo y sin respiración por los que recibía en la barriga. Una especie de toc amplificado cuando llegaban los nudillos o los codos a la cabeza.
No decía nada porque estaba convencido de que no me creerían. Tenía miedo. Un miedo tremendo.
Cuando llegamos al cuartel cumplieron su palabra. Me llevaron a una habitación semivacía. Había sólo un escritorio y algunas sillas. Una ventana con rejas. Un espejo carente de sentido. Me hicieron sentar en una vieja silla con ruedas, siempre con las manos esposadas en la espalda.
Y me arrancaron las pelotas, como habían prometido.
Me pegaron con las manos; con los pies; con las páginas amarillas dobladas por la mitad; en la oreja con una vara de esas blancas y rojas que se usan para dirigir el tráfico.
Cada tanto alguno salía y entraba algún otro. Al recordarlo casi me parece que se alternaban en turnos regulares. Casi todos iban de paisano, pero alguno también de uniforme. Uno de los de uniforme me golpeó con el cinturón y me cortó con la hebilla.
Decían que era mejor que lo confesara todo. Querían decir todas las otras violaciones a todas las otras mujeres. Mejor que lo hiciera, porque si no hablaba me matarían a golpes y luego escribirían que me había resistido al arresto. Uno dijo que me meterían un embudo en la boca y me harían tragar una garrafa de agua salada. Entonces, seguro, me vendrían las ganas de hablar.
Me eché a llorar y recibí un golpe violentísimo en un lado de la cabeza.
– Maldito hijo de puta -escuché desde la niebla en la que me encontraba entre lágrimas, sangre y miedo. Un instante antes de desmayarme.
No recuerdo bien lo que ocurrió después, cuando recobré el sentido. Creo que dejaron de golpearme, o tal vez me dieron aún alguna bofetada. Uno de los que me habían llevado en el coche dijo que el resto de presos, en la cárcel, se ocuparían de mí. Los violadores no son muy populares en aquellos ambientes. En aquel momento me vinieron a la memoria mis padres y mi hermana. Pensé en cómo se habrían sentido si sabían que estaba en la cárcel y eso me dio una tristeza infinita.
Creo que los suboficiales terminaron con los golpes, levantaron el acta, como se dice, para formalizar mi arresto, escribir el sumario y, en resumen, todos los papeles que se hacen en estos casos. Entre una bofetada y otra había repetido que no sabía nada de las otras violaciones. De lo sucedido aquella noche ni siquiera me habían preguntado. Por otra parte me habían atrapado en flagrante delito. No hacía falta una confesión.
En un momento dado se abrió la puerta y pensé que alguno venía a darme otro par de puñetazos en la cara. En cambio entró uno con americana y corbata que hizo una señal con la cabeza a los dos que todavía estaban dentro. Los dos salieron y aquél se quedó.
Era joven, casi un muchacho, con ojos claros. Tenía acento del norte, un aspecto corriente y limpio. Un tono amable.
Ante todo me quitó las esposas y me di cuenta de que los hombros me dolían, justo a la altura de las articulaciones.
– ¿Quieres un cigarrillo? -dijo tendiéndome una cajetilla. Lo miré a la cara un momento, como para ver si lo decía en serio. Luego hice que sí con la cabeza. Pero no conseguí sacar aquel cigarrillo. Entonces él cogió el paquete, sacó uno y me lo dio. Me hizo encenderlo y dejó que aspirara tres o cuatro veces antes de volver a hablar.
– La chica está bastante bien. La han atendido en primeros auxilios. Ahora está aquí y pudimos interrogarla acerca de lo que ocurrió. -Hizo una pausa y me miró, pero yo no dije nada. Entonces volvió a hablar.
– Está en la otra habitación. Te está viendo en este mismo instante. -Hizo un movimiento con la cabeza y con los ojos hacia el espejo. Volví la cabeza para mirar, luego me volví de nuevo hacia él. No le entendía.
– Quien está en la otra habitación puede ver quién está en ésta sin ser visto.
Como en las películas. Las palabras se me aparecieron escritas en la cabeza. Me ocurría cada vez más a menudo.
– La chica dice que tú no participaste en la agresión. Dice que la defendiste.
Acerqué un poco mi cara a la suya como para verlo mejor y estar seguro de haberlo entendido bien. Sentí que el mentón me temblaba, incontrolado, pero no lloré.
Al pensarlo ahora me parece extraño, pero aquella noche, desde que me habían puesto las esposas en el zaguán hasta que aquel muchacho con americana y corbata entró en la habitación, ni siquiera por un instante había pensado que podría salir bien de todo aquel lío. Ni por un momento pensé que la chica podía salir en mi defensa.
Sólo ahora, tal vez, consigo explicármelo. Entonces era imposible. La percepción de mí mismo en aquellos hechos se había detenido en el momento en que Francesco me propuso violar juntos a una chica. En el momento en que había delirado sobre la violencia ancestral y todo el resto. Mi vergüenza por no haber sido capaz, por enésima vez, de decir que no, se me había enquistado. Aquella culpa mía me parecía enorme y visible para todos. Para la chica en primer lugar.
El hecho de haber luchado para defenderla, en una mezcla de miedo, vergüenza y deseo de destrucción, no contaba para nada. Estaba clavado a mi culpa. A todas mis culpas, y por eso no había intentado decir nada a los suboficiales que me golpeaban. Para mí, era tan culpable como si la hubiera violado.
– ¿Por qué no nos dijiste nada?
Entrecerré los ojos, encogiéndome débilmente de hombros. Un gesto infantil mientras empezaba a sentir el dolor de los golpes y un cansancio mortal.
Me dijo que lamentaba lo que me había ocurrido y preguntó si quería que me acompañaran a primeros auxilios. Dije que no y él no insistió. Incluso parecía aliviado. No habría habido informes, explicaciones que dar a los médicos y tal vez a algún magistrado acerca de cómo y cuándo me había hecho aquellas lesiones.
– ¿Estás en condiciones de prestar declaración? Mientras tanto, si quieres, avisamos a tu familia.
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