Volvió a sentarse en el columpio y sujetó débilmente con los codos la cadena. El olor a hierro que desprendían las palmas de sus manos le recordó el verano anterior, cuando intentó dar un giro completo en el columpio, convencida de que así quemaría mil calorías. Aún tenía una cicatriz muy fea en la pierna derecha, por haber fracasado lamentablemente en su intento. Entonces el aire no la había engordado, sino que la había hecho más flaca. Eso es lo que lo hacía todo tan difícil…, las leyes cambiaban y Tinna tenía que estar constantemente alerta si no quería ponerse gorda, más gorda, gordísima.
Tinna aguzó los oídos. Desde el otro lado de la calle llegaban voces de hombres. Volvió a ponerse de pie en el columpio para ver cuando metieran a la señora en la ambulancia, pero lo hizo con mucho cuidado, por miedo a caerse si se mareaba. No quería perderse nada. Primero apareció un policía que iba delante de los hombres de la ambulancia y abrió la puerta. Los otros iban detrás llevando la camilla, y la niña se puso rígida. Aguzó la vista y tembló. ¿A lo mejor aquello tenía una explicación? ¿A lo mejor la mujer estaba resfriada y no podía coger frío? Saltó del columpio y se acercó rápidamente a la acera. El policía, que estaba sujetando la puerta trasera de la ambulancia, se percató de su presencia y le hizo señas para que se alejara.
– Aquí no hay nada que ver. Márchate a tu casa -gritó a la niña.
Tinna no respondió. Por lo general le daban miedo los hombres adultos con autoridad, se tratara de médicos, directores de escuela, conductores de autobús o cualquier otro que le diera órdenes. Pero ahora fue como si el policía no estuviera allí, como si no tuviera nada que ver con ella. También era posible que no fuera más que un holograma tridimensional en una pantalla invisible, no una persona real como los enfermeros a los que estaba mirando fijamente. Tinna estaba boquiabierta, sin apartar los ojos de la sábana blanca que cubría a la mujer de la camilla. No se movía ni lo más mínimo. La señora no estaba resfriada, qué va. Estaba muerta y con ella habían muerto las esperanzas de Tinna de una vida mejor, en la que ella sería bella y admirada. Esa mujer sabía hacer bella a la gente. Lo había dicho ella misma. Tinna se dio media vuelta y se marchó a todo correr sin pensar hacia dónde. Si corría lo suficientemente deprisa, quizá iría más rápida que los pensamientos y podría librarse de la desagradable sensación de que a lo mejor su padre había hecho daño a la señora. No sería la primera vez. O el visitante que salió a escondidas de la casa, el visitante del papel. Tinna apartó todo de su mente, excepto que ahora tendría que quemar calorías.
Quemar, quemar, quemar.
– «Muerta», dices -dijo Guðni, y frunció las cejas, pensativo. Cerró los ojos y se dio un suave masaje en la frente. Su interlocutor estaba al teléfono, de modo que no tenía que guardar las formas con los gestos del rostro. Al principio de su carrera le habían enseñado que nunca debía dejar ver gesto alguno y que nunca debía dar pistas de su estado de ánimo. A Guðni aquello no le había costado ningún esfuerzo, pero de vez en cuando era bueno poder mostrar sus sentimientos y permitir que la desesperación o, más raramente, la alegría salieran al exterior. Respiró hondo-. ¿Cómo murió?
– Aún no se ha realizado la autopsia, pero todo parece indicar que se suicidó -respondió Stefán. Por su tono de voz era imposible saber si aquello le resultaba lamentable o triste, o si no le afectaba de ninguna forma. A lo mejor ese género de cosas era algo cotidiano para la policía de Reikiavik-. La autopsia será mañana, espero. Acabo de enterarme y me pareció que debía informarte. Naturalmente, no hice personalmente el trabajo en el lugar de los hechos, y de momento no sé nada más. Salgo mañana por la mañana, y para entonces espero tener más datos.
– ¿Dónde la encontraron? -preguntó Guðni. No había pensado nunca que Alda pudiera recurrir a soluciones tan extremas, pero en realidad solo la conocía de niña y de adolescente. En esa época lo tenía todo, era guapa y con muy buena cabeza. Claro que las cosas podían haber cambiado, y tal vez su vida hubiera discurrido por un mal camino. Deseó que no fuera así, pero si resultaba que sí, confiaba en que su fin no tuviera relación alguna con aquellos sucesos acaecidos en las islas tanto tiempo atrás.
– En su casa -respondió Stefán-. Una colega suya del trabajo fue a verla, según tengo entendido. Fue a saber por qué no daba señales de vida.
– Eso complica considerablemente el caso de los cadáveres -dijo Guðni. Calló un momento y luego añadió-: Al menos, Alda no confirmará la versión de los hechos que ofreció Markús.
– En efecto -fue la breve respuesta-. No logramos interrogarla. Se intentó sin éxito alguno contactar con ella, pero en cuanto se haya determinado la hora de la muerte podremos empezar a hacernos una idea de si se suicidó para escapar del interrogatorio.
– Si así fuera, habría que pensar que dejaría una carta, o algo que librase a Markús de cualquier sospecha -dijo Guðni-. No es nada bueno eso de dejarle en mitad del jaleo, en el caso de que ella tuviera algún esqueleto en el armario. Eran muy buenos amigos, según tengo entendido, y debió de darse perfecta cuenta de que solo ella podía confirmar la historia de Markús. A menos que no supiera nada de su declaración y del hallazgo de los cadáveres.
– De eso no tengo ni idea -respondió Stefán con frialdad-. Más bien procuro evitar forjarme historias al principio de una investigación. Ni siquiera conocemos la causa de la muerte. A primera vista parece que murió por su propia mano, pero quién sabe si se trata de cualquier otra cosa, un accidente o algo mucho peor. Mañana registraremos la casa y quién sabe lo que puede aparecer entonces.
– Esperemos que no más cadáveres -dijo Guðni-. A menos que se trate de un cuerpo sin cabeza -sonrió para su fuero interno-. No os olvidéis de bajar al sótano -colgó y se quedó mirando el teléfono sobre la mesa. Nada de todo eso encajaba.
Þóra dejó la bolsa de la compra y se tanteó el bolsillo en busca del móvil. El timbre sonaba amortiguado e intentó recordar si había colocado el teléfono en el bolsillo derecho o en el izquierdo de la chaqueta, o si se lo había metido en el bolso. Finalmente lo encontró en el bolsillo izquierdo, entre monedas y viejos recibos de la VISA. Vio el número de Markús en la pantalla y decidió no responder. Podía esperar hasta el día siguiente. Dejó el teléfono encima de la mesa y fue a poner en su sitio la comida que había comprado de camino a casa. Se acercaba la hora de que llegase Hannes con Sóley. El ex de Þóra la había salvado, incluso no planteó objeciones a su ruego y se ofreció a llevar a la niña a la piscina. Þóra esperaba que en adelante siguieran así las cosas, que la relación de unos ex esposos empezara a ser amistosa, por fin.
Su móvil dejó oír un pitidito. En lugar de cogerlo y leer el SMS, Þóra terminó de ordenar las comprar y encendió el horno. Leyó las instrucciones de preparación de la lasaña y metió el paquete en el horno frío, contraviniendo así las indicaciones del fabricante. Al final todo acabaría en lo mismo, la comida se calentaría la metiese con el horno frío o caliente. Luego buscó el teléfono, entró en la sala y se tumbó en el sofá.
El mensaje era de Markús: «Alda ha muerto. Policía quiere verme mañana x la mañana. Llama». Þóra dejó escapar un suspiro. Todo indicaba que Markús sería cliente suyo por más tiempo del previsto. Se sentó y marcó su número. O era el hombre más desdichado del país o en el fondo de todo había algo mucho peor.
Miércoles, 11 de julio de 2007
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