– ¿Qué quiere decir cuál es mi problema? Una hermosa tarde de verano me dices: tomémonos unas vacaciones, partamos mañana sin una meta precisa. Yo estoy de acuerdo, hacemos este viaje sin rumbo y cuando estamos aquí descubro que todo estaba organizado. -Me interrumpí porque me resultaba difícil decir las palabras que se me habían formado en la cabeza. Tragué-. Descubro que estaba todo organizado para traficar con droga. ¡Joder!
– En esto tienes razón. Hice mal en no decírtelo, pero estaba seguro de que no habrías aceptado y no habrías querido partir.
– Puedes jurar que no habría partido.
– Está bien; me equivoqué al no ser sincero contigo. Pero ahora, ¿cuál es tu problema? Quiero decir: ¿te opones a comprar esta mercancía o piensas en los riesgos?
– Obviamente las dos cosas. Pero en resumen, ¿te das cuenta de lo que estamos hablando? Hablamos de comprar droga para venderla. Hablamos de un «negocio» que, si nos pillan, nos encierran por un tiempo que no quiero ni siquiera imaginar.
– ¿Te opones al consumo de drogas?
– Me opongo a la venta de drogas. Me opongo a hacerlo yo, sea la venta de cocaína o de cualquier otra cosa por el estilo.
– Hay gente que consume cocaína. Como hay gente que fuma o bebe. Nosotros también fumamos y bebemos.
– Ya he oído esa historia. Que el tabaco y el alcohol son mucho más letales que la droga, y mirad las estadísticas, sería mejor liberalizar la venta, etcétera, etcétera.
– ¿Y no estás de acuerdo?
– Eso no tiene ninguna importancia. Está prohibido. Es un delito…
Me interrumpí. Miré a Francesco a la cara. Tenía una expresión extraña. Los dos estábamos pensando lo mismo. O mejor dicho, yo comprendía lo que él estaba pensando y que no necesitó decir. A propósito de delitos por cometer y ya cometidos.
– Escucha, Giorgio, dejemos por un segundo este asunto del delito y todo lo demás. Miremos la cosa desde otro punto de vista. Imagina a una persona que tiene el hábito de consumir cocaína. Tal vez le guste invitar a sus amigos, puede permitírselo y, en resumen, quiere evitar tener que frecuentar una vez por semana a un camello, con todos los riesgos y los aspectos desagradables que eso implica. ¿Qué tienes, qué tendrías contra una persona de esa clase? Tal vez es un artista, qué sé yo: un pintor, un director de teatro, y la cocaína lo ayuda a ser más creativo. O simplemente le gusta y querría tener una provisión que le permita estar tranquilo por, digamos, un año. Sin riesgos y sin crearle problemas a nadie. Imagínate a uno así.
– ¿Y entonces?
– Entonces, ¿qué tendría de malo procurarle un kilo de cocaína a una persona como ésa? Y con ello ganarse algunas decenas de millones. Sin hacer daño a nadie. No estamos hablando de vender heroína a cualquier infeliz drogado que se mete en un callejón asqueroso y roba para conseguir el dinero para la dosis.
– Explícame bien una cosa. ¿Estás haciendo hipótesis por amor a la discusión o me estás diciendo que, además de haber organizado este viaje a mis espaldas para poder traficar tranquilamente, ya tenías al comprador? Explícamelo, por favor.
– Te he dicho que lo siento. Me equivoqué. Tú eres mi amigo y yo quería hacer este viaje contigo, y no sólo para comprar esa mercancía. Si lo que estamos discutiendo es que de alguna manera te he engañado, está bien. Si me estás diciendo que ya no confías en mí, está bien lo mismo. Tal vez tampoco yo confiaría en ti, si fuera el caso. Si es así dímelo y terminemos la discusión.
Permanecimos en silencio. Tenía razón. Yo estaba furioso porque me había tomado por tonto. También me sacaba de mis casillas que él hubiese tomado una decisión semejante, prácticamente dando por descontado que me convencería llegado el momento. Pero el hecho de que lo hubiera dicho tan directa y explícitamente me desarmó. El silencio se prolongó tanto que empecé a pensar en otras cosas. Que me apetecía un café. Que tenía que pensar en controlar el aceite y la presión de los neumáticos antes de partir.
Que tenía ganas de fumarme un cigarrillo y lo encendí enseguida. Francesco tomó mi cajetilla y sacó uno para él.
– No hay nada de malo. Y tampoco hay ningún riesgo.
– Esto es lo mejor de todo. No hay ningún riesgo. Sólo debemos cruzar España, Francia y toda Italia con un hermoso kilo de cocaína pura en el coche. Sólo debemos pasar dos fronteras con aduaneros, gendarmes, carabinieri y quién sabe qué más. Ningún riesgo. -Creía tener un tono burlón. En realidad, simplemente había mordido el anzuelo.
– Es sencillo. Vamos, mejor dicho voy yo en vista de que aquel imbécil juega a representar el papel del gran criminal, a buscar la mercancía. La empaquetamos como es debido y la enviamos a Bari. La enviamos a un apartado postal seguro, al regresar hacemos la entrega, cogemos el dinero y lo dividimos.
– ¿Por qué tendríamos que dividir si el dinero para comprarla lo pusiste todo tú?
– Dividiremos los riesgos. Si ocurre algo en la expedición, si, hipótesis remota, debiéramos perderla, somos socios para todos los imprevistos. Si perdemos la mercancía tú me das tu parte, o sea veinte millones. Si todo va bien, como es casi seguro, de lo que nos saquemos deduciremos mis cuarenta y dividiremos la ganancia. Exactamente a medias, como de costumbre.
– ¿Y si nos pescan cuando estamos yendo a enviar el paquete?
– ¿Y si se nos cae una cornisa en la cabeza mientras paseamos por via Sparano en una tranquila tarde de primavera? Vamos, ¿por qué tendrían que pillarnos?
Cierto, ¿por qué tendrían que pillarnos? Y en efecto, ¿a quién hacíamos mal, si las cosas eran como había dicho él? Un solitario, rico comprador que quería tener su provisión y, en el fondo, eran sólo asuntos suyos. Prendí otro cigarrillo con la colilla del anterior, Francesco me apretó el brazo a la altura del hombro y me sacudió en señal de aprobación.
A partir de aquel momento hablamos de los detalles logísticos. La cocaína venía de Venezuela. Francesco dijo que era mejor que la colombiana. La pondríamos en una caja de zapatos y la espolvorearíamos bien con café. Aprendí que así se confunde el olfato de los perros, por si acaso. Haríamos el paquete con mucho papel de embalaje y cinta adhesiva y lo expediríamos. Fácil, inocuo, limpio.
En aquel momento tuve la certeza de que para Francesco no era la primera vez.
Salimos juntos al caer el sol. El calor opresivo apenas había disminuido. Francesco llevaba su macuto y dentro había cuarenta millones en billetes de cien y de cincuenta. Hicimos juntos un trecho del camino y después nos separamos. Me dijo que volveríamos a vernos en el hotel, esa noche o a la mañana siguiente.
Con seguridad a la mañana siguiente, pensé mientras él desaparecía en alguna parte entre las casas y la oscuridad que llegaba rápida.
Me fui al parque del río Turia. Me gustaba la idea de pasear entre las plantas y el verde, donde antes, quién sabe cuándo, habían estado el río, el agua, las barcas. Otro mundo.
Muchos años después experimentaría una sensación similar, pero mucho más fuerte, en el Mont Saint-Michel, caminando sobre la arena húmeda, entre los charcos de la marea baja. Escudriñaba la lejanía para tratar de ver el mar. Me imaginaba que llegaría de improviso. Me imaginaba esa ola que se formaba en el horizonte. Una espuma grandiosa, que se confundía con el cielo y las nubes, también grandiosos. Todos huían, pero yo permanecía allí, entre la arena y el cielo, con el monte y la fortaleza a mi derecha.
Mirando cómo llegaba la ola.
Pasé horas caminando por aquellos jardines. Observaba a la gente -jóvenes, familias con niños-, que disfrutaban del fresco y, extrañamente, tenía una sensación de infancia, de melancolía dulce, de vacaciones. Me había olvidado de Francesco, de la cocaína, de lo ocurrido en los días y los meses anteriores. Todo estaba muy, muy lejano. Era una languidez dulce. Semejante a la del comienzo del verano en los tiempos de la escuela secundaria. Todo era posible entonces, y el mundo era un jardín encantado, luminoso y, al mismo tiempo, rico de sombras frescas y acogedoras. Pleno de benignos secretos por descubrir.
Читать дальше