Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– Por las noticias que tengo, no se ha podido comunicar con ella -respondió Stefán sin mirar a Guðni-. Seguiremos intentándolo y esperemos localizarla hoy mismo. Pero yo prefiero hablar con ese Markús Magnusson que vino a por la calavera.

– Te refieres a la cabeza, supongo -le corrigió Guðni-. Es una cabeza, no una simple calavera.

Stefán miró a Guðni con gesto de todo menos de contento.

– Cabeza, calavera, coco…, ¿qué más da? Dudo mucho de que ese Markús haya dicho toda la verdad sobre lo sucedido. Su conducta durante la declaración me pareció fingida y estúpida.

– Será porque es un estúpido -respondió Guðni-. Siempre lo ha sido -encendió la linterna y fue hacia la escalera sin despedirse.

Dís tocó el claxon del coche y se inclinó sobre el volante para mirar por el cristal delantero. El pequeño adosado parecía vacío. Dís volvió a apoyarse en el respaldo. ¿En qué estaba pensando Alda? No había ido a trabajar dos días seguidos. No es que hubiera nada misterioso en ese hecho, cualquiera podía tener una gripe, pero no era propio de ella no dar señales de vida y no responder tampoco a los mensajes. Alda era la escrupulosidad en persona, siempre llegaba a su hora y, más aún, siempre estaba dispuesta a hacer horas extra cuando era necesario. Sería más que difícil encontrar otra enfermera parecida, y Dís sabía que, sin Alda, Ágúst y ella misma tendrían muchas dificultades para sacar adelante la clínica. Por eso le pagaban bien y hasta ese momento nunca había habido la menor sombra en su trabajo. No conseguían encontrar explicación a por qué no había llamado la mañana anterior para avisar de que no podía ir, precisamente cuando había cuatro intervenciones previstas. Dís y Ágúst se habían tenido que ayudar mutuamente, realizar las operaciones juntos (dos médicos a la vez) en lugar de alternarse con ayuda de Alda. En consecuencia hubo que cancelar unas cuantas citas y el anestesista tuvo que echarles una mano, lo que no favorecía la reputación de la clínica. No, aquello era de lo más extraño. Por eso Dís decidió pasarse a mediodía por casa de Alda para visitarla. Volvió a mirar por el parabrisas temiendo que le hubiera pasado algo. Vivía sola y no tenía hijos, de modo que era perfectamente posible que hubiera caído enferma sin que nadie se diera cuenta. Dís se bajó del automóvil.

Fue hacia la entrada de coches que separaba el chalet de Aída y el contiguo, y entró por una puertecita entreabierta en medio de la puerta del garaje, pintada de marrón. Le pareció vislumbrar el nuevo Toyota verde de Alda, pero no pudo verlo lo suficientemente bien para estar segura. En todo caso, era un mal augurio. Difícilmente podría haberse marchado Alda muy lejos sin el coche, y si estaba en casa era de lo más extraño que no hubiera dado señales de vida. Dís fue hacia la puerta exterior de la casa. Dentro se escuchó el sonido del timbre, que Dís pulsó varias veces. Dejó el timbre y puso la oreja en la puerta con la esperanza de oír a Alda, pero no pudo percibir sonido alguno que indicara la presencia de alguna persona. En cambió, se dio cuenta de que la radio estaba en funcionamiento. Apretó la oreja todavía más sobre la puerta y se tapó la otra. Sí, sí. Incluso pudo reconocer la melodía. Era una canción antigua de Vilhjálmur Vilhjálmsson sobre un niño que llama a su padre. Dís se incorporó y frunció las cejas. Enseguida pasó por su mente la idea de que era muy extraño que, después de trabajar con Alda durante siete años, no tuviera ni idea de sus gustos musicales. Por algún motivo, nunca se había presentado la oportunidad de hablar de ello. Cogió el picaporte de la puerta e intentó abrirla. No estaba cerrada con llave.

– ¡Alda! -la llamó Dís desde el umbral.

No hubo respuesta…, solo la llorosa voz de Vilhjálmur pidiéndole a su «papá» que le esperase. Dís empujó hasta que la puerta se abrió por completo. Entró y volvió a llamarla.

– ¡Alda! ¿Estás en casa?

No hubo respuesta. La canción terminó, pero pocos segundos más tarde volvió a empezar. Tenía que ser un CD, con el reproductor puesto en repetición. Las emisoras de radio aún no habían llegado tan bajo como para dedicarse a poner la misma canción una vez tras otra. Dís se dirigió lentamente hacia la escalera que llevaba al piso superior. Si Alda se encontraba enferma, seguramente estaría acostada arriba, en su dormitorio. Dís no había entrado en la casa nada más que una vez, cuando Alda los invitó a cenar a ella y a Ágúst, con sus parejas respectivas, un año antes, pero estuvieron todo el tiempo en el piso de abajo. La cena había sido inmejorable, como era de esperar: buena comida y un vino exquisito, todo preparado con el mejor gusto. Dís recordó que le había extrañado que Alda no hubiera tenido una relación estable después de su divorcio, que realmente ya había superado por completo cuando empezó a trabajar en la consulta. Era una mujer muy simpática, cercana ya a los cincuenta, y que se conservaba estupendamente; amable, divertida y sensata. Dís pronunció el nombre de Alda una vez más antes de pisar el primer escalón. No hubo respuesta. La música se oía con mayor claridad según subía la escalera. Dís procuraba no hacer ruido, con la esperanza de que Alda estuviera dormida al son de aquellas tristes notas.

La voz de Vilhjálmur Vilhjálmsson surgía de una puerta entornada. Dís repitió el nombre de Alda, ahora en voz más baja que antes. No quería que se llevara un susto si estaba solo dormida, o vistiéndose, cosa improbable. Vio más allá de la puerta la colcha bordada sobre la cama. Dís abrió la puerta con un pie y se llevó la mano a la boca al ver el dormitorio de la dueña de la casa. La música surgía de un reproductor de CD que había en la mesilla de noche, y a su lado había una botella vacía de vino, un frasco de medicinas abierto y una jeringuilla. En mitad de la cama estaba Alda. Dís no necesitó recurrir a sus conocimientos médicos para darse cuenta de que era totalmente inútil intentar recurrir a los procedimientos de reanimación.

Capítulo 4

Martes, 10 de julio de 2007

Þóra se reclinó de nuevo en la silla y suspiró. Intentaba imaginar a quién podía recurrir para que la salvara yendo a recoger a su hija Sóley… por segundo día consecutivo. De su madre, ni hablar. Ya la había salvado la tarde anterior, cuando Þóra se retrasó en las Vestmann, y, además, sus padres estaban de camino al teatro. Menuda regañina le esperaba si su madre se perdía la representación que llevaba meses esperando emocionada. La función era, naturalmente, casi un documental sobre la injusticia a la que se ven sometidas las mujeres en el mundo actual. Þóra sonrió. Su padre le quedaría agradecidísimo si le salvaba de la visita al teatro, pero pese a todo decidió no molestarles demasiado. La desesperación de su madre duraría mucho más que el agradecimiento de su padre.

Þóra decidió llamar a su ex. Hannes estaría encantado, o más bien todo lo contrario. El trabajo de especialista en medicina de urgencias no era, en absoluto, menos exigente que el ejercicio del derecho, y los días se hacían largos y agotadores. Se llevaba los niños en fines de semana alternos y a veces en otros momentos, cuando todo iba bien, pero en general no le gustaba mucho hacerse cargo de ellos cuando le avisaba con tan poco tiempo: Hannes tenía una nueva mujer y una nueva vida que se circunscribía habitualmente a ellos dos y a sus propias necesidades. La vida de Þóra, en cambio, tenía muy poco que ver con ella misma; en aquellos días, todo el tiempo se le iba en el trabajo, los dos niños y el nieto, que acababa de cumplir un año. Con el nieto iba, en realidad, una cuarta niña…, la nuera. Aún no había cumplido los diecisiete…, un año menos que Gylfi, el hijo de Þóra, aunque su madurez no iba pareja con sus edades. Por algún motivo extraño, los jóvenes padres habían conseguido conservar intacta su relación pese al amaraje forzoso en las profundas aguas de la edad adulta. Vivían juntos en casa de Þóra en semanas alternas, y la otra semana la chica se iba a casa de sus padres… sin Gylfi. Saltaba a la vista la frialdad existente entre su hijo y los padres de Sigga, que parecían incapaces de perdonarle la precoz maternidad de la hija. No se le escapaba a nadie, menos que a nadie a Gylfi, de modo que Þóra se quedó encantada con su decisión de no salir de casa cuando Sigga estaba con ellos. Así podía tener a su hijo más tiempo para ella y continuar con su educación, que se había visto muy afectada cuando este, sin haberlo pretendido, se dedicó a engrosar las filas de la humanidad.

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