Llegamos a Bari una suave noche de agosto, insólitamente fresca y angustiante. Una de esas noches en las que se percibe que dentro de poco terminará el verano, aunque todavía dura. Cuando se es joven y en agosto aparecen estas advertencias del otoño, asalta una melancolía ligera y especial, hecha de recuerdos y nostalgia mezclados con la certeza, o la ilusión, de tener todavía todo el tiempo por delante.
La ciudad estaba igual y pensé que todo volvía a su lugar.
Aunque no sabía cuál era.
De todas maneras, estaba a punto de conseguir un montón de dinero y esa idea me ocupaba la cabeza casi por completo, me daba una sensación de ebriedad y de vértigo. Naturalmente, no sabía qué haría con aquel dinero, pero en eso no pensaba.
Mientras tanto el viaje, España, Angelica, mis paseos semiconscientes en aquella ciudad irreal, aquel amanecer único en el mar, luego el envío de la droga, los olores, las luces, los ruidos, mi temor, todo quedaba muy lejos. Parecía que hubiera ocurrido mucho tiempo atrás o en un sueño. Y en efecto, debía hacer un esfuerzo de voluntad para convencerme de que todo eso había ocurrido en realidad.
Luego, caminando hacia casa, pensé por primera vez en mis padres y en que dentro de poco los encontraría, si es que habían regresado a Bari. No había vuelto a llamar desde la mañana de la partida, en la carretera. Pensé en lo que me dirían, con razón, por haber desaparecido, que habían estado preocupados, que estaba desconocido, y otras cosas más. Aquella sensación de ligereza que me había inundado instantes antes se deshizo rápidamente. Sentí el impulso de cambiar de rumbo, de huir a otra parte.
Pero después me dije que estaba cansado, demasiado cansado, y que sólo quería ir a dormir. En mi cama. Me dije que todo se arreglaría, de uno u otro modo.
De un modo.
O de otro.
Noche. Sillón. Calor. Recuerdos confusos en la niebla penetrante y sorda de la migraña.
Naturalmente, lo había decidido su padre, el general. Giorgio sería oficial de los carabinieri. Igual que su padre y su abuelo. El tema nunca había sido objeto de discusión.
Había cursado el colegio militar y luego la academia con facilidad, como quien nada bajo el agua. Contenía la respiración y los seres que giraban a su alrededor eran mudos y extraños. Como peces en un acuario.
No tuvo ningún problema para adaptarse a la disciplina. Bastaba con ausentarse, no estar ahí. Una estrategia que había aprendido muy bien desde niño.
El último año de la escuela de oficiales había conocido a una chica. Había salido con ella durante unas semanas y luego no volvió a verla. Más adelante Giorgio tendría dificultades para recordar su cara, su voz. Hasta su nombre.
Después no había habido otras.
Un psicoanalista habría dicho que el joven Giorgio tenía graves problemas para relacionarse con las figuras femeninas. Problemas de inadaptación, heridas narcisistas de la infancia, traumas remotos y profundos.
Un complejo de Edipo no resuelto.
¿El suicidio de tu madre, cuando todavía no tienes nueve años, basta para explicar un Edipo no resuelto? ¿Y tendrá que ver el suicidio de tu madre cuando todavía no tienes nueve años con esa necesidad desesperada y dolorosa de cosas que no sabes ni siquiera nombrar porque te dan miedo, por lo menos cuando las deseas?
Miedo y deseo a la vez son peligrosos.
Giorgio lo intuía confusamente. En las noches de insomnio, bajo los golpes despiadados de la migraña. En las pausas de aquella anestesia del alma que había debido aprender demasiado temprano. Para sobrevivir al silencio.
Miedo y deseo y silencio juntos son peligrosos.
Uno puede perderse.
Uno puede volverse loco.
La verja automática se movió hacia dentro a pequeños impulsos. Cuando se abrió del todo entré con el coche y bajé en primera la rampa que llevaba al garaje subterráneo. Había un espacio destinado a los invitados y allí me ubiqué disciplinadamente.
Había transcurrido una semana desde nuestro regreso a Bari. Cuando estaba empezando a preocuparme, a pensar que Francesco había realizado solo la entrega, guardándose el dinero, llegó su llamada.
– Vamos esta mañana. Pasa a buscarme dentro de dos horas.
Ya había recuperado el paquete y me guió hacia un barrio residencial, fincas con jardines y garajes, gente adinerada.
– Subo yo solo, espérame en el coche. No hace falta que vengas tú también. Se trata de una persona de la que me fío, pero nunca se sabe.
Tuve un momento de contrariedad. Me habría gustado participar materialmente en la entrega, pero Francesco tenía razón. Era un riesgo inútil. Y tal vez el cliente mismo no tuviera ninguna intención de que le vieran.
Francesco tomó la mochila -la misma que teníamos en España- y desapareció en el ascensor. Yo me quedé en el coche a esperarlo. Me dije que probablemente cortarían el envoltorio con un cortaplumas para probar la calidad de la mercancía. Después pensé que era una tontería de película.
Pasaron unos diez minutos, la luz roja del ascensor se encendió y yo vi mentalmente una veloz película. Las puertas automáticas se abrían con lentitud pero no salía Francesco. En su lugar aparecían dos hombres con grandes pistolas. Eran policías que me gritaban que saliera del coche con las manos en alto. Me hacían apoyar las manos en el capó, me obligaban a abrir las piernas y me registraban.
Debía decir que no sabía lo que estaba sucediendo. Cuando me preguntaran por la cocaína diría que yo no sabía nada. Mi amigo Francesco me había pedido que lo acompañara a casa de una persona para un recado. Yo lo había acompañado y eso era todo. ¿Qué pasaba? ¿Qué querían de mí? Tenía un tono decidido pero sentía que estaba a punto de ponerme a llorar.
Las puertas del ascensor se abrieron muy despacio y salió Francesco, con la mochila en los hombros. Mientras él caminaba apresuradamente hacia el coche, me di cuenta de que una vez más había contenido la respiración.
– Hecho -dijo mientras se subía.
Puse en marcha el coche, salimos por la rampa, bajé la ventanilla y pulsé el botón para abrir la verja. Mientras enfilábamos la calle, Francesco me tiró de la manga. Me volví y vi la mochila abierta, llena de billetes. Repleta. Todavía no sabía cuánto era, pero sabía que nunca había visto tanta pasta. Me vinieron ganas de reír. Me vinieron ganas de abrazarlo. Había sido tan malditamente fácil que todas mis dudas y todos mis temores me parecieron absurdos. Además, qué coño, no habíamos hecho nada malo. Si aquél, quienquiera que fuese, quería meterse la cocaína a kilos, era asunto suyo. En mi euforia pensé que debíamos hacer una decena de operaciones por el estilo, guardar un buen montón de dinero y después estaba bien, basta.
Ese pensamiento me gustó. Perfecto, ahora tenía un proyecto para el futuro. Las cosas podían tener un sentido, ¡y eso era tan alentador! Barría cualquier resto de sensación de culpa. Un concepto como el último cigarrillo de Zeno. *Con cierta elasticidad. Obviamente, me había olvidado por completo de mis propósitos de antes del viaje. Como, por ejemplo, volver a estudiar, volver a una vida normal, etcétera. Ahora pensaba que había una montaña de dinero para ganar sin hacerle daño a nadie. No nos dedicábamos a robar bancos. Y tampoco teníamos por qué continuar así toda la vida. Me repetía con una obsesión de demente que bastaba una decena de operaciones por el estilo y después pensaría en el futuro. Pero sin problemas, ningún problema. Si quería, hasta podía comprarme una casa. Diría a mis padres que había ganado en las apuestas del fútbol o cualquier otra cosa. Quién sabe cuánto había exactamente en aquella mochila. No me importaba nada más que aquellos billetes. Quería tocarlos, hundir las manos en ellos. Era un chico normal de veintidós años.
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