Gianrico Carofiglio - Con los ojos cerrados

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Guido Guerrieri es un abogado muy especial. Despues de anos de defender a personajes impresentables y de tocar fondo en todos los aspectos de su vida, Guerrieri, quiza en busca de alguna modesta redencion, empieza a trabajar en casos de esos que no aportan dinero ni gloria sino tan solo nuevos enemigos. En Testigo involuntario era un inmigrante senegales acusado del brutal asesinato de un nino. En Con los ojos cerrados, Guerrieri se topa con el caso de una mujer golpeada que ha tenido el valor de denunciar el acoso de su ex pareja. Hasta ahora, ningun abogado quiere representarla por temor a los poderosos personajes implicados. Pero cuando un inspector de policia se presenta en su despacho para pedirle ayuda, y lo hace acompanado de Sor Claudia, una monja que, mas que religiosa, parece una mujer policia, Guido Guerrieri se da cuenta de que este puede ser el caso mas interesante, y mas dificil, de toda su carrera

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Por eso ella necesitaba un abogado. Porque tenía miedo, pero no quería echarse atrás. Tancredi también me reveló quiénes eran mis dos compañeros de profesión a los que había recurrido la muchacha antes que a mí. Uno había dicho que lo sentía, pero que tenía por principio no asumir la defensa de la parte civil. Yo sabía muy bien quién era y me pregunté si conocía siquiera el significado de la palabra principio.

El otro había dicho que estaba desbordado de trabajo y que, por desgracia, no podía aceptar el caso. Por desgracia, claro. En aquel momento, la muchacha estaba desesperada y aterrorizada. No sabía qué hacer. Había hablado con sor Claudia y ésta había hablado con Tancredi. Para pedirle consejo. Éste le había mencionado mi nombre. Y ambos habían ido a verme. Sin la chica. Ni siquiera le habían hablado de la reunión porque, si yo también me negaba, sor Claudia no quería que la chica lo supiera.

Llegados a aquel punto, el relato ya había terminado. No me tenía que sentir obligado a aceptar el caso, terminó diciendo Tancredi. Si me negaba, ellos lo comprenderían. Y estaban seguros de que no alegaría motivos de principios o de exceso de trabajo para negarme.

Silencio.

Miré a sor Claudia. No tenía la pinta de alguien capaz de comprenderlo. Para nada.

Me pasé la mano por la cara a contrapelo de la barba, que ya me había vuelto a crecer desde la mañana. Después me pellizqué cuatro o cinco veces la mejilla entre el índice y el pulgar sin dejar de rascarme la barba.

Al final, hice una mueca de suficiencia y me encogí de hombros. No había ningún problema, dije. Yo era un abogado y un cliente era igual que otro. Mientras lo decía, pensé que era una gilipollez.

Me pareció que los rasgos de sor Claudia se relajaban imperceptiblemente. Algo similar al alivio. Tancredi sonrió sin apenas mover los labios, con cara de no haber tenido jamás la menor duda acerca del resultado de la partida.

Ya no quedaba apenas nada que decir. La chica tendría que acudir a mi despacho para firmarme el poder. Y para conocernos, claro, puesto que yo estaba a punto de convertirme en su abogado. Después yo iría a ver al ministerio público para hacer las copias del expediente. Me lo tendría que estudiar todo rápidamente. El juicio empezaría dentro de dos semanas. Le pedí a sor Claudia que me dejara un número de teléfono y, tras dudar un instante, ella anotó en un papelito el número de un móvil.

– Es mi número. Un teléfono que está siempre encendido.

Cuando se fueron, me apoyé de espaldas contra la puerta, mirando al techo. Hice el gesto de buscar en los bolsillos el paquete de cigarrillos que no estaba allí.

6

Por regla general, yo también me habría tenido que ir. Ya había superado ampliamente mi horario, no había pasado por casa ni siquiera cinco minutos desde que saliera por la mañana y necesitaba darme una ducha y quizá también comer algo.

Pero, en lugar de irme, me quedé en el despacho. Me senté detrás del escritorio de mi secretaria. Para pensar, o algo por el estilo.

Gianluca Scianatico era un célebre imbécil. Un típico y conocido exponente de la Bari pija. Algo mayor que yo, ex matón fascista, jugador de póquer. Y cocainómano, según se decía.

Era médico y trabajaba en un hospital universitario de la Policlínica. Nadie que conociera ciertos ambientes de Bari podía creer que hubiera llegado hasta allí -licenciatura, cursos de especialización, oposición, etc.- por sus propios méritos.

Su padre era Ernesto Scianatico, presidente de una de las salas de lo penal del Tribunal de Alzada. Uno de los hombres más poderosos de la ciudad. Sobre él, sus amistades, sus asuntos extrajudiciales, se había dicho prácticamente todo. Siempre en voz baja, en los pasillos del tribunal o en otro lugar. Se hablaba de declaraciones anónimas acerca de toda una serie de hechos relacionados con él, tanto de manera directa como indirecta. Se decía que algún abogado, y también algún magistrado, había intentado denunciarlo.

Se sabía que todas aquellas declaraciones, tanto anónimas como firmadas, no habían surtido el menor efecto. El presidente Scianatico era de esos que saben cubrirse las espaldas.

Una de las ideas más estúpidas que se le podían ocurrir a alguien que se dedicara a mi oficio -el de abogado penalista en Bari- era enfrentarse con él. Aproximadamente la mitad de los juicios, tras la sentencia de primera instancia, pasaba a su sala para la revisión del juicio. Es decir, aproximadamente la mitad de mis juicios pasaba a aquella sala para la revisión. Se me estaba abriendo un brillante futuro profesional, pensé.

– Enhorabuena, Guerrieri -dije entonces en voz alta, tal como me ocurría desde la infancia cuando mis pensamientos se volvían demasiado ruidosos-, has encontrado una vez más un follón en el que meterte. Has superado el fatídico umbral de los cuarenta, pero tu habilidad para acabar en líos de todo tipo, orden y condición sigue absolutamente intacta. Bravo.

Me quedé un buen rato así, preocupado. Con la mirada vagando por las estanterías y entre los volúmenes que las llenaban.

Después me harté.

Una constante de mi vida es que, al cabo de un rato, siempre me harto de todo.

De las cosas buenas y de las malas.

De casi todo.

En cualquier caso, mientras dejaba de preocuparme, acudieron a mi mente algunas de las cosas que poco antes me había contado Tancredi. De cuando él había ido a verla tras haber recibido la citación. ¿Qué le había dicho? Ah, sí. Que podía denunciarlo todas las veces que quisiera, total, a él no le ocurriría nada. A él nadie tendría el valor de tocarlo.

Y de esta manera, mientras dejaba de preocuparme, empecé a cabrearme. Me hizo falta muy poco para llegar al punto justo.

– A tomar por culo Scianatico, padre e hijo. A tomar por culo los dos. Ahora veremos si no te puede ocurrir lo que se dice nada, cabrón.

Después me dije que aquél sí era el momento de irme a casa.

Eso me lo dije mentalmente. Señal de que el estruendo del cerebro se estaba amortiguando.

7

Martina Fumai se presentó en el despacho sobre las siete de la tarde siguiente en compañía de sor Claudia. Maria Teresa las hizo pasar a mi despacho y yo las invité a sentarse en las dos sillas que había delante de mi escritorio.

Martina era muy agraciada, cabello castaño corto, muy bien maquillada, un no sé qué de huidizo en la mirada y los gestos. Muy delgada. Una delgadez un poco antinatural, como si hubiera seguido una dieta y no se hubiera detenido en el momento adecuado. Llevaba un suave perfume y puede que se hubiera puesto más del necesario.

Hablaba en voz baja y, nada más sentarse, me preguntó si podía fumar. Podía, por supuesto que podía, y entonces ella se encendió un fino cigarrillo sacado de una cajetilla blanca con motivos florales. Una marca desconocida. La clase de cigarrillos que jamás me han gustado. Tenía un encendedor cilíndrico con la cara de Betty Boop. Pensé que debía de significar algo.

Me agradeció que hubiera aceptado el caso. Yo le dije que no había ningún problema -justamente así, con una expresión que detesto: no hay ningún problema- y después le entregué las hojas con los poderes que tenía que firmar.

Me preguntó si hacía bien en constituirse en parte civil. Por supuesto que no. Es una locura. Saldremos con los huesos rotos. Tú y, sobre todo, yo. Y todo porque de niño leía tebeos de Tex Willer y ahora no soy capaz de echarme atrás cuando sería lo más inteligente que se podría hacer. Como en este caso precisamente. Tal como han hecho mis pragmáticos compañeros.

Pero no lo dije. En vez de eso, la tranquilicé. Le dije que no tenía que preocuparse, que efectivamente no era un procedimiento fácil, pero que lo abordaríamos de la mejor manera posible, con decisión pero también con prudencia. Y todo un montón de bobadas por el estilo. Al día siguiente iría a la Fiscalía para hablar con la representante del ministerio público y recoger los papeles. Dije que, por suerte, la magistrada Mantovani, era una persona seria. Y eso era cierto.

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