– Si resulta que Bosse no viene y Vanja tampoco, ¿qué te parece que hagamos?
Pues sí, que qué le parecía que hicieran… Maj-Britt no lo sabía. ¿Qué hacer un martes por la tarde, cuando tienes dieciocho años y acabas de darte cuenta de que tu amor secreto no es ya tan secreto, que el objeto de ese amor está al otro lado del aparcamiento de las bicis y que también acaba de ser descubierto? No, en verdad que Maj-Britt no lo sabía. Y tampoco les facilitó las cosas el que justo en ese momento empezase a llover y que, en el fondo, ninguno de ellos quisiera irse. Y no era una lluvia fina normal y corriente de las que van arreciando paulatinamente, no, era una verdadera tormenta de agua que surgió de la nada de forma súbita e inesperada. El dueño del quiosco empezó a cerrar y enrolló decidido el toldo bajo el que habrían podido protegerse, lo único parecido a un techo que había por allí.
Göran fue el primero en romper a reír. Al principio, intentó contenerse y por eso sonó más bien como un lamento involuntario, pero la lluvia se desató con tal ímpetu que ya no pudo aguantarse más. Y también ella se echo a reír. Sintiéndose liberada, lo dejó que la cogiera de la mano y, al abrigo de su chaquetón, echaron a correr los dos juntos.
– Si quieres podemos ir a mi casa.
– ¿Podemos?
Se habían detenido al otro lado de la carretera comarcal donde, en condiciones normales, sus caminos deberían separarse. Él pareció sorprendido de su pregunta.
– ¿Y por qué no íbamos a poder?
Ella no contestó, sólo sonrió algo insegura. Algunas cosas resultaban muy fáciles para los demás.
– Tengo entrada propia, de modo que ni siquiera tienes que ver a mis padres si no quieres.
Ella dudó apenas un instante, pero terminó por asentir y se dejó llevar por la maravilla de lo que estaba sucediendo.
Tal y como le había dicho, tenía una entrada propia. Una puerta en el lateral del edificio y, tras ella, una escalera que conducía a la planta alta. Incluso tenía una pequeña cocina con dos fogones y un horno, de modo que era casi como un apartamento propio. ¿Y por qué no iba a ser así? Göran tenía veinte años y podía haberse mudado de casa de sus padres si lo hubiese querido. Claro que ella también habría podido.
Sólo que era impensable.
Abrió un armario empotrado que había en el vestíbulo y le dio una toalla para que se secase un poco. Colgó su chaquetón mojado en el respaldo de una silla y encendió el radiador. No había más que una pequeña entrada y una habitación. Una estantería de color marrón oscuro con algunos libros, una cama sin hacer y una mesa de escritorio con una silla. El ruido del televisor procedente del interior de la casa, donde se encontraban los padres, indicaba que vivían en un edificio mal aislado.
– No sabía que ibas a venir…
Se acercó a la cama deshecha y echó la colcha por encima.
– ¿Quieres un té?
– Sí, gracias.
La cocina descansaba sobre un estante bajo y Göran cogió un cazo que había sobre uno de los fogones.
– Siéntate si quieres.
Se dirigió al vestíbulo y siguió hasta lo que Maj-Britt supuso sería un baño, porque oyó el chorro del agua y el tintineo de la porcelana. Miró a su alrededor en busca de un sitio donde sentarse. Sólo había dos opciones, o la silla con el chaquetón mojado junto al radiador o la cama a medio hacer. Se quedó donde estaba. Pero luego, cuando él volvió con el té y ella tenía una de las tazas entre las manos y él le preguntó si no quería sentarse a su lado, ella le dijo que sí y se sentó. Empezaron a tomarse el té, él era el que más hablaba. Le contó sus planes de futuro, que quería mudarse de allí y quizá solicitar el ingreso en el conservatorio de Estocolmo o de Gotemburgo, y le habló de lo harto que estaba de aquel agujero de pueblo en el que vivían. ¿Y ella, no se había planteado nunca hacer algo con su voz, con lo bien que cantaba? Maj-Britt se permitió dejarse llevar por los sueños de Göran, admirada de las posibilidades que él hacía surgir como por arte de magia. Pese a tener dieciocho años y ser mayor de edad, jamás se le había pasado por la cabeza que hubiese otras opciones que aquellas que la Comunidad consideraba adecuadas. No había reparado en que mayor de edad significaba que era una ciudadana adulta con derecho a decidir sobre su vida. Lo único que sabía con certeza era que no quería estar en otro lugar que aquel en que ahora se encontraba. En la habitación de Göran, con una taza de té vacía en la mano. Todo lo demás carecía de importancia.
Y después de aquella tarde, todo fue como tenía que ser. Pasaban los meses y en apariencia, todo seguía como de costumbre. Pero en su interior resonaba la efervescencia de una transformación. Una curiosidad díscola osaba abrirse paso cuestionando todas las restricciones. Y cuando tomó conciencia del derecho que la asistía, se alzó hacia el cielo por un camino muy distinto de aquel en que ella había luchado hasta el momento.
Ningún dios en todo el mundo podía tener nada en contra de lo que por fin experimentaba. Ni siquiera el Dios de ellos.
Pero, por si acaso, más valía que no lo supieran.
El séptimo día después del accidente la llamó Åse. La única vez que Monika estuvo fuera del apartamento fue para llevar a su madre a la tumba y luego se detuvo en la librería para comprar más libros. Casi había llegado al siglo XIX y ningún detalle de la historia sueca le resultó tan insignificante como para no retenerlo en la memoria. El almacenamiento de datos nunca le supuso un problema.
– Perdona que no te haya llamado antes, pero no he tenido fuerzas para nada. Sólo quería darte las gracias por venir, Monika. No me atreví a llamar a Börje porque ya ha sufrido un pequeño infarto y no sabía si habría resistido una llamada como aquélla.
La voz de Åse sonaba exánime y apagada. Costaba creer que se tratase de la misma persona.
– Pues claro, ¿cómo no iba a ir?
Se hizo un breve silencio. Monika seguía leyendo sobre las pérdidas de las cosechas de 1771.
– Ayer fui allí.
– ¿Al lugar del accidente?
Monika pasó la página.
– No, a su casa. A la casa de Pernilla -respondió Åse.
Monika dejó de leer y se incorporó en el sofá.
– ¿Fuiste allí?
– No tuve más remedio, no me habría soportado a mí misma si no. Tenía que explicarle cuánto lo siento mirándola a los ojos.
Monika dejó el libro.
– ¿Y cómo estaba?
Un largo suspiro siguió a la pregunta.
– Es todo tan horrible…
Monika quería saber más. Sonsacarle a Åse todos los detalles que pudieran serle de utilidad.
– Pero dime, ¿cómo estaba?
– Pues cómo iba a estar. Triste. Pero serena, en cierto modo. Creo que le habían dado tranquilizantes para superar los primeros días. Pero la pequeña…
Se le quebró la voz.
– Estuvo gateando por el suelo y riendo y era tan… es increíble lo que les he causado.
– Åse, no fue culpa tuya. Cuando un alce se presenta así, no tienes la menor oportunidad.
– Ya, pero debería haber conducido más despacio. Yo sabía que el terreno no estaba vallado.
Monika dudó un instante. Nada era culpa de Åse. El propósito era ése. Sólo que, de repente, la que iba en el asiento del acompañante era la persona equivocada.
De nuevo se hizo el silencio y Åse se serenó. Sollozó varias veces, hasta que dejó de llorar.
– Los padres de Mattias estuvieron con ellas un par de días, pero viven en España y han vuelto a casa. El padre de Pernilla vive, pero al parecer sufre demencia senil y está interno en una residencia y su madre murió hace diez años, pero ha recibido ayuda municipal. Un grupo de voluntarios para casos de emergencia va y se hace cargo de la pequeña para que ella pueda descansar.
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