P. Cast - Profecía De Sangre

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Elphame es mitad humana mitad centauro, hija de Etain, esposa de Epona. Es prácticamente humana pero su apariencia evidencia la rareza de su origen, sus piernas de centauro, su condición de híbrido, la separan del mundo.
Cuando emprende su viaje hacia el castillo de MacCallan lo hace dejándose llevar por una atracción que desde niña ha sentido por las leyendas del mundo antiguo. Cien años atrás, unas criaturas demoniacas y sangrientas llamadas Fomorians arrasaron aquel lugar. Una premonición de su hermano pequeño, que le acompaña en el viaje, le dice a Elphame que allí encontrará no solo su destino sino también un compañero para su vida. La profecía se cumple cuando Elphame conoce a un mitad hombre y mitad Fomorian llamado Lochlan.

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Si hubiera mirado a su hermano, Elphame se habría dado cuenta de que estaba asombrado, pero ni siquiera se volvió hacia él. Estaba hipnotizada por la belleza de aquella mañana y por lo que estaba sintiendo, que empezó a identificar como una sensación de pertenencia. De repente, el sol salió por encima de los pinos y sus rayos bañaron las murallas del castillo en una luz dorada, como si se hubieran incendiado.

– ¿Lo ves, Cu? Parece que las murallas están brillando.

– Lo que queda de ellas, querrás decir -respondió él. Todavía estaba sorprendido por el poder que había notado en su hermana, y su voz sonó más ronca de lo que hubiera querido. Carraspeó y miró hacia el castillo nuevamente. A él, aquel edificio le parecía una bestia vieja que estaba agazapada precariamente al borde del acantilado-. Elphame, no te hagas demasiadas ilusiones. Desde aquí se ve que el edificio está en ruinas. Tenemos mucho trabajo que hacer.

Ella le dio un puñetazo afectuoso en el brazo.

– Deja de ser como mamá. Vamos, démonos prisa.

Salió corriendo, y Cuchulainn espoleó a su caballo para poder alcanzarla.

Avanzaron con decisión a través de los matorrales hasta que encontraron el camino que llevaba a la entrada principal del castillo. Fue más fácil ir por allí, pero Cuchulainn siguió refunfuñando al ver la maleza y los árboles caídos que servían de obstáculos en lo que una vez fue una carretera amplia y despejada.

– ¡Oh, deja de protestar y mira qué árboles más espléndidos! -le dijo su hermana-. No me imaginaba que fuera tan bonito -añadió, mirando los cerezos en flor-. Es como caminar a través de un bosque de nubes rosas.

– Normalmente, no hay espinas y ortigas entre las nubes.

– No son ortigas, Cu, son zarzamoras. Con una buena poda, quedarán muy bien. Piensa en las maravillosas tartas de mora que vamos a comernos este verano.

– Después de que construyas una cocina, querrás decir -murmuró él.

Elphame sonrió.

– La construiré -le aseguró-. Y sabes que a mí siempre me ha gustado el bosque. Los pinos son maravillosos, pero me parece que todos estos árboles en flor son incluso mejores.

Él negó con la cabeza.

– No estarás pensando en dejar todo esto intacto, ¿verdad? Parece que no te acuerdas de todo lo que has estudiado en Historia. Uno de los mayores errores que cometieron en el Castillo de MacCallan fue permitir que sus defensas se debilitaran -dijo, señalando con un movimiento del brazo todos aquellos árboles-. El MacCallan dejó que todo esto creciera junto a las murallas. El ejército de los Fomorians no tuvo ningún problema para ocultarse hasta que consiguieron entrar en el interior del recinto y comenzaron a matar a todos sus habitantes.

Elphame abrió la boca para responder que ya no estaban en guerra. No había habido un solo Fomorian en Partholon durante más de ciento veinticinco años. Nadie iba a intentar entrar en su castillo. Sin embargo, Partholon tampoco había estado en guerra antes de la invasión de los Fomorians, y aquellos seres habían atacado por sorpresa el Castillo de MacCallan. Sí, los Fomorians habían sido derrotados finalmente, y lo que quedó de su raza demoníaca abandonó Partholon a través de las Montañas Tier, hacia las Tierras Yermas. Si viajara hacia el noroeste, hacia las montañas, encontraría el Castillo de la Guardia que protegía eternamente, como un centinela, el paso hacia Partholon.

Sin embargo, ciento veinticinco años era mucho tiempo, y salvo por las refriegas entre algunos de los clanes y los ataques ocasionales de los Milesians, unos bárbaros que vivían en el mar, Partholon había conocido una larga era de paz y prosperidad, y no había ningún motivo lógico por el que aquello no pudiera continuar así.

Elphame observó a su hermano. Iba a recordarle todo aquello, pero se dio cuenta de que él estaba tenso. Tenía la frente arrugada y la mandíbula apretada.

– ¿Te preocupan los Milesians? -le preguntó lentamente.

Él se encogió de hombros.

– No sabría decirte. Pero tu castillo da al mar. Serías una líder sabia y prudente si te aseguraras de que MacCallan es defendible.

Mientras hablaba, no la miraba, sino que observaba el bosque que había a su alrededor, como si esperara que en cualquier momento fuera a saltar hacia ellos una horda bárbara para cortarles el cuello.

Elphame se estremeció. Era evidente que alguna cosa había inquietado a su hermano. Cuchulainn era, por lo general, muy calmado. Tal vez no hubiera experimentado un verdadero presentimiento, con todas sus visiones y su advertencia clara, pero había algo que le estaba molestando. Aunque él evitara constantemente el reino espiritual y odiara utilizar sus poderes, los respetaba, como hacía Elphame.

Ella asintió.

– Tienes razón, gracias por recordármelo. Habrá que cortar todo esto para clarearlo -respondió Elphame en tono grave y pensativo-. Por supuesto, voy a necesitar tus consejos para reconstruir y organizar las defensas del castillo -dijo, mirando con melancolía los árboles-. ¿Pero no podríamos quedarnos con algunos?

– Un bosquecillo o dos, alejados del castillo, no harán ningún daño -dijo él. Se relajó un poco y sonrió. Le había sorprendido que ella claudicara tan fácilmente-. Y tus zarzamoras pueden quedarse en su sitio. Tienen muchas espinas como para servirle de protección a un enemigo.

– Bien, ¡entonces haremos tartas de mora, después de todo!

Elphame sonrió a su hermano. Estaba más tranquila al comprobar que él había vuelto a ser el de siempre. Seguramente, Cu sólo se estaba comportando de un modo excesivamente protector y cuidadoso con ella, como de costumbre.

La carretera dibujaba una curva suave hacia la izquierda. Cuando volvía a enderezarse, los hermanos se encontraron a menos de veinte metros de la entrada del castillo. Las enormes puertas de hierro, que todavía se recordaban en las leyendas y que nunca se habían cerrado a nadie, habían desaparecido. Se habían oxidado y descompuesto. Elphame veía algunos restos entre la maleza. El hueco que habían dejado en el muro era como el vacío de la falta de un diente en una enorme boca.

Las murallas estaban sorprendentemente intactas, o por lo menos, lo que se podía ver desde aquella vista frontal. Algunas de las balaustradas se estaban deshaciendo, y ya no quedaba ninguna de las rampas de los arqueros. Las partes del tejado que eran de madera habían desaparecido, pero el esqueleto del castillo permanecía en pie, fuerte y orgulloso.

– Está mejor de lo que yo había pensado -dijo Cuchulainn.

– Es perfecto -respondió Elphame con entusiasmo.

– El, está mejor de lo que yo había pensado, pero sigue siendo una ruina -respondió Cuchulainn.

Aquel optimismo ciego de su hermana lo exasperaba. No sólo era una actitud absurda, a la vista del edificio en ruinas que tenían delante, sino que además era una actitud muy rara en su hermana. Antes de que pudiera decir algo más, Elphame le puso la mano en el brazo.

– ¿No lo sientes? -le preguntó en un susurro.

Cuchulainn se sobresaltó. Aunque su hermana estaba marcada físicamente por la diosa, nunca había mostrado ningún vínculo especial con Epona, ni con el reino de los espíritus. En realidad, aparte de su cuerpo único, Elphame no tenía poderes que la vincularan con aquel reino. Su hermano la observó atentamente.

– ¿A qué te refieres, El?

Sus ojos no se apartaron del castillo, pero mantuvo la mano en brazo de Cuchulainn, y él sintió el temblor de su hermana. El caballo se quedó inmóvil. La brisa suave había cesado. Incluso los pájaros se habían quedado en silencio.

– Me está llamando -murmuró Elphame-. No con palabras, pero puedo sentirlo -dijo, y miró a su hermano-. Es como si me hubiera estado esperando todo este tiempo, como si hubiera estado esperando que yo volviera a casa.

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