Llamé muchas veces a casa de Francesco. Los primeros días siempre me respondía la madre con su pesado acento barés, con aquella voz de anciana sombría que olía a naftalina, a infelicidad y resentimiento. Francesco no estaba y no, no sabía cuándo regresaría. ¿Podía decirle, por favor, que había llamado? Pausa prolongada, un suspiro y después sí, podía decírselo, pero no sabía cuándo volvería. ¿Quién era? Era siempre Giorgio. Buenas noches -o buenos días-, señora. Gracias. Cuando intentaba terminar la palabra señora ella ya había colgado. Entonces repetía gracias, solo, en voz alta.
No la tenía conmigo en especial. Pienso que odiaba al mundo con método y obstinación. A todo el mundo que estaba fuera de su casa y de sus capas de polvo. De aquel espeso olor de infelicidad.
Francesco no me llamaba. Dudo de que su madre le dijese que yo había llamado, pero eso no era más que un detalle. Aunque se lo hubiese dicho, él en aquellas semanas tenía otras cosas que hacer. Esas otras cosas no me incluían.
Después de un par de semanas y cinco o seis de aquellas conversaciones estériles con la anciana señora -nunca supe cómo se llamaba-, empecé a no tener más respuestas. Cada vez que telefoneaba, dejaba sonar el teléfono diez o quince veces inútilmente. A todas horas. Una vez llamé a las siete y media de la mañana. Otra a las once de la noche. No contestó nadie. Entonces dejé de hacerlo.
Un día -ya era octubre- lo encontré por la calle. Tenía un aspecto insólito. Se había dejado crecer la barba, pero no era eso lo que lo volvía diferente. Había algo fuera de lugar. Tal vez la ropa o tal vez otra cosa, no lo sé. Tenía los ojos muy abiertos y por algunos instantes me miró como si no me conociera. Luego, de pronto, empezó a hablarme como si alguien nos hubiera interrumpido sólo por unos minutos. Me tocaba el hombro, me apretaba el brazo con fuerza, hasta hacerme daño.
– Como ves, amigo mío, es necesario, absolutamente necesario que nos encontremos para hablar largo y tendido y con la mayor tranquilidad. En este momento debemos hacer un cambio significativo en nuestras vidas. Hemos, cómo decirlo, emprendido un camino que es absolutamente necesario llevar a término. Tú y yo. Y por lo tanto debemos elaborar un proyecto estratégico para conseguir nuestros auténticos objetivos.
Mientras tanto me había cogido del brazo. Caminaba y yo me dejaba arrastrar. Estábamos en la calle Sparano entre boutiques de moda, señoras elegantes que hacían compras para el comienzo del otoño, grupos de chiquillos; nos abríamos paso a través del vocerío de la gente y, por lo que a mí se refería, una sensación de amenaza igualmente concreta.
– Considera que nuestras peculiares identidades subjetivas están, en esta fase, ante una alternativa crucial. Una posibilidad es la de dejar que sean los acontecimientos los que determinen lo que seremos. Entregarse, como fragmentos de madera, a la corriente de un río. ¿Quieres esto? No, naturalmente. La segunda posibilidad es la de nadar en ese río. Nadar contra la corriente, con fuerza y determinación, para realizar un proyecto consciente y vital. ¿Comprendes lo que quiero decir, verdad?
Tuve la sensación de que no recordaba mi nombre.
No, no es exacto. En aquel momento tuve la certeza de que no recordaba mi nombre. En mi mente se compuso una frase con los caracteres de una vieja máquina de escribir: «No recuerda cómo me llamo». Luego ese texto se transformó en una especie de letrero de neón reluciente: No recuerda cómo me llamo. Duró algunos segundos y desapareció.
– … y por lo tanto tenemos un imperativo categórico al que debemos atenernos con rigurosidad. Realizar nuestra verdadera naturaleza. Transformar definitivamente en acto lo que nosotros, esto es, tú y yo, somos ahora en potencia.
Continuó hablando durante algunos minutos, siguiendo un ritmo enloquecido e hipnótico, cogiéndome del brazo y cada tanto apretándomelo con fuerza justo por encima del codo. Luego terminó con tanta brusquedad como había empezado.
– Por lo tanto, amigo mío, creo que estamos de acuerdo en todo. Nos encontraremos con la debida calma, haremos todas las elaboraciones necesarias y formularemos las estrategias oportunas. Te abrazo.
Y desapareció.
Una mañana, un suboficial de la sección de Narcóticos que acababa de regresar a Bari después de tres meses de servicio en Calabria vio el dibujo sobre el escritorio de Pellegrini.
– Yo a éste lo conozco. Lo vi una noche, el año pasado, en un garito donde nos habíamos infiltrado cuando estábamos trabajando sobre aquel grupo que vendía en Madonnella. Jugaba al póquer. Y perdía, perdía como un condenado pero con calma, como si no fuera problema suyo. Aquella cara se me quedó grabada. Aquellos ojos. Espera, recuerdo que en un momento dado tuve la impresión de que se había dado cuenta de quiénes éramos. Por cómo nos miró. Estábamos yo y Popolizio, aquel de Altamura que fue transferido, y los dos tuvimos la misma impresión, hasta el punto de que nos fuimos y volvimos sólo varias noches después. Y él ya no estaba.
Se interrumpió y cogió la fotocopia del dibujo. La observó durante algunos segundos sin decir nada.
– Es él, estoy casi seguro.
Luego volvió a mirar a Pellegrini.
– Es bueno este dibujo. ¿Quién lo hizo?
Entraron en el garito mientras los jugadores trataban de hacer desaparecer de las mesas cartas y fichas. Los ignoraron. Chiti se dirigió al suboficial de Narcóticos.
– ¿Quién es el administrador?
El suboficial indicó con la cabeza a un hombre de unos cincuenta años, calvo, de tez oscura, que se estaba acercando.
– ¡Eh!, ¿qué coño…?
La frase quedó interrumpida por una bofetada. Seca, a mano plena, casi tranquila. Una manera de ahorrar tiempo.
– Carabinieri. Tenemos que hablar. Pórtate bien y nos iremos sin escribir ni una palabra de sumario sobre lo que ocurre en esta cloaca. ¿Hay algún lugar donde podamos estar en paz durante cinco minutos?
El calvo los miró a la cara, uno a uno. No dijo nada y después les indicó que le siguieran.
Entraron en una especie de oficina asquerosa, que apestaba a humo aún más que la sala de juego. El calvo los miró con aire interrogativo. El suboficial le puso el retrato robot ante los ojos, le preguntó si lo había visto alguna vez, le dijo que tuviera cuidado con lo que contestaba.
Tuvo cuidado y dijo que sí, que lo había visto y lo conocía.
A partir de aquel momento las cosas se movieron con rapidez. Con suma rapidez.
En un par de días lo identificaron. Según el registro vivía con la madre, viuda. Pero ya no se lo veía en aquella dirección. Llamaron por el interfono, muchas veces, pero no contestaba nadie.
Entonces preguntaron a algunos vecinos que salían del edificio. ¿La señora Carducci? Había muerto hacía veinte días. Por lo tanto, el certificado de defunción todavía no figuraba en el registro, pensó Chiti. ¿El chico? ¿Querían decir, Francesco? Después de la muerte de la madre no se le había visto. Nadie sabía nada. Tal vez se había ido a cualquier otra ciudad, a casa de algún pariente. No, no era que lo supieran, era sólo una hipótesis. A decir verdad no sabían nada de nada. Ni él ni la madre habían sido nunca muy comunicativos; en definitiva, oscuridad total.
Fue en ese momento cuando Cardinale, una vez más, tuvo una idea.
– Señor teniente, ¿probamos a entrar en el apartamento?
– ¿Entrar cómo, Cardinale? Ningún fiscal nos dará jamás una orden de registro. Por ahora no tenemos nada. Nada de nada. Sólo conjeturas sobre conjeturas. Y tal vez este tipo no tenga nada que ver con este asunto. ¿Qué le digo al fiscal?
– En realidad yo no pensaba en la orden de registro…
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