Gianrico Carofiglio - El pasado es un país extranjero

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«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». L. P. Hartley – El mensajero
Estudiante modelo, hijo de intelectuales burgueses, Giorgio tiene una vida tranquila, en la que parece que nunca pasara nada. Hasta que conoce a Francesco, un joven un poco mayor que Giorgio que pasa a representar todo a lo que éste aspira. Porque Francesco es atractivo y elegante, anda siempre rodeado de mujeres e irradia la irresistible fascinación de una persona con tratos con el misterioso mundo del delito. A partir de su encuentro con Francesco, la existencia de Giorgio cambiará para siempre. Su nuevo amigo lo iniciará en el universo del juego y de la trampa, del sexo y el lujo, de la miseria y de la ilegalidad. Al tiempo que Giorgio va pasando, casi sin darse cuenta, de la alta sociedad a las márgenes de la criminalidad, Chiti, un novato policía que acaba de llegar a Bari, debe enfrentarse a una seguidilla de violaciones cuyo culpable siempre consigue evadir la acción policial.
Galardonada con el prestigioso premio Bancarella y éxito instantáneo de público y crítica, El pasado es un país extranjero es una novela sobre las amistades peligrosas y sobre el doloroso paso de la juventud a la adultez, a la vez que un inquietante thriller psicológico sobre la iniciación al mal y a la vida.

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Dije que con la familia no había problemas. Y sí, podía hacer una declaración. ¿Podía fumarme otro cigarrillo? Claro que podía; incluso, antes de hacer la declaración tomaríamos todos juntos un café. Como viejos amigos.

Poco después nos trajeron un termo con vasitos de plástico, una cajetilla de cigarrillos para mí y hasta una bolsa de hielo. La situación se volvió casi surrealista. Bebimos el café todos juntos. Yo, dos de aquellos que poco antes me habían golpeado -y que ahora me trataban amistosamente- y aquel tipo con americana y corbata al que todos llamaban señor teniente. Era una circunstancia absurda, pero en aquel momento todo parecía normal.

Con la bolsa de hielo apoyada en el pómulo izquierdo, conté todo lo que había ocurrido. El teniente le dictaba a un hombretón que antes me había pegado salvajemente bajo las costillas. Ahora escribía veloz, golpeteando con dos dedos el teclado de una vieja máquina de escribir. Dos dedos gordos y ágiles.

Hablé mucho, deseando sólo que me dejaran salir de ahí y desaparecer. Dije una parte de la verdad, mezclada con otras cosas inventadas. Dije que habíamos tomado algunas cervezas de más y estábamos paseando, borrachos. Mientras lo decía pensaba que si me hubieran hecho un análisis habrían descubierto que no era sólo cerveza lo que me circulaba por las venas, y me alegré de haber rechazado el ofrecimiento de los primeros auxilios. Habíamos visto aquella chica, sola, y Francesco me había propuesto hacerle una broma, hacerle creer que queríamos violarla, y, después de haberle dado un buen susto, decirle que era una broma y escaparnos. Dije de nuevo que habíamos bebido algunas cervezas de más y que por eso, idiota de mí, había aceptado. Después me había dado cuenta de que todo se estaba transformando en una cosa seria.

Me preguntaron acerca de mi amistad con Francesco y si sabía algo de los otros episodios de violencia. Más que amigos éramos conocidos, dije. Nos veíamos cada tanto, a veces para una partidita de póquer.

No sé por qué les dije lo del póquer, no había ningún motivo, pero mientras escribían, de pronto se me ocurrió que también lo interrogarían a él, si no lo habían hecho ya. Pensé que podía decidir contarlo todo. Y por unos instantes me fulminó un terror ciego e incontrolable.

¿Sabía algo sobre aquellos otros episodios?

No, no sabía nada. Si debía decir lo que pensaba -mentí, esperando que él leyera aquella declaración, viera que había intentado ayudarlo y no me acusara de nada-, me parecía muy improbable que él fuese responsable de aquellas violaciones. Me preguntaron sobre qué base hacía esa afirmación y dije que, por lo que sabía de él, me parecía una persona normal.

Dije textualmente eso: una persona normal. No el tipo de hombre que comete acciones de esa clase.

Me dijeron amablemente -ahora eran amables- que no tomaban en cuenta mis consideraciones personales. No levantaron acta de esa parte.

Volvieron a preguntarme acerca del episodio de aquella noche. ¿Recordaba con exactitud lo que decía Francesco mientras golpeaba a la joven? Dudé. No, no lo recordaba. Todo era confuso.

No era verdad. Recordaba bien lo que le había dicho. Recordaba muy bien el tono de su voz y sus palabras.

El teniente me invitó a leer el sumario. Tomé la hoja en la mano y veía las palabras que se deslizaban bajo mis ojos -trazos, segmentos, curvas- pero no las entendía. Pero al fin hice que sí con la cabeza, como si hubiese leído en efecto. Firmé con un bolígrafo.

– Pediré que te acompañen a casa -dijo. Luego, después de un breve titubeo-: Lamento lo ocurrido. -Ya lo había dicho antes y parecía sincero.

Hice un gesto vago con la mano, como diciendo: no es nada, son cosas que pasan. Un gesto patético y fuera de lugar.

Poco después estaba de nuevo en el coche en el que me habían metido, esposado, algunas horas antes. Cruzamos las calles desiertas mientras la oscuridad de la noche comenzaba a perder sus tonos sombríos pero precisos. Yo estaba de nuevo sentado atrás, aunque esta vez solo. Delante conducía un muchacho de mi edad y en el lugar del acompañante estaba sentado el hombretón que había escrito mis declaraciones. El otro lo llamaba sargento. Hablaban entre ellos de cosas cotidianas y banales.

Llegamos a casa en pocos minutos y, cuando el vehículo se detuvo, el sargento me dijo que podía irme. Me aferré a la portezuela y salí con dificultad, sintiendo todos los dolores de los golpes recibidos. Mientras me estaba yendo, él se asomó por la ventanilla.

– ¡Eh, sin rencor! -Alargaba la mano hacia mí.

Hice una seña con la cabeza y le tomé la mano. Era blanda y la solté enseguida como si hubiera sido una criatura viscosa o uno de esos emplastos que usan los niños para hacer bromas de carnaval.

Luego me volví y fui hacia el portal mientras a ellos se los tragaba la primera luz, líquida y espectral, de aquella mañana de noviembre.

12

Chiti estaba sentado en el sillón de costumbre. El del insomnio y el dolor de cabeza. El del despertar de los sueños, o de las pesadillas, del peso fláccido de otro día que estaba a punto de comenzar. Aquel en que la angustia de la locura gruñía con los ojos enrojecidos y aterradores del mastín de los Baskerville, visto tantos años antes, de niño, en una película.

Esa mañana era diferente.

Reinaba una sensación extraña y desconocida de ingravidez mientras las notas de la polonesa N.° 6, la Heroica, se deslizaban casi líquidas en el silencio de la casa desierta. No a bajo volumen, esta vez. Las habitaciones austeras, iguales a aquellos cuartos atemorizantes y vacíos de su infancia, eran inundadas por la música y parecían cobrar vida. Como si fantasmas benévolos se hubieran despertado y se hubieran levantado para descubrir qué pasaba.

Los fotogramas dispersos de aquella noche que estaba a punto de terminar pasaban ante sus ojos como algo que hubiera sucedido a otros. Remoto y extraño.

Sacó del bolsillo el dibujo manoseado y sucio que había conservado durante todos aquellos meses. El espectro al que había perseguido todo aquel tiempo.

Lo miró sin reconocerlo, y pensó que, qué extraño, no le hacía ningún efecto. En él ya no veía nada. Sólo líneas que se enlazaban y se separaban, se condensaban, se cruzaban, se perdían en aquel dibujo ahora carente de vida; en aquella cara ausente y desconocida.

Rompió la hoja, una, dos, tres, cuatro veces hasta que el montoncito de trocitos cortados fue tan pequeño y denso que ya no pudo romperlo más.

Los tiró a la papelera.

Volvió al sillón y pensó por un momento que lo sentía por aquel muchacho. Había recibido una buena paliza y no tenía nada que ver. Al contrario.

Después, incluso ese pensamiento se esfumó. Remoto y extraño.

Pensó que no estaba cansado, que no le dolía la cabeza. Que estaba bien, como no le había ocurrido nunca en la vida, aparte tal vez en la infancia más lejana, cuyas imágenes, sonidos, consistencias, olores están formados por partes iguales con la materia de los recuerdos y la de las fantasías y los sueños.

Luego le invadió un pensamiento doloroso, lancinante y hermosísimo.

Con una sensación de puro vértigo pensó que ahora era libre. Libre de hacer tantas cosas. Libre de irse. Si quisiera.

O también de quedarse. Si quisiera.

Libre.

Fuera, exactamente sobre el mar, frente al cuartel, comenzaba a nacer el día.

13

Francesco no me acusó. No dijo nada de mí. No dijo nada. Se acogió, como se dice, al derecho de no declarar en ninguno de los interrogatorios.

Cuatro meses después de aquella noche lo llevaron a juicio por todos los episodios de violación.

Pero ninguna de las víctimas fue capaz de reconocerlo. Una dijo que podía también ser él y otra que le parecía reconocer la voz.

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