Por suerte, no habíamos caminado demasiado cuando llegamos a un meandro del río. Allí había menos árboles, por lo cual la erosión era mayor, y la pendiente suave de bajada a la orilla estaba cubierta de hierba. Con cuidado, conduje a Epi hasta el agua.
Me apoyé contra uno de sus flancos, me quité las botas y me enrollé hacia arriba los pantalones de cuero. Epi había terminado de beber, y me acarició con el hocico mojado.
Yo le di una palmadita en el cuello y la llevé hacia el agua helada. Ella me siguió con cuidado, y yo me abrí camino entre dos rocas resbaladizas hasta que llegué a la corriente.
Oh, Dios mío, estaba helada.
Mientras le hablaba suavemente para tranquilizarla, levantó la pata derecha quejosamente, y yo apoyé mi peso contra su costado izquierdo para que tuviera que volver a sumergirla en el agua fría. Me miró dubitativamente, pero mantuvo el casco sumergido. Me dediqué a recitarle poesías y a cantarle melodramáticamente para distraerla durante un rato. Cuando yo tenía los pies al borde de la congelación, le di una palmadita en el cuello.
– Vamos, nena. Esto está muy frío.
Volví con ella hacia la orilla, lentamente. El terreno rocoso estaba mezclado con una alfombra verde de helechos que bajaban desde el bosque. Era un lugar de reposo muy agradable. Había mucha hierba al alcance de Epi, lo cual era perfecto, porque ella necesitaba descansar. Le quité la silla del lomo, mientras observaba disimuladamente cómo se comportaba.
– Ojalá tuviera algunas almohazas. Te vendría bien un cepillado -dije.
Improvisando, tomé un pedazo de corteza de árbol y le froté el cuerpo cansado, dándole un buen masaje. Ella suspiró y cerró los ojos.
– Es como un buen masaje de pies, ¿eh? -le pregunté, y le acaricié la grapa-. ¿Por qué no vas a pacer durante un rato y descansas? Después le echaré otro vistazo a ese casco.
Epi permaneció quieta, con la pata delantera derecha doblada, para no apoyar peso en ella, y se puso a comer.
Entonces, me di cuenta de que necesitaba atender la llamada de la naturaleza. Uff.
– Epi, voy a dar un paseíto.
Ella me miró brevemente y volvió a comer.
– Ahora mismo vuelvo.
Subí desde la orilla al camino, y busqué con la mirada un buen arbusto y una planta de hojas suaves. Me abrí camino entre la vegetación, palpando las hojas.
Y entonces, de repente, ¡magia! Me topé con un pedacito de cielo. ¡Uvas! Después de hacer mis necesidades, tomé todos los racimos que podía trasladar y volví junto a Epi.
– ¡Eh, Epi! Mira lo que he encontrado.
Ella no se quedó muy impresionada, pero al menos, no estaba inquieta, ni dolorida. Volvió a pacer. Yo dejé las uvas junto a la silla de montar, y fui a la orilla del río a ponerme las botas y a lavarme las manos. Entonces, por fin, pude tumbarme, apoyando la cabeza en la silla, y me puse a comer uvas.
Eran deliciosas, y no creo que fuera sólo porque me estuviera muriendo de hambre. Me sentí muy bien con el estómago lleno, y al poco tiempo, me pesaban los párpados.
Miré a la yegua, que se había quedado dormida.
– Deja que te mire el casco.
Ella se despertó sólo lo suficiente como para permitirme que le inspeccionara la ranilla. No parecía que estuviera peor, y no estaba tan caliente como antes, lo cual debía de ser buena señal. Le acaricié el cuello y la abracé con cansancio.
– Vamos a echar una siestecita. Despiértame si me quedo dormida para ir a clase.
Volví a la silla y dejé que mi cuerpo entrara en contacto, despacio, con la tierra. No sé cómo era posible que la orilla rocosa de un río y la manta de la silla de montar me hicieran sentir tan bien, pero estaba muy agradecida de lo que tenía. No tanto como para reconsiderar mi natural aversión por las acampadas, pero agradecida. Mientras se me cerraban los ojos, puse la alarma mental para «dentro de un rato».
La primera vez que me desperté estaba anocheciendo. El calor del día había dejado paso a una brisa agradable y fresca, perfumada con la fragancia acuosa y clara del río. Me estiré y me moví un poco, y me quité una piedra particularmente incómoda que tenía bajo la nalga izquierda. Después, suspiré de resignación. Tenía que hacer pis. Ponerme en pie no fue nada divertido; estaba entumecida, atontada y somnolienta.
Epi estaba durmiendo a pocos metros de mi cama improvisada, al estilo equino, sobre las cuatro patas. Aquélla era una habilidad que yo siempre había envidiado. Tenía la pata derecha delantera levantada, pero no se quejaba, así que decidí que no necesitaba comprobar obsesivamente si tenía bien el casco. Cuando se despertara, intentaría llevarla al río para volver a enjuagárselo, pero en aquel momento estaba demasiado deprimida como para recitar más poesía o baladas deprimentes.
Sólo quería hacer mis necesidades y volver a dormir.
El siguiente despertar fue repentino y desagradable. Me di la vuelta e intenté encontrar el botón del despertador. Pese a la oscuridad, tenía la sensación de que me había quedado dormida e iba a llegar tarde al instituto. Me incorporé y parpadeé, intentando ver algo en la absoluta oscuridad.
El sonido del agua del río me devolvió al presente.
– ¿Epi?
Sentí alivio al notar su hocico acariciándome un lado de la cara. Poco a poco, comencé a distinguir a la yegua que estaba a mi izquierda. Su aliento adormecido olía a hierba dulce, mientras ella exploraba mi pelo y mi cara.
– ¿Te encuentras mejor, guapa?
Estiré el brazo y le pasé la mano por el cuello y la espalda. Ella tenía las piernas metidas bajo el cuerpo, así que no pude mirarle el casco herido, pero no tenía fiebre, y no se comportaba como si tuviera dolores.
– Me pregunto si saldrá la luna pronto.
Me apoyé contra su cuerpo, muy consciente de que el frescor de la noche no había relajado mis músculos doloridos.
– Vaya, me vendría bien un buen baño caliente.
Mi estómago emitió un rugido.
– Bueno, supongo que no podemos hacer nada hasta que amanezca.
El relincho ligero de sueño de Epi me respondió.
Y de todos modos, ¿qué creía yo que podíamos hacer? No tenía ni idea de lo grave que era la herida de Epi, pero de todos modos no podía montarla, eso era evidente. Debíamos de haber viajado durante diez o doce horas, así que con suerte, estaba a mitad de camino. Y hambrienta. Y agotada. Y dolorida.
Cerré los ojos e intenté relajarme, pensar, olvidarme del estómago y conservar el calor.
La única solución razonable era volver con Epi al templo. Deberíamos avanzar con lentitud. Emprenderíamos la vuelta al amanecer, después de lavarle la pata a Epi de nuevo en el río.
Una vez decidido el curso de acción, me acurruqué contra la yegua para compartir el calor de su cuerpo. Al sentirme caliente y somnolienta de nuevo, la imaginé como un radiador enorme, plateado…
Al principio no noté el sonido. Casi. Fue como el crujido. No como el que provocaba el viento en las hojas. No como el sonido del agua pasando sobre las rocas. Diferente.
Oí el chasquido de una rama. Me quedé helada, e intenté no moverme para no llamar la atención. Oí partirse otra ramita, y noté que Epi se agitaba. Sentí que levantaba la cabeza y la volvía hacia el bosque.
Y recordé esas cosas. A las criaturas de aspecto humano, y cómo conseguían que pareciera que el bosque latía y respiraba con sus movimientos. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
Aquél no era mi mundo. Allí había fuerzas que yo no comprendía. En mi reacción de Escarlata O’Hara, había pasado por alto el motivo por el que yo tenía que ir al Castillo de MacCallan: aquellas criaturas habían matado a todos sus habitantes. Unos hombres fuertes y valientes no habían sido capaces de detenerlas, y allí estaba yo, recorriendo el campo con mi estúpida mentalidad de mujer moderna.
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