A mediodía hicimos una parada para comer un poco de cecina y galletas. ClanFintan me dejó cerca de la orilla para que pudiera estirar las piernas. Mientras caminaba un poco, la dirección del viento cambió, y yo volví la cara hacia la brisa que venía del oeste. Inspiré profundamente mientras estiraba los músculos, y…
– ¡Aj! ¿Qué es este olor tan repugnante?
La brisa llevaba consigo un olor gaseoso.
– Ufasach Marsh -dijo ClanFintan, mientras arrugaba la nariz y olisqueaba el viento.
– Aj, es horrible. Huele como el compost que fabricaba mi abuela.
– Los que viven cerca del pantano dicen que tiene una belleza especial y única.
– Pues para ellos. ¿Está muy cerca?
– Comienza a una distancia de veinticinco centauros desde la orilla oeste del río, y se extiende por toda la tierra desde el Templo de la Musa hasta el límite norte del territorio de Epona -dijo ClanFintan, y se encogió de hombros-. Yo nunca he viajado a través del pantano de Ufasach Marsh. Los centauros evitan el terreno cenagoso.
– Y hacen bien. Serpientes, sanguijuelas, agua apestosa… ¡puaj! Se me pone la carne de gallina con sólo pensarlo.
El movimiento de las tropas detrás de nosotros llamó mi atención. Me estiré una vez más, y después extendí los brazos para que ClanFintan pudiera ponerme sobre su espalda nuevamente y pudiéramos retomar nuestra posición a la cabeza del ejército.
Con viruela o sin ella, me alegraba mucho de que estuviéramos cerca del Templo de la Musa. Tenía la sensación de que se me estaba adhiriendo el trasero a la espalda de mi marido, y eso no era una cosa especialmente buena.
El día fue más o menos como la jornada anterior. A medida que avanzábamos hacia el norte, el bosque se hacía más y más espeso. Pronto, los centauros tuvieron que formar una columna de a dos para seguir viajando. Sin embargo, mantuvieron el galope. Su resistencia seguía causándome asombro. La respiración de ClanFintan era constante y relajada después de haber cabalgado durante horas, y yo, sin embargo, daba cabezadas sin saberlo…
ClanFintan se volvió hacia mí, y yo hablé antes de que él pudiera hacerlo:
– Lo sé -me acurruqué contra él, y él me sujetó el brazo con el suyo-: No dejarás que me caiga.
– Nunca -repitió.
Sonreí contra su espalda caliente, y me sumí en un sueño profundo.
Estaba en una reunión con los padres de un alumno problemático, diciéndoles que su hijo era perezoso y quejica, y que fumaba porros, acompañada del psicólogo y del subdirector del instituto, cuando me vi succionada del lomo de mi marido y suspendida sobre el río turbulento.
– No quisiera ofenderte, pero esta vez has interrumpido uno de mis sueños favoritos -le dije al aire que me rodeaba-. Y estaba llegando al punto de fantasía real, en la que el subdirector apoya de verdad al profesor.
No hubo respuesta, pero mi cuerpo se dirigió hacia el norte, siguiendo el curso del río.
– ¿Crees que algún día podré dormir sin tener que hacer estas excursiones? -pregunté.
«Paciencia, Amada».
– No es una de mis virtudes -respondí.
Entonces, fijé mi atención en un edificio grande que se aproximaba rápidamente. Era un edificio con cúpula, e incluso desde la distancia, sus arcos de mármol labrado resultaban impresionantes. A medida que me acercaba, vi que el enorme edificio era en realidad un conjunto de construcciones elegantes, unidas por elaboradas pasarelas y jardines. En aquellas pasarelas había mujeres vestidas con túnicas vaporosas, con las cabezas inclinadas las unas hacia las otras, como si mantuvieran conversaciones animadas.
Aunque todos los edificios eran bellos, el edificio central era el más impresionante. Su entrada estaba rodeada de estatuas que parecían tener vida. En el jardín delantero había una mujer que hablaba con un grupo de jóvenes sentadas a sus pies. Su belleza era tan llamativa que de no haberse movido, yo hubiera pensado que era una de aquellas estatuas.
Cuando me acerqué, ella dejó de hablar de repente, e inclinó la cabeza como si estuviera escuchando una voz mental. En sus labios se dibujó una sonrisa; volvió la cara hacia arriba y me habló directamente.
– ¡Bienvenida, Amada de Epona!
Las chicas que estaban a sus pies murmuraron con entusiasmo y comenzaron a mirar hacia el aire, como si intentaran verme.
«Thalia, Encarnación de la Musa de la Comedia», dijo mi voz interior.
– Gracias, Thalia -respondí yo amablemente, intentando proyectar mi voz espiritual.
– ¿Estáis cerca?
– Llegaremos al Templo de la Musa poco después del atardecer -dije.
Sonrió de nuevo, y se dirigió a la chica que tenía más cerca.
– ¡Fiona, ve al templo principal y anúnciales que los centauros llegarán poco después del atardecer!
Las chicas, sanas y sin rastro de viruela, rieron y emitieron exclamaciones de alegría. Me pregunté si no nos habríamos apresurado demasiado al aislar a los humanos de aquel templo.
– Todos estaremos encantados de daros la bienvenida esta noche, lady Rhiannon.
Inclinó la cara hacia arriba, y de repente me di cuenta de que sus ojos no podían ver mi cuerpo espiritual, ni ninguna otra cosa. Sus globos oculares no tenían pupilas. Era ciega.
Sólo tuve tiempo para decir «¡adiós!» y seguí moviéndome, en aquella ocasión hacia el oeste, donde el sol ya había comenzado su descenso.
Las tierras que circundaban el Templo de la Musa reflejaban la belleza de las mujeres. Las montañas del norte servían de precioso fondo para el valle, salpicado de campos de cultivo y praderas floreadas y regado por multitud de riachuelos. Estaba muy ocupada admirando el paisaje, así que cuando el Castillo de Laragon apareció súbitamente ante mí, me sobresalté.
Las almenas, las habitaciones interiores y los patios estaban iluminados con antorchas que ardían vivamente. Había figuras altas, aladas, que espantaban a los pájaros carroñeros para poder arrastrar partes de cadáveres a una pila que habían formado junto al castillo.
Yo cerré los ojos y susurré:
– Por favor, no me hagas bajar ahí.
«Sé fuerte, Amada. Recuerda, estoy contigo».
Aquélla fue mi única respuesta, pero por fortuna, mi cuerpo no se detuvo en la carnicería que había en el exterior del castillo. Floté rápidamente hacia una habitación situada en una de las torres, que estaba iluminada con multitud de antorchas, velas y varias chimeneas.
Epona no tuvo que prepararme. Sabía lo que iba a tener que soportar cuando mi cuerpo atravesó el techo de aquella habitación.
Nuada estaba solo, sentado en una silla, con una copa llena de un líquido rojo entre los dedos, anormalmente largos y blancos. Yo no creía que lo que estaba bebiendo fuera un buen tinto.
– ¿Preocupado por la batalla de mañana, Nuada? -pregunté.
Él no siseó ni se lanzó hacia mí, como de costumbre. Tomó un sorbo de la copa y sonrió.
– No, mujer, espero con impaciencia que llegue la noche de mañana, porque entonces serás mía.
– Buena idea. Tienes una última noche de libertad, así que aprovéchala con tus fantasías -dije yo.
Se puso en pie lentamente, y se volvió hacia mi voz. Apoyó la mano sobre el respaldo de la silla.
– He decidido que no voy a matarte. Te mantendré con vida durante mucho tiempo, para que puedas darme placer una y otra vez.
– ¿De veras? -me eché a reír, y mi cuerpo apareció, en un resplandor, ante su vista.
– Me temo que mi marido centauro no va a estar de acuerdo con tu plan.
– ¡Marido! -siseó-. Corta esos lazos, mujer. Me perteneces.
La ira se apoderó de mí, y le escupí las palabras.
– ¡Criatura repugnante! ¡ClanFintan te aplastará con sus cascos como la cucaracha que eres, y te enviará a pudrirte al infierno! Mírame bien, porque esto es lo máximo que vas a conseguir de mí.
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