Y de pronto, ya tenían que irse todos. Se levantaron y se dirigieron al vestíbulo y luego callaron todas las voces. Sólo un leve murmullo que, según sabía ya, procedía del pastor y de su mujer, y entonces los segundos volvieron a correr en el tiempo.
Ella estaba en el comedor del pastor, sentada y sin ropa de cintura para abajo y ahora había comprendido cómo debió sentirse.
Y había aprendido que jamás debía volver a hacer lo que hizo.
Al día siguiente pudo regresar a su casa. La dejaron llevarse la bobina de recuerdo. La colocaron en la estantería de la cocina, para que jamás lo olvidase.
Había cosas que no tenía sentido conservar. Ciertas cosas tenían por objeto pasar de largo y recordarles a algunas personas qué era lo que no podían conseguir. Procurar que no descuidasen su desesperanzada añoranza o, simplemente, que no la olvidasen. Incluso que aprendiesen a vivir con ella y a experimentar cierta complacencia. No, cuando la gente no quería comprender su limitación, había que recordársela, hacer que sintieran su sabor, aplacar su sed ligeramente.
Eso fue Thomas.
Un recordatorio que pasó por allí para decirle cómo habría podido ser la vida si ella no hubiese sido una de esas personas que viven a costa de los demás.
Una de esas personas que habían perdido el derecho.
Todo estaba destrozado. La vertiginosa sensación de esperanza que se esfumó disolviéndose en la infinita desesperanza que se adueñó de ella.
Estaba sentada ante la ventana de la sala de estar. Su hermosa sala de estar, cuyos muebles eligió sin vacilar ante los precios. Todo había sido escogido con esmero, exquisito y bien pensado. Un orgullo para quien vivía allí y un reto para las visitas.
Al compararlo, los hacía desear lo mismo. Todas aquellas cosas caras y bonitas.
Todas las lámparas estaban apagadas. El frío reflejo del exterior describía un amplio reguero de luz en el suelo de parquet e iba a morir a mitad de la estantería de la pared de enfrente, justo por encima de la vitrina de las figuras de cristal. Como la que tenían muchos de sus colegas médicos, no exactamente igual, pero casi. De las que indicaban que tenían tanto dinero como buen gusto.
Tenía el móvil apagado. Él la había llamado varias veces, pero ella no respondió. Se quedó allí sentada, junto a la ventana, en aquella sala de estar que se le antojaba cada vez menos importante, dejando pasar el tiempo.
Había sido tan fácil ocupar el tiempo que le sobraba. La televisión, el gimnasio, horas extras en el trabajo. Al vivir sola, estaba acostumbrada a planificar su tiempo, no para tener horas para hacerlo todo, sino más bien para tener el tiempo justo. No podía permitirse dejar grandes huecos en los que todo se detuviese ofreciendo un espacio a las cavilaciones. Vivir ya era bastante duro. Y cuando, a pesar de todo, se le hacía demasiado insoportable, siempre podía hallar consuelo en un nuevo jersey, en una botella de vino caro, en un par de zapatos nuevos o en cualquier nuevo detalle para que su casa fuese aún más perfecta. Y podía permitírselo, claro.
Lo único que le faltaba era una vida de verdad.
Y ninguna fortuna en el mundo podía reparar lo que se había roto.
Las siluetas de la calle que se extendía a sus pies iban difuminándose hasta perderse en la luz del amanecer. Se acercaba la llegada de un nuevo día, para ella y para todos los que seguían vivos. Pero no para Mattias. Y para Pernilla y su hija, daba comienzo un viaje de desesperanza hacia la aceptación de las injusticias de la vida y de su incomprensible objetivo.
El primer día.
Cerró los ojos.
Por primera vez en su vida deseó ser creyente. Tener un asidero nada desdeñable al que agarrarse. Llena de gratitud, cambiaría cada objeto de aquella habitación por disfrutar de un ápice de consuelo durante un segundo siquiera. La sensación de que existía un sentido, una causa fundamental que ella no comprendía, un plan divino en el que confiar. Pero no existía tal cosa. La vida le había demostrado definitivamente su completa condición de absurdo, y que ningún esfuerzo era capaz de cambiar nada. No existía nada en lo que creer. Ningún consuelo que recibir.
Su mundo estaba construido a base de conocimiento. Todo lo que había aprendido, lo que utilizaba, en lo que confiaba, estaba bien pesado y medido y confirmado. Sólo aceptaba resultados de investigación exactos y construidos sobre una base sólida, capaces de demostrar su vigencia. En eso hallaba la seguridad. Y aquí, en su hogar perfecto. En lo que podía verse y juzgarse. Así cobraban su valor todas las cosas. Pero ya no era suficiente, ahora que todo se tambaleaba y pedía a gritos un sentido. Bastaría con la sensación de una leve, levísima impresión, una impresión debilísima, con tal de que la hiciese dejar a un lado tanta lógica y sentir confianza.
Sonó el teléfono. Como de costumbre, se oyeron cuatro tonos antes de que saltase el contestador.
«Soy yo otra vez. He de decir que… la verdad, no sé si voy a aguantar esto… Te agradecería mucho que me llamaras y me explicases lo que está pasando. Quizá no sea mucho pedir, ¿no?»
No sintió nada al oír su voz. Él llamaba desde otra vida, una existencia que ya nada tenía que ver con ella. A la que ya no tenía derecho. A él no le debía nada, eran otros sus acreedores.
El teléfono estaba en el alféizar de la ventana. Tomó el auricular y marcó su número, marcó la conocida sucesión numérica por última vez. El contestó enseguida.
– Hola, aquí Thomas.
– Soy Monika Lundvall. Me has dejado un mensaje en el contestador pidiéndome una explicación. Bien, sólo llamaba para decirte que no quiero que nos veamos más. ¿Vale? Adiós.
Fue a la cocina y llenó de agua la tetera eléctrica, la encendió y se quedó allí de pie. Eran las siete menos veinte. En algún lugar, muy lejos de allí, se despertaba una niña de un año que ya no tenía padre. Fue al despacho y cogió la guía para buscar su nombre. Sólo había un Mattias Andersson, pero al menos allí existía. Lo borrarían para la próxima edición de la guía. Anotó la dirección y guardó el número de teléfono en su móvil. Y allí se quedó parada de nuevo. El vapor salía silbando de la tetera y Monika vio el botón verde que indicaba que el agua estaba lista. Pero no hizo nada. Fue al vestíbulo y se puso el abrigo.
Era un grupo de bloques de alquiler en forma de U, de cuatro plantas. En la porción de césped central había un pequeño parque vallado con un banco, unos columpios y un arenero. Su puerta estaba en el bloque de la izquierda. Se quedó allí un rato haciéndose con el entorno, buscando indicios de que hubiese allí personas a las que hubiese sobrevenido la tragedia. Un ruido le hizo girar la cabeza. En la planta baja del bloque de la derecha se abrió la puerta de un balcón y el perro más gordo que había visto en su vida asomó la cabeza por entre dos de los barrotes. El animal la observó un rato, hasta que perdió el interés y se quedó como considerando si en verdad merecía la pena desplazar su pesado cuerpo y bajar el escalón que conducía al jardín. Monika dejó al perro a lo suyo y empezó a caminar hacia la puerta de la familia de Mattias. A cada paso que daba era consciente de que iba siguiendo su huella, de que era su camino el que recorría. Posó la mano sobre el picaporte redondo de plástico negro que abría la puerta. Cerró los ojos sin mover la mano. Era curioso lo de los picaportes; jamás pensaba en ellos pero, cuando tras muchos años de ausencia volvía a algún edificio que había frecuentado con anterioridad, sus manos siempre los reconocían. Nunca olvidaban. Las manos tenían una capacidad particular para almacenar recuerdos y conocimiento. Aquel picaporte había sido de Mattias. Sus manos habían llevado consigo el recuerdo de su forma, habían abierto la puerta con naturalidad cada vez que iba a entrar en casa y el jueves pasado, cuando partió, no tenía la menor idea de que jamás volvería a hacerlo.
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