Gianrico Carofiglio - El pasado es un país extranjero

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«El pasado es un país extranjero. Allí las cosas se hacen de otra manera». L. P. Hartley – El mensajero
Estudiante modelo, hijo de intelectuales burgueses, Giorgio tiene una vida tranquila, en la que parece que nunca pasara nada. Hasta que conoce a Francesco, un joven un poco mayor que Giorgio que pasa a representar todo a lo que éste aspira. Porque Francesco es atractivo y elegante, anda siempre rodeado de mujeres e irradia la irresistible fascinación de una persona con tratos con el misterioso mundo del delito. A partir de su encuentro con Francesco, la existencia de Giorgio cambiará para siempre. Su nuevo amigo lo iniciará en el universo del juego y de la trampa, del sexo y el lujo, de la miseria y de la ilegalidad. Al tiempo que Giorgio va pasando, casi sin darse cuenta, de la alta sociedad a las márgenes de la criminalidad, Chiti, un novato policía que acaba de llegar a Bari, debe enfrentarse a una seguidilla de violaciones cuyo culpable siempre consigue evadir la acción policial.
Galardonada con el prestigioso premio Bancarella y éxito instantáneo de público y crítica, El pasado es un país extranjero es una novela sobre las amistades peligrosas y sobre el doloroso paso de la juventud a la adultez, a la vez que un inquietante thriller psicológico sobre la iniciación al mal y a la vida.

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Fuimos a casa de Francesco y los dividimos. Eran noventa millones. Noventa fajos de billetes de cien mil liras. Noventa increíbles fajos de billetes.

Francesco sacó su parte, la separó y me entregó la mochila con mi dinero.

– No los deposites en el banco, por supuesto -dijo.

– ¿Y qué hacemos? -pregunté, esperando que propusiera alguna otra actividad para hacer fructificar aquel dinero.

– Lo que te parezca, pero sin llamar la atención y sin dejar huellas visibles. Si quieres poner en el banco dos millones, lo digo por decir, hazlo. Si dentro de dos meses quieres poner más, como lo de las cartas, no hay problema. No debes poner veinticinco millones de golpe porque algún día te pueden pedir que expliques de dónde vienen.

Ése fue un pensamiento molesto y lo rechacé enseguida. Tomé la mochila, la cerré con cuidado, introduje los brazos en las correas, pero de manera inversa a la acostumbrada. Me la cargué adelante, como un marsupial, pensando que así sería más fácil desalentar una tentativa de robo. Me despedí de Francesco, que no me contestó, y me fui. Por la calle, con las manos apoyadas en la tela rústica, un poco caminaba, un poco corría.

Tal como había esperado, en casa no había nadie. Después de tocarlos largo rato, incluso después de haberlos olido, escondí los billetes en el cajón donde conservaba las viejas historietas de Tex y del Hombre Araña. Fue raro ver todos aquellos billetes en medio de mis revistas de niño. Fajos de billetes mezclados con años de fantasías perdidas. Fajos de billetes mezclados con los despojos consumidos de mi infancia.

Un rato después, aquella imagen me dio un poco de tristeza y tuve que desviar la mirada, hacer otra cosa.

Puse mi casete preferido en el equipo, hice correr la cinta hasta que, después de algunos intentos, llegué a Born to run. Pulsé la tecla play y me tendí en la cama justo cuando comenzaba a sonar furiosa la batería.

Las carreteras están atestadas de héroes destruidos

que buscan su última oportunidad.

Todos se fugan esta noche

pero no ha quedado ningún lugar donde esconderse.

3

Siguieron semanas sin sentido. La película, en mi memoria, es toda en blanco y negro, con agotadoras tomas en cámara borrosa y algún angustioso campo larguísimo.

Por supuesto, no sabía qué hacer con el dinero. Tenía mucho más de lo que podía gastar. Cada tanto cambiaba el escondrijo, por temor de que mi madre -o la mujer que venía dos veces por semana a hacer la limpieza- pudiera descubrirlo.

Francesco había desaparecido después de la entrega de la droga y la división del dinero. Se lo había tragado la nada. No me telefoneaba y era imposible encontrarlo en su casa. Algunas veces pasé por el bar donde nos encontrábamos a menudo y donde teníamos la costumbre de sentarnos a charlar. Esperaba encontrarlo, pero eso no ocurrió.

No sabía qué hacer. Daba vueltas por la casa y después por las calles con la misma sensación de insatisfacción, de inquietud, parecida a una ligera y molesta fiebre del alma. A veces cogía el coche y me iba a correr por la autopista. A doscientos por hora por los carriles, jugando a no tocar el freno -sólo aminoraba un poco- cuando llegaba a las curvas, adelantándome por la derecha, entrando a velocidades enloquecidas y homicidas en las rampas de acceso de las estaciones de servicio.

Otras veces me iba al mar siguiendo calles secundarias. En cada recorrido encontraba una playa diferente, me bañaba y me tumbaba en la toalla pensando que me dormiría al sol tibio de septiembre. Pero me resultaba imposible, nunca me dormía. A los diez minutos empezaba a revolverme. Poco después estaba dominado por el ansia, y entonces me vestía y regresaba al coche.

Luego el verano se extinguió y mis erráticos paseos terminaron.

Una mañana intenté telefonear a Maria. Respondió un hombre con fuerte acento barés, voz ronca y tono poco cordial. Colgué con rapidez, preguntándome si habría podido identificar la llamada. Algunos días después intenté de nuevo y esta vez respondió una mujer. No pude reconocer si era ella.

– ¿Maria?

– ¿Quién habla?

Colgué, y ésa fue la última vez.

Ya no me preocupaba por hacer creer a mis padres que, de algún modo, estaba estudiando. Me deslizaba ante ellos ausente como un fantasma. Intuía su pena, que seguramente agudizaba porque no podían comprenderme. Ellos no me decían nada, pero en su silencio ya no había agresividad. Sólo una especie de muda e indescifrable preocupación. Una sensación de derrota que me resultaba insoportable.

Y en efecto no la soportaba. Desviaba la mirada, llenaba mis oídos de música, me atrincheraba en mi cuarto, salía a vagabundear.

Ni siquiera conseguía leer. Comenzaba un libro y a las pocas páginas me aburría o me desconcentraba. Así que lo hacía a un lado y no lo volvía a retomar. Algunos días después elegía otro y volvía a probar, pero ocurría lo mismo, incluso en menos tiempo. Después, simplemente dejé de probar.

Sólo conseguía leer los periódicos. Únicamente los periódicos porque podía pasar de una página a otra sin ninguna obligación de respetar una secuencia, de entender lo que estaba escrito en ellas, de concentrarme.

Además había desarrollado un morboso interés por las noticias policiacas. Un interés, digámoslo así, de adepto al trabajo. Leía sobre arrestos y procesos a los camellos con el mismo espíritu maligno de ciertos viejecitos que leen las necrológicas y piensan que todavía, por una vez, le tocó a otro.

Leía sobre las penas aplicadas por la venta de algunos gramos de cocaína y hacía la cuenta de cuánto había arriesgado -y esquivado- por haber vendido un kilo. Cada vez tenía escalofríos, de miedo y placer al mismo tiempo. Como quien se acurruca entre las mantas, al calor, mientras fuera llueve y hace frío.

Un día leí que había habido una pelea con cuchilladas en un garito del barrio Libertà. Busqué con ansiedad los nombres en aquel artículo de crónica local, con el fuerte presentimiento, casi una certeza, de que en aquel episodio estaba envuelto Francesco. Me equivocaba, como ocurre casi siempre con los presentimientos, pero igualmente, después de la lectura, me quedó una sensación desagradable y confusa. De alguna manera, Francesco y yo teníamos que ver con lo que ocurriría tarde o temprano.

No sería nada bueno.

Muchas veces leí artículos alarmantes sobre la serie de violaciones que se sucedían en Bari desde hacía meses. Los investigadores teorizaban acerca de que se trataba siempre del mismo maníaco, aconsejaban a las mujeres que no salieran solas de noche y pedían la colaboración ciudadana.

Resbalaba sobre las otras páginas sin atención y sin conciencia. Sólo de tanto en tanto alguna noticia me sacudía de aquella especie de entorpecimiento mental.

Recuerdo bien una en especial.

Un día leí que había muerto Scirea, el defensor de la selección nacional que fue campeón del mundo en el Mundial de España de 1982. Yo tenía quince años cuando, en una progresión increíble e irrepetible, un grupo de jugadores cualesquiera se transformó en el equipo más fuerte del mundo. Ganaron a Argentina, Brasil, Polonia y Alemania. Como si el destino en persona hubiese estado de parte de ellos. De nuestra parte. Aún ahora, sólo repetirlo parece algo descabellado y conmovedor.

Scirea tenía treinta y seis años en aquel septiembre del 89, y los tendría para siempre. Viajaba en un viejo Fiat 125 por una carretera apartada y perdida en medio de Polonia. El conductor había adelantado peligrosamente y habían ido a aplastarse sobre un camión que viajaba ajeno, tranquilo y mortal por su carril. ¿Puede uno pensar, mientras se convierte en campeón del mundo, que le quedan sólo pocos años? ¿O puede pensar, mientras sube a un inofensivo Fiat 125, en una estúpida carretera de Polonia, que le quedan sólo pocos minutos?

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