Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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Dije que nos volveríamos a ver cuando yo hubiera examinado los papeles, unos cuantos días antes de la vista. Prefería hablar del caso tras haberme hecho una idea de lo que contenía el expediente.

La reunión duró una hora como mucho. Durante todo este tiempo sor Claudia no dijo ni una sola palabra. Se pasó el rato mirándome con aquellos ojos indescifrables.

Cuando se fueron, dirigí casi involuntariamente una mirada a sus ajustados vaqueros. Fue sólo un momento, antes de recordar que era una monja y que aquélla no era manera de mirar a una monja.

8

Llegó una vez más el fin de semana. Nos habían invitado a una fiesta dos amigos de Margherita. Rita y Nicola. Alocados pero simpáticos. Para disponer de más espacio, se habían ido a vivir a un chalet de las afueras de la ciudad, junto a la vieja carretera que conduce al sur y discurre entre el mar y el campo.

Dicho de esta manera, podría parecer romántico. Pero el chalet estaba medio en ruinas, el jardín parecía el de la casa de los Usher, tal como lo describe Poe en su célebre relato y, a pocos metros de la verja, se reunían cada noche unas chicas del Este más o menos vestidas, según la temporada. Los vehículos de sus clientes se detenían prácticamente en casa de Rita y Nicola. Llegaban constantemente hasta bien entrada la noche. De vez en cuando también aparecían la policía o los carabineros, hacían una redada de clientes y de chicas, repatriaban a algunas y, durante unos cuantos días, cesaba el tráfico. Después, en cuestión de una semana, todo volvía a ser como antes. La campiña que se extendía en la parte de atrás del chalet estaba poblada por manadas de perros asilvestrados y salpicada de ruinas que se utilizaban como depósitos de objetos robados. Eso yo podía afirmarlo con conocimiento de causa, puesto que uno de los contrabandistas que usaban aquellas ruinas era cliente mío y una vez había sido detenido mientras descargaba un camión de aparatos de alta fidelidad precisamente en una de aquellas barracas.

Para Rita y Nicola todo aquello no suponía aparentemente ningún problema. Pagaban un alquiler tan bajo que hasta resultaba ridículo por más de trescientos metros cuadrados de superficie que en el centro de la ciudad jamás se habrían podido permitir el lujo de conseguir. El chalet estaba lleno de toda suerte de cosas de lo más extrañas. Y, cuando se celebraba alguna fiesta, de personas de lo más extrañas.

Rita era pintora y daba clases en la Academia de Bellas Artes. Nicola era propietario de una librería especializada en new age, filosofías y prácticas orientales y esoterismo.

Una de las habitaciones del chalet estaba decorada con esteras en el suelo y espejos en las paredes. Allí se hacían seminarios de meditación trascendental, de tai chi chuan, de shiatsu; reuniones de estudio acerca del Libro Tibetano de los Muertos, el horóscopo chino y similares.

Nicola era una especie de Buda del extrarradio, estilo personaje de Hanif Kureishi, para entendernos. Sólo que no actuaba en el Londres de los años setenta, sino en la Bari del dos mil. Más concretamente, entre el barrio de Iapigia y Torre a Mare.

Antes de salir, en el momento de prepararme, mientras me estaba lavando los dientes delante del espejo del cuarto de baño, me pareció ver algo bajo los ojos. Como una ligera sombra o una leve hinchazón. Enjuagué el cepillo, lo dejé en su sitio y miré con más detenimiento. Eran efectivamente dos ligerísimas inflamaciones entre los ojos y los pómulos.

Bolsas debajo de los ojos, pensé textualmente. Me cago en la mar. Mierda.

Con cierto titubeo y sin dejar de mirarme al espejo, acerqué el índice de la mano derecha a una de aquellas… cosas. Allí estaban. Lo decía el tacto además de la vista.

Probé a tirar hacia abajo con el dedo de aquella piel que ya no me parecía la mía. No era elástica; tenía la debilitada resistencia de un tejido un poco desgastado. Eso pensé, por lo menos en aquel momento.

Entonces me empecé a estudiar la cara muy de cerca en el espejo. Me di cuenta de que tenía arrugas en las comisuras de la boca, cerca de los ojos y, sobre todo, en la frente. Largas y profundas como trincheras. ¿Cómo era posible que me hubieran salido sin que me diera cuenta? Me pellizqué la piel en distintos puntos de la cara para ver cuánto tiempo tardaba en volver a su sitio. Mientras hacía el experimento, me vino a la mente cuando de pequeño, sentado en el regazo de la bisabuela, le pellizcaba las mejillas. Tiraba de ellas hacia abajo y después observaba cómo la piel volvía a su sitio. Muy despacio.

Eso me hizo recordar también el cuello, todo lleno de arrugas y pliegues, de la bisabuela. Entonces estudié el mío. Que, naturalmente, era el cuello normal de un señor de cuarenta años, sano y en aceptable buena forma física. Mi bisabuela, cosa en la cual no me había detenido a pensar en un primer momento, tenía por lo menos ochenta y cinco años en la época de mi recuerdo, y puede que algunos más.

Estaba a punto de dar comienzo a una afanosa búsqueda de señales del tiempo -que evidentemente había pasado sin que yo me diera cuenta- cuando sonó el timbre de la puerta. Entonces, consultando el reloj, observé en este orden: a) que Margherita ya estaba lista y llamaba a mi puerta probablemente pensando que yo también lo estaba, puesto que ya era la hora de irnos; b) que no estaba listo en absoluto; c) que, a lo mejor, me estaba agilipollando ligeramente.

Fui a abrir, no señalé el punto c) a Margherita (y para evitar que lo percibiera ella sola por su cuenta, me abstuve también de preguntarle si, a su juicio, yo tenía arrugas o bolsas debajo de los ojos), terminé de prepararme a toda prisa y, un cuarto de hora después, ya estábamos en la calle. Por aquella noche dejé de preocuparme por el paso del tiempo y por los anexos dermatológicos.

Ya desde fuera del chalet se oía la música. Instrumentos de viento y de cuerda, tonalidades remotas y místicas, algunos golpes de gong. Lo mejor de la new wave vietnamita, me explicó alguien poco después. Un género musical que me encanta escuchar. Incluso durante cinco minutos seguidos.

La casa estaba llena de humo de incienso y de personas. Algunas eran casi normales.

Margherita desapareció casi de inmediato en la niebla y entre la gente; poco después la vi charlando con un tipo alto, delgado y barbudo, de unos cincuenta años. El barbudo vestía un impecable traje cruzado príncipe de Gales y, allí en medio, parecía una aparición irreal. Yo no conocía a casi nadie y no me apetecía demasiado conversar con los pocos que conocía. Así que me entregué casi de inmediato a la comida, que estaba abundantemente dispuesta encima de una larga mesa.

Había una cosa que parecía una especie de gulasch, pero que no era húngara, sino indonesia, y se llamaba rendang de buey. Después había algo semejante a una paella, pero que no era española, sino también indonesia y se llamaba nasi goreng . Y después una cosa que parecía una inofensiva ensalada mixta italiana. Pero no era italiana -también era indonesia- y, sobre todo, no era inofensiva. Cuando la probé, tuve la sensación de haberme metido en la boca la llama oxhídrica de un soplete. No recuerdo su nombre indonesio exacto, pero la traducción sonaba más o menos así: ensalada de verduras con salsa muy picante.

Sea como fuere, me lo comí todo, incluso unas crepes de mango con salsa de coco y un pastel de plátanos y canela. Puede que estas dos cosas fueran vietnamitas; en cualquier caso, estaban muy ricas.

Me di una vuelta por la casa y mantuve charlas insulsas con sujetos alelados. De vez en cuando veía a Margherita, que seguía conversando con el barbudo. Empecé a molestarme ligeramente y miré a mi alrededor en busca de alguien que tuviera un cigarrillo que ofrecerme. Pero enseguida recordé que había dejado de fumar y, de todos modos, nadie fumaba. El humo es decididamente old age.

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