Yrsa Sigurðardóttir - Ceniza

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La violenta erupción de un volcán en Islandia obliga a desalojar una pequeña isla. Las cenizas y la lava sepultan una población. Sus habitantes se ven en la necesidad de iniciar una nueva vida en duras condiciones, y muchos abandonan la isla.
Treinta años después aquel trauma parece superado, pero el proyecto Pompeya del Norte decide desenterrar algunas de las viviendas. En las excavaciones de una de las casas, junto a objetos y utensilios cotidianos, se realiza un hallazgo sorprendente: cuatro cadáveres habían quedado ocultos por las cenizas todo ese tiempo sin que nadie sospechara de su existencia. Una abogada se ve forzada a investigar qué había ocurrido realmente con aquellos cuerpos y cómo habían llegado allí. La evidencia de un antiguo crimen hará aflorar una sórdida historia de violencia que parece no haber finalizado todavía, estremeciendo la aparentemente tranquila vida de un pueblo de pescadores.

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– ¿Pero no ha dicho que la policía de investigación de Heimaey ha cerrado la tienda? -preguntó Markús, que parecía ya preocupado, para considerable alivio de Þóra.

– Las Islas Vestmann no quedan fuera de la jurisdicción de la brigada criminal y la policía científica, aunque los funcionarios se hayan marchado. Sencillamente, se subirán todos a un avión y se harán cargo del caso.

– Comprendo -dijo Markús con un hilo de voz.

Þóra suspiró aliviada. No podía por menos que sentirse cercana a aquel hombre tan distinto a ella misma. Parecía haber desaparecido su tendencia a perder el control, y la prepotencia que hasta entonces había caracterizado su comportamiento. Sin duda, en el sótano se llevó una terrible sorpresa, y Þóra le creyó plenamente cuando dijo que era la primera vez que veía aquellos cadáveres, y que lo único que iba a buscar era la cabeza. Þóra no había tenido tiempo de preguntarle por la extraña reacción de Markús cuando le informaron, al subir a la superficie, de que era necesario llamar a la policía. A Þóra le dio tal sensación de claustrofobia al ver el rostro deformado de la cabeza sin cuerpo, que parecía tener la lengua fuera, que no fue capaz de hablar con Markús antes de salir del sótano.

– ¿Qué tal si me dices por qué tenías tanta prisa por entrar en el sótano a buscar una cabeza que afirmas que ni siquiera sabías que estaba allí? He intentado encontrar una explicación pero he acabado dándome por vencida -hizo una pausa y miró a Markús a los ojos-. En cuanto me hayas dado tu versión de los hechos, entramos y que Guðni decida si quiere interrogarte formalmente o dejarlo y que sean los de Reikiavik quienes se ocupen del asunto.

– Perfecto -respondió Markús, respirando hondo-. Tienes razón.

Þóra se sintió satisfecha con el cambio, aunque no estaba segura de adonde conduciría.

– Tiene que quedar perfectamente claro que si le dices algo a Guðni y yo intervengo, deberás callarte y dejarme hablar a mí. Aunque lo que yo diga es que no contestarás a una determinada pregunta.

– De acuerdo -dijo Markús-. Tú mandas -la miró y sonrió con embarazo-. ¿Dónde estabas cuándo se produjo el enorme caso del ruibarbo? Me obligaron a arrancar las malas hierbas del patio del colegio por las tardes durante un mes entero.

Þóra devolvió la sonrisa. Miró a su alrededor para cerciorarse de que no había ningún subordinado de Guðni escondido por allí.

– Háblame de la cabeza que fuiste a buscar, pero de la que no sabías nada.

Guðni se echó hacia atrás y sacó la última página de una máquina de escribir eléctrica bastante antigua. La puso boca abajo con mucho cuidado, encima de las demás hojas que se habían ido acumulando, las cogió todas y ordenó el montón. Finalmente colocó las hojas sobre el escritorio, con el texto dirigido hacia Þóra y Markús.

– Todo tal y como estipulan las leyes. Leeros esto, y me gustaría que confirmaras tu declaración, Markús, a fin de cumplir con todas las formalidades y que tu abogada pueda respirar tranquila.

Þóra sonrió para guardar las apariencias. Le resultaba totalmente indiferente que al policía no le gustara cómo hacían las cosas, con tal de que los intereses de su cliente quedaran asegurados. Todo había acabado estupendamente. Markús había sido interrogado, de hecho, como sospechoso, pero no podía esperarse otra cosa tal como estaban las cosas. Lo principal era que no se había metido en más complicaciones hablando demasiado o hablando demasiado pronto. Þóra señaló la declaración con un movimiento de la barbilla.

– ¿Coincide todo con lo dicho? No habrás añadido nada, ¿verdad? -preguntó para vengarse, aunque solo fuera un poco.

– Claro, claro, en lo esencial es todo exacto -respondió Guðni con ironía. Abrió las manos y se inclinó sobre la mesa-. En términos más breves, pero así entiendo que deben ser las declaraciones ante la policía -dijo mirando a Markús-. A última hora de la tarde del 22 de enero de 1973, Alda Þorgeirsdóttir se puso en contacto contigo para pedirte que te llevaras una cajita y la escondieras. Tú estabas enamorado de Alda, que era la chica más preciosa de Heimaey en esa época, y te llevaste la caja sin pedir más explicaciones. Y la pusiste en el sótano de tu casa, con la idea de buscar más tarde un escondite mejor. No pudo ser, porque esa noche empezó la erupción y te despertaron tus padres, que te metieron en un barco que te llevó a tierra firme con tu madre y tus hermanos. En el barco volviste a ver a Alda, que te preguntó si te habías librado de la caja y dónde la habías metido, y tú le contaste la verdad. Con el pánico, te olvidaste la caja en el sótano. No le preguntaste a Alda lo que contenía aquella caja porque no querías asustarla con lo linda que era y demás -Guðni sonrió a Markús, que se ruborizó-. Luego no pasó nada durante treinta años, aproximadamente, hasta que apareció en las noticias la Pompeya del Norte, y Alda se puso en contacto contigo. Te pide por todo lo más querido que impidas que saquen tu casa de la ceniza, porque la caja sigue allí, y esta vez tú tampoco le preguntas por su contenido. ¿A lo mejor sigues enamorado de Alda?

Markús volvió a ruborizarse.

– No, no es ese el asunto. Sencillamente, es que el tema no había salido en nuestras conversaciones anteriores.

– Vaya -dijo Guðni, continuando con su resumen-. Al final del todo pone que te autorizan a bajar al sótano y a que te lleves lo que quieras, para tranquilizar a Alda. Te dispones a buscar la caja y llevársela a Alda, tal como ella te había pedido. Entonces se produce el bombazo: cuando estás en el sótano, decides averiguar, por fin, lo que hay en la caja, pero de ella sale rodando una cabeza momificada. Y en ese mismo instante tus ojos descubren tres cadáveres que no estaban allí aquella noche fatal.

– En realidad, la cabeza no salió rodando -respondió Markús, ya bastante molesto-. Me llevé tal susto al ver lo que había en la caja que la solté. La cabeza se cayó y aterrizó en el sitio donde está ahora. No rodó. En realidad, creo que le di una patada cuando eché a correr para salir de allí, pero no estoy seguro. Terminó justo al lado de los cuerpos y así condujo mi atención hacia ellos. No los había visto hasta aquel momento, porque allí dentro todo estaba oscuro y lleno de polvo.

Þóra interrumpió a Markús antes de que siguiera con sus explicaciones sobre el recorrido de la cabeza por el suelo del sótano.

– Bueno, creo que es mejor que lo dejes ahí por ahora, Markús, con el estupendo resumen de Guðni, y más vale que nos demos prisa. La policía tendrá otros botones que tocar a la luz de tus declaraciones. Imagino que querréis hablar con esa tal Alda, que parece saber más que Markús sobre el origen de la cabeza -Þóra miró el reloj de la pared. Si Dios y la fortuna estaban de su parte, aún podía alcanzar el último avión para volver a su casa. Todo parecía indicar que Markús estaba libre de toda sospecha, aunque, seguramente, la sección de criminalística querría volver a hablar con él. Confiaba en que Alda confirmaría las declaraciones de Markús. De no ser así, las cosas se complicarían, tanto en lo referente a la cabeza como en lo tocante a los tres cadáveres. Pero no, Alda confirmaría la historia y explicaría el origen de la cabeza. Þóra dirigió los ojos a su reloj de pulsera, luego miró a Markús. Aún se estaba peleando con la primera página del informe policial. Þóra suspiró en silencio, confiando en que el avión saldría con retraso.

Capítulo 3

Martes, 10 de julio de 2007

Algunos días, en la vida de la abogada Þóra Guðmundsdóttir era peores que otros; por ejemplo, cuando se tenía que volver, ya a medio camino de la oficina, para apagar la cafetera, o cuando la llamaban del colegio para que fuera a recoger a su hija Sóley, que había tenido una hemorragia nasal durante el recreo. Luego, había otros días que eran incluso peores, como cuando se cumplía el plazo de pago de las facturas grandes, cuando se atascaba el botón del cajero, cuando tenía que llenar el depósito de su coche, y así sucesivamente. En esos días nada marchaba como debía, ni en casa ni en el despacho. No era aún ni mediodía cuando Þóra comprendió que aquel era uno de esos días nefastos. Había empezado con una larga búsqueda de la llave del coche, que finalmente apareció entre las cosas de su hijo Gylfi. El refrigerador resultó estar prácticamente vacío, y el pan que Þóra pensaba aprovechar para el almuerzo de su hija había empezado a llenarse de moho. La tarde anterior, Þóra había pensado en pasarse por la tienda de camino a casa desde el aeropuerto, pero el avión de Heimaey aterrizó tan tarde que ya estaba cerrada. En el despacho, las cosas no empezaron mejor, todo estaba patas arriba, la red estaba interrumpida por «trabajos de renovación del router» de la empresa encargada, según la explicación oficial, y no había conexión telefónica por culpa de un electricista que trabajaba en las obras de la planta y que, sin darse cuenta, se había cargado un cable que habría sido mejor no tocar. De modo que buena parte de la mañana transcurrió en completo aislamiento del mundo exterior, aparte de los teléfonos móviles. Aquello le atacó los nervios a Bella, la secretaria, que se negó a utilizar su móvil para el despacho, ya que era ella quien pagaba la factura. Bragi, el socio de Þóra, le dejó su propio teléfono, con la desesperación en los ojos. Dios sabe las barbaridades que les soltaría la chica a los que llamaran, pues no era conocida precisamente por su afabilidad.

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