– Pensaba que los guerreros podían dormir en camas de cardos sin inmutarse -le dijo Elphame, y le tendió el odre de vino-. Toma un poco. Acuérdate de que mamá fue la que nos dio el vino -añadió significativamente.
– A los guerreros les gustan las camas blandas como a todos los demás -refunfuñó él, y bebió del odre-. El amor que siente nuestra madre por el vino ha sido una bendición durante este viaje, pero eso no me compensa por la falta de una buena cama -dijo. «Con una viuda lujuriosa dentro», añadió para sí.
– Cu, estás enfadado porque esa rubia regordeta te estaba ofreciendo algo más que un poco de estofado.
– Ser una viuda joven es una carga muy solitaria.
– No, si tú estás cerca -dijo Elphame entre risas-. Oh, vamos, no gimotees. Quiero ver el sol saliendo por encima de mi castillo, y no quiero hacerlo con un grupo de centauros y hombres mirándome mientras se inventan un ejército de demonios que acecha entre las sombras.
Cuchulainn refunfuñó de nuevo, tomó otro trago de vino y le entregó el odre a su hermana. Avivó el fuego y siguió quejándose. Estaba acostumbrado al carácter solitario de su hermana, y entendía sus motivos. Ella se había pasado la vida siendo reverenciada por los demás, porque había sido marcada por la diosa; era un ser único. No la trataban con crueldad; en realidad, era más bien lo contrario. Sin embargo, la gente le mostraba una gran reverencia, sobre todo aquéllos que no estaban acostumbrados a verla. La mayoría de los trabajadores que los habían acompañado procedían de los alrededores del Templo de Epona, así que se limitaban a tratarla con respeto y guardaban cierta distancia. Sin embargo, Cuchulainn se había dado cuenta de que, durante los cinco días de viaje que llevaban, la gente con la que se cruzaban dejaba sus tareas y se inclinaba al paso de «la joven Diosa, Elphame». Hacían reverencias tan marcadas que casi metían la cabeza entre el trigo de los campos a través de los que transcurría la carretera principal. Y a medida que se acercaban a su destino, el Castillo de MacCallan, se les habían unido personas y centauros nuevos, impacientes por aprovechar las nuevas oportunidades que ofrecería la reconstrucción del Castillo de MacCallan.
Su manera de reaccionar hacia su hermana era siempre igual: más miradas y más sobrecogimiento. Cuchulainn sabía que aquél era el motivo por el que Elphame se había empeñado en que dejaran la carretera y continuaran por un camino más estrecho y más difícil que atravesaba el bosque. Para Elphame era mejor no cruzarse con demasiadas personas, puesto que así habría menos oportunidades de que la reverenciaran.
Los dos hermanos habían acampado bajo las estrellas y no se habían detenido en ninguna de las aldeas que abundaban entre los viñedos y los pastos, hasta que habían llegado a Loth Tor, el pueblecito situado bajo la meseta en la que se erguía el Castillo de MacCallan. Aquella noche se habían reunido con su grupo y habían cenado en la Posada de la Yegua, la única taberna de todo el pueblo. Allí todo el mundo había hecho reverencias respetuosas a Elphame. Algunos le preguntaban si podían tocarla, y otros se la habían quedado mirando boquiabiertos. Cuchulainn vio que su hermana asentía educadamente a todo el mundo, concediéndoles con gracia su deseo de adorarla. Sólo una vez notó la tensión de sus hombros, y la rigidez con que se movía. Era como si se fuera a romper, de moverse con demasiada rapidez.
Cuando la comida terminó, ella dijo que necesitaba dormir bajo las estrellas y estar a solas con su hermano y Epona. Cu sabía que añadía el nombre de la diosa para que la gente no la siguiera y continuara mirándola. Sin decir nada, él había ensillado su caballo y se había puesto al galope para seguir, con dificultad, el paso de su hermana.
– Mejorará después de que lleves una temporada aquí -le dijo suavemente.
Elphame suspiró.
– Debería haberme acostumbrado ya, a estas alturas, pero no es así -dijo, y dio otro trago de vino antes de pasarle el odre a su hermano. Arqueó las cejas y añadió-: Es difícil de creer que mi destino esté por aquí.
– Cosas más raras han pasado.
– ¿Como por ejemplo?
– Como por el ejemplo, que tengamos los mismos padres, pero yo sea humano y tú tengas parte de caballo.
– Tengo parte de centauro, no de caballo -replicó ella, pero no dijo nada más.
– Duérmete -le dijo él-. Mañana tienes que estar descansada. Yo me quedaré despierto vigilando el fuego.
«Y a ti», añadió para sus adentros. Tal vez la tensión de su hermana hubiera disminuido desde que habían salido del pueblo, pero a él su instinto de guerrero lo tenía cauteloso e inquieto.
¿Por qué no conseguía tener una visión clara del futuro de su hermana? ¿Por qué tenía que ser su visión tan vaga y oscura? ¿Y por qué estaba bañada en sangre?
Elphame se acurrucó en su colchoneta y lo miró.
– No me puedes engañar, Cuchulainn -le dijo, con los ojos medio cerrados-. Esto es algo más que eso de «tengo que proteger a mi hermana».
– Hablas igual que mamá -respondió él, y murmuró en voz baja-: Ya era hora de que te dieras cuenta.
Su hermana estaba sonriendo cuando se quedó profundamente dormida.
Elphame soñó que su amante llegaba a ella entre una niebla oscura, que la envolvía como si a la noche le hubieran salido alas, y aunque tembló al sentir su caricia, no tuvo miedo. Se ofreció a la niebla y la niebla bebió de su amor, mientras ambos volaban juntos en la oscuridad del cielo nocturno y hacían su cama entre las estrellas.
– Sabía que iba a ser maravilloso -dijo Elphame, con un suspiro de felicidad-. Oh, Cu, ¡mira mi castillo!
Acababan de salir del pinar que rodeaba la meseta por el lado en el que se había construido el Castillo de MacCallan. El olor limpio y fuerte de los pinos se mezclaba con el olor salado del mar, y parecía que lo lavaba todo y lo hacía brillar, el verde exuberante de los árboles y el azul y el blanco de las olas que rompían contra las rocas. El castillo se alzaba ante ellos imponente, al borde de un magnífico acantilado.
Elphame miró su nuevo hogar, dejó que sus ojos se bebieran la maravilla de aquella primera visión. Estaba rodeado de árboles de Judas y cornejos, matorrales, zarzamoras y cerezos silvestres llenos de flores, y parecía que en él habitaba un hada que llevaba siglos durmiendo, y que estaba esperando el beso de su verdadero amor para despertar.
«Un poco como yo», pensó Elphame, y se sorprendió por aquel romanticismo. Sin embargo, la imagen que tenía ante sí, unida a la premonición de su hermano, hacía que se sintiera romántica. Y se dio cuenta, con sorpresa, de que era algo de lo que podía disfrutar.
¿Era aquello lo que había añorado durante tantos años? ¿Aquella impaciencia, como si alguien fuera a girar una llave dentro de ella y a liberar algo mágico?
El sol estaba empezando a asomar por encima de los árboles, y el cielo comenzaba a mostrar el azul de un día claro de primavera. Al instante, Elphame notó una increíble sensación de esperanza, como si el amanecer de aquel día fuera un comienzo nuevo también para ella. Entonces, comenzó a recitar una bendición que había oído muchas veces en boca de su madre.
Gran diosa Epona, mi diosa,
estoy ante un día nuevo,
un día lleno de tu magia.
Estoy ante un umbral, ante tu velo de misterios,
y te pido tu bendición.
Que pueda trabajar para tu gloria,
y también para gloria de mi espíritu.
Cuchulainn permaneció en silencio durante la oración de su hermana, en parte por respeto a Epona, y en parte por la sorpresa que se había llevado. Hasta aquel momento, nunca había oído a su hermana pedirle una bendición a Epona. En realidad, parecía que Elphame prefería evitar cualquier mención de la diosa que la había marcado tan obviamente. Hasta aquella mañana. Entonces, aunque apenas podía distinguir las palabras, Cuchulainn sintió la vibración de la magia en el aire, como la había sentido muchas veces durante los rituales que oficiaba su madre.
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