Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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Estaba a punto de dar media vuelta y hacer lo que me había dicho el carabinero cuando me vio un comandante que prestaba diariamente servicio en los tribunales y me conocía. Le dijo al muchacho que yo era efectivamente un abogado y que me podía dejar pasar.

El vestíbulo estaba lleno de gente; mujeres, muchachos, carabineros, agentes de la policía penitenciaria y abogados, sobre todo de provincias. Se iba a celebrar la primera vista del juicio contra una banda de camellos de Altamura. El ruido de fondo era el que se oye en un teatro antes del comienzo del espectáculo. El olor de fondo era el de ciertas estaciones de tren o de ciertos autobuses abarrotados de gente. O de muchos vestíbulos de tribunales.

Me abrí paso entre la muchedumbre, el ruido y el olor, alcancé el ascensor y subí a la Fiscalía.

El despacho de Alessandra Mantovani, fiscal sustituta del Estado, se encontraba sumido en el consabido desorden. Montones de expedientes encima del escritorio, las sillas, el sofá e incluso en el suelo.

Cada vez que entraba en el despacho de un fiscal, me alegraba de no serlo y haberme dedicado en vez de ello al ejercicio de la abogacía.

– Abogado Guerrieri.

– Señora fiscal.

Cerré la puerta mientras Alessandra se levantaba, rodeaba el escritorio, esquivaba una columna de expedientes y me salía al encuentro. Nos saludamos con un beso en la mejilla.

Alessandra era amiga mía, una señora muy guapa y probablemente el mejor miembro de la Fiscalía.

Era de Verona, pero unos años atrás había pedido el traslado a Bari. Había viajado con un billete sólo de ida, dejando a su espalda un marido rico y una vida sin problemas. Para irse a vivir con un sujeto que ella creía el gran amor de su vida. Hasta las mujeres muy inteligentes hacen tonterías. El sujeto no era el amor de su vida, sino un hombrecillo vulgar como tantos. Y, como tantos, al cabo de unos cuantos meses la abandonó de un modo vulgar. Y, de esta manera, ella se había quedado sola en una ciudad desconocida, sin amigos y sin ningún sitio adonde ir. Y sin quejarse.

– ¿Es una visita de cortesía o es que te has puesto a defender a algún maníaco?

Alessandra trabajaba en la sección de la Fiscalía que se encargaba de los delitos sexuales. Por regla general, yo no defendía a aquella clase de clientes, en aquel sector no era frecuente que alguien se constituyera en parte civil, por lo cual Alessandra y yo no teníamos muchas ocasiones de coincidir por motivos de trabajo.

– Sí, tu compañero del despacho de al lado ha sido detenido mientras paseaba por el parque municipal en gabardina. Y sin nada debajo. Lo pilló una cuadrilla especial del servicio municipal de limpieza y me ha encargado su defensa.

El compañero del despacho de al lado no tenía lo que se dice una reputación intachable. Se contaban a cuenta suya unas historias de lo más divertidas. Como también se contaban sobre las numerosas secretarias, funcionarias judiciales, mecanógrafas -generalmente entradas en años- que pasaban por su despacho fuera del horario oficial.

Bromeamos un rato y después le expliqué el motivo de mi visita.

Me había metido en un buen lío, fue lo primero que dijo. Gracias, ya me había dado cuenta.

Sabía, evidentemente, quién era el encausado y quién era su padre. Pues sí, evidentemente, y gracias una vez más por el tono tranquilizador. Cuando tenga algún problema y necesite apoyo moral, ahora ya sé adonde tengo que dirigirme.

¿Qué tal iba el juicio? Apestaba, ¿qué otra cosa esperaba? Apestaba desde todos los puntos de vista. Esencialmente, era la palabra de ella contra la de él, de entrada, en los hechos más graves. El acoso telefónico quedaba probado por los listados, pero eso era un delito menor. Había un par de certificados médicos emitidos por los servicios de urgencias que documentaban lesiones leves, pero, cuando se produjeron los hechos más graves, durante la convivencia, ella no había solicitado atención médica. Se avergonzaba de contar lo que había ocurrido. Es lo que siempre sucede. Las machacan y después ellas se avergüenzan de ir a contar que sus maridos o sus compañeros son unas bestias.

– Si quieres mi opinión, creo que Fumai fue violada durante la convivencia. Ocurre muy a menudo, pero casi nunca se presenta denuncia. Les da vergüenza. Es increíble, pero les da vergüenza.

– ¿Quién es el juez?

– Caldarola.

– Estupendo.

El juez Cosimo Caldarola era un burócrata triste e incoloro. Lo conocía desde hacía más de quince años, es decir, desde que empecé a ejercer en los tribunales, y jamás lo había visto sonreír. Su lema era: «no quiero líos». Lo ideal para aquel juicio.

– Dame alguna otra buena noticia. ¿Quién es el abogado de nuestro amigo?

– ¿Quién crees tú?

– ¿Dellissanti?

– ¡Bravo! Ya verás cómo no nos vamos a aburrir en este juicio.

Dellissanti era un cabrón. Pero bueno, peligrosamente bueno. Una especie de pit bull de ciento diez kilos. Nadie deseaba tenerlo por adversario. Yo lo había visto repreguntar a testigos del fiscal, conseguir hacerles decir una cosa e, inmediatamente después, justo todo lo contrario. Sin que se dieran cuenta. Por un breve instante tuve la inquietante visión de mi frágil cliente bregando con Dellissanti y pensé que estábamos bien arreglados. Pedí ver las actas y Alessandra Mantovani me dijo que estaban en la secretaría. Podía pasarme por allí, echar un vistazo al expediente y mandar que me fotocopiaran lo que me interesara.

Después de todas aquellas buenas noticias, me levanté para no seguir molestando.

– Espera -me dijo, y empezó a rebuscar en los cajones de su escritorio.

Poco después, reunió un pequeño montón de fotocopias que sacó de distintos cajones. Las introdujo en un sobre amarillo y me las entregó.

– Para las fotocopias de las actas, pásate por secretaría y paga los derechos. Pero éstas te las regalo yo. Creo que constituyen una lectura interesante. Para que te hagas una idea de la clase de sujeto que es nuestro amigo.

Cogí el sobre y me lo guardé en la cartera. Nos despedimos y me dirigí a secretaría para hacer fotocopias del expediente. Pensaba que todo estaba saliendo de maravilla.

10

Fui a secretaría y empecé a seleccionar las actas que me podían ser útiles y, al poco rato, me di cuenta de que estaba perdiendo el tiempo sólo para ahorrarme un dinerillo en fotocopias y derechos de material de escritorio. Así que le dije al funcionario que quería una copia íntegra del expediente y que la necesitaba para aquella misma mañana. Pagué los derechos con sobretasa de urgencia y eso me hizo recordar que no les había pedido ni siquiera un anticipo a la señorita Fumai y a su amiga la monja.

Regresé al despacho a la hora de la comida con todo un cartapacio de fotocopias.

Le dije a Maria Teresa que me pidiera un par de bocatas y una cerveza en el bar de abajo y, cuando llegó mi almuerzo, me puse a trabajar y a comer.

El expediente no contenía datos de especial interés. En síntesis, ya lo sabía todo.

Tal como había dicho Alessandra, los cargos contra Scianatico consistían esencialmente en las declaraciones de mi cliente. Había un par de pruebas: dos certificados médicos, los listados telefónicos. En un juicio normal, puede que eso hubiera sido suficiente. Pero el nuestro no era un juicio normal.

En cuestión de una hora terminé de estudiar el expediente. Después abrí la cartera, saqué aquel sobre amarillo y examiné su contenido.

Eran fotocopias de un libro de criminología de un psiquiatra americano. Hablaba de un tipo de criminal con el que yo jamás había tratado desde que era abogado. O puede que sí, pero sin saberlo. El stalker, el acosador.

En las primeras páginas, el autor citaba la legislación de los Estados Unidos, numerosos estudios y el manual de clasificación criminal del FBI, para terminar describiendo la figura del acosador como «un depredador que sigue furtiva y obstinadamente a una víctima sobre la base de un criterio específico y adopta una conducta encaminada a suscitar angustia emocional y también el razonable temor a ser víctima de asesinato o a sufrir lesiones físicas; o que adopta una conducta continuada, voluntaria y premeditada consistente en seguir y acosar a otra persona».

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