Bebimos ron, fumamos algunos porros que Angelica ya tenía liados. Nuestras conversaciones eran totalmente inconexas, como ocurre en esas ocasiones. En un momento dado Angelica aspiró una bocanada de su porro, la última tal vez, y dijo que quería pasarme su humo. Yo la miré entrecerrando los ojos con una sonrisa idiota. Ella no esperó mi respuesta, pegó su boca a la mía y me echó el humo dentro. Tosí y ellos dos rieron mientras yo trataba de adoptar una actitud digna. Luego ella dejó de reír y me besó. Su boca era dura y agresiva, como un refuerzo de goma en un enchufe, su lengua era igual: elástica y fuerte.
Después, la escena es confusa, a veces fragmentaria. Ella sigue besándome mientras sus manos bajan para desabrochar mis pantalones. Su boca ya no está sobre la mía sino en otra parte. Estoy desnudo y ella también lo está, desnuda, sobre mí y moviéndose lentamente. Hace algo contrayendo los músculos de la ingle y la sensación me llega directa al cerebro, mucho más que el humo y el alcohol. Pienso que es excelente, excelentísima. Justo como decía Francesco. Ah, Francesco. ¿Dónde está? Vuelvo la cabeza con un movimiento lentísimo, pero en cualquier caso el más veloz que consigo hacer, y lo veo. Está sentado en el suelo, a mi izquierda, tal vez a un metro de distancia, tal vez a menos. Tiene una sonrisa vaga y nos está mirando. O tal vez mira hacia otra parte. Angelica continúa moviéndose y me parece que se toca mientras se me folla. Después todo se mezcla.
Antes de dormirme, o lo que sea aquel hundirse, veo a Angelica y a Francesco. Están juntos, se mueven en cámara lenta. Muy cerca. Yo en cambio estoy lejos.
Cada vez más lejos.
Me despertaron la luz, el calor, la nariz tapada, los dolores en la espalda y el cuello. Había dormido en el suelo, la garganta me quemaba, la lengua estaba pegada al paladar. Tenía una sensación de náusea y opresión.
Me incorporé apoyándome en los brazos. Francesco y Angelica dormían en la cama, en la parte opuesta de la habitación. Dormían profundamente y me quedé unos minutos observándolos. Francesco compuesto, como siempre. Tendido de espaldas, con los brazos a lo largo del cuerpo, tenía un aire tranquilo. Respiraba por la nariz, silenciosamente.
Angelica estaba acurrucada sobre un costado, con una mano entre la cabeza y la almohada, vuelta hacia Francesco. Me hizo pensar en una niña. Luego me volvió a la memoria lo ocurrido la noche anterior y tuve que apartar la mirada.
No sabía qué hacer. Me sentía tan fuera de lugar allí, con aquellos dos que dormían en aquel cuartito caluroso, impregnado de olores que no quería percibir. Pero no podía irme. La sola idea de pasar otra mañana dando vueltas sin meta, hundido y solo en el calor tórrido, me desasosegaba.
Mientras estaba allí pensando, Francesco abrió los ojos. No se movió. Abrió los ojos y me miró sin decir nada. Por unos instantes pensé que se trataba de una forma de sonambulismo o algo parecido. Se sentó en el borde de la cama.
– Buenos días -dijo.
– Hola -contesté.
– ¿Hiciste café?
Lo miré. Me parecía tan absurda aquella pregunta banal.
– Está allí, en aquel mueblecito entre la cocina y el fregadero -dijo ligeramente nervioso.
¿Qué? Iba a preguntárselo cuando me di cuenta de que hablaba del café. Ya había pasado una noche en aquella casa, pensé. De modo que fui hacia aquel mueblecito -un horrible objeto verde pálido con calcomanías de flores descoloridas-, tomé el café y la cafetera, lo preparé.
Bebimos en tacitas que habían perdido el asa. Le llevé una a Angelica, que se había despertado al oír nuestras voces y los ruidos. Cogió la taza con ojos soñolientos y el aire atontado de quien no está acostumbrado a ciertos gestos.
Yo estaba avergonzado de encontrarme todavía allí con el recuerdo confuso de la noche anterior. Hubiera querido estar lejos. Hubiera querido desaparecer.
Angelica se levantó, completamente desnuda, fue al baño y a través de la cortina que hacía de puerta se oyó el ruido de su pis. Me pareció que las paredes de aquella habitación, ya pequeña, se cerraban sobre mí.
Nos quedamos el tiempo de fumar un cigarrillo. Cuando Francesco dijo que debíamos irnos, sentí un alivio desproporcionado.
– Yo me vuelvo a dormir -dijo Angelica.
– Iremos al bar, esta noche o a lo sumo mañana. Tenemos que ver a un amigo -respondió Francesco.
Sentada en el borde de la cama, Angelica nos hizo un gesto desganado con la cabeza, alzando un instante la mano. Parecía que no le importaba nada de lo que haríamos o no haríamos. Tenía aspecto cansado, como de quien hubiese practicado ya otras veces -muchas- aquel ritual de los saludos. La habitación, con la luz que se filtraba por las cortinas y el calor ya opresor, estaba cargada de una sensación de derrota.
– Adiós -dije en la puerta, en voz baja. Ella no contestó. A través de la mirilla de la puerta que se cerraba la vi tenderse en la cama y desaparecer.
Nunca más volvimos a verla.
– Hoy tendría que volver Nicola, o tal vez volvió ya -dijo Francesco mientras bajábamos la escalera.
Salimos al sol violento. Encontramos una cabina telefónica y Francesco lo llamó.
– ¡Nicola!
Sí, estábamos en Valencia. Ya hacía tres días, ¿dónde coño te habías ido? Sí, bueno, bueno, como habíamos quedado. Podíamos pasar aquella misma noche. No, no había problema. Un amigo y socio. Podía quedarse tranquilo. Bueno, iría solo, pero no había nada de qué preocuparse. ¿Alguna vez le había creado problemas? Está bien, está bien, hasta luego.
Estaba hablando de mí. ¿Por qué necesitaba tranquilizar a Nicola?
– Vamos al hotel. Descansamos un poco y te lo explico.
¿Qué había que explicar? ¿Y de qué hablaba? Me lo preguntaba mientras nos arrastrábamos en el calor agobiante, rozando las paredes para atrapar un poco de sombra.
En una panadería compramos panecillos y cruasanes; pasamos por una charcutería y compramos queso, jamón y cerveza para comer en el hotel, donde por lo menos el aire era fresco.
Y allí, en el fresco malsano y ruidoso de aquel hotel poco recomendable, en medio de las migas de pan y las latas de cerveza caídas, Francesco me explicó qué habíamos venido a hacer en España.
– ¿Cocaína?
¿Estás loco?, estaba a punto de añadir. Pero me pareció algo banal. Insuficiente para la enormidad de lo que acababa de decirme. Entonces dejé aquella palabra sola, colgada de mis estupefactos signos de interrogación.
– Sí. De óptima calidad a un precio buenísimo. Podemos tener un kilo a cuarenta millones. Revendida en Bari así, sin siquiera dividirla en dosis, nos rinde más del doble. Tengo una persona que la compra toda y ríos da noventa, tal vez cien millones.
– ¿Y de dónde sacarás esos cuarenta millones?
– Los tengo.
– ¿Qué significa que los tienes? ¿Te trajiste cuarenta millones así, en efectivo, para los pequeños gastos? ¿O quieres pagar un kilo de cocaína con un cheque?
– Los tengo en efectivo.
Lo miré por algunos instantes. Tenía el dinero en efectivo. Es decir, había traído cuarenta millones -por lo menos cuarenta millones- desde Bari, cruzando toda Italia, toda Francia, hasta aquel lugar de la costa levantina de España. Es decir que había partido con la intención precisa de venir aquí, a España, y comprar un kilo de cocaína. Tal vez había partido sólo por ese motivo.
– Ya habías decidido en Bari venir aquí a comprar droga.
Se quedó en silencio una veintena de segundos. Luego se restregó la nariz con el índice y el pulgar y me contestó a su modo. Con una pregunta.
– ¿Qué problema tienes? Quiero decir: ¿cuál es tu verdadero problema?
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