El problema era que, aunque el cuerpo musculoso de la muchacha estaba cubierto por un precioso pelaje de caballo de la cintura para abajo, y que tenía cascos en vez de pies, salvo por los extraordinarios músculos de la parte inferior de su cuerpo, era una mujer humana. Así pues, necesitaba una vestimenta que le concediera la libertad necesaria para ejercitar la velocidad sobrehumana que tenía por don, además de cubrirla decentemente. Etain y su hija habían experimentado con muchos estilos distintos antes de dar con aquella solución, que cubría ambas necesidades.
El resultado había funcionado bien, pero dejaba a la vista demasiado del cuerpo de Elphame. No importaba que las mujeres de Partholon siempre hubieran sido libres para mostrar su cuerpo. Etain desnudaba su pecho regularmente durante las ceremonias de bendición en honor a Epona, para dar a entender el amor de la diosa por la forma femenina. Cuando Elphame descubría sus patas terminadas en cascos, la gente la miraba con horror y reverencia a la vez, puesto que era evidente que estaba tocada por la diosa.
Elphame detestaba ser objeto de aquellas miradas.
Así pues, había adoptado la costumbre de vestir de manera conservadora en público, y sólo se quitaba las túnicas que llevaba normalmente cuando iba a correr, lo que hacía siempre a solas y alejada del templo.
– ¡Ah, ahí está! -exclamó, y se acercó a un tronco que no estaba muy lejos de ellas. Tomó la tela de lino, teñida del color de las esmeraldas, y comenzó a colocársela alrededor de la delgada cintura. Su respiración ya había recuperado el ritmo normal; la delgada capa de sudor de su piel ya se había secado.
Estaba en una forma espectacular. Tenía un cuerpo de líneas elegantes, atlético, pero muy femenino. Su piel oscura era sedosa, y sólo después de tocarla podía notarse que cubría unos músculos muy fuertes.
Sin embargo, poca gente se atrevía a tocar a la joven diosa.
Era alta; le sacaba varios centímetros a su madre, que medía un metro setenta centímetros. Durante su pubertad fue delgaducha y un poco torpe, pero pronto desarrolló las curvas y la plenitud de una mujer. La parte inferior de su cuerpo era la combinación perfecta de humana y mujer centauro. Tenía la belleza y el atractivo de una mujer, y la fuerza y la gracia de un centauro.
Etain sonrió a su hija. Desde el momento de su nacimiento había aceptado la singularidad de Elphame con un amor feroz y protector.
– No tienes por qué ponerte el pareo, El -le dijo.
– Sé que tú piensas que no es necesario, pero sí lo es. Para mí no es igual que para ti. A mí no me miran como a ti.
– ¿Alguien te ha dicho algo que te haya herido? ¡Dime quién ha sido, y conocerá la ira de una diosa! -exclamó Etain, con los ojos llenos de fuego verde.
– No necesitan decir nada, mamá.
– Preciosa mía… -dijo Etain, cuya ira desapareció-. Sabes que la gente te quiere.
– No, mamá. Te quieren a ti. A mí me idolatran y me adoran. No es lo mismo.
– Claro que te adoran, El. Eres la hija mayor de la Amada de Epona, y la diosa te ha bendecido de un modo muy especial. Deben adorarte.
La yegua avanzó hasta que pudo acariciarle el hombro a la joven con los labios. Antes de responder, El le rodeó el cuello con los brazos al animal y la acarició.
Después miró a su madre, y dijo con convicción:
– Soy diferente. Y, por mucho que tú quieras creer que encajo, para mí las cosas no son iguales. Por eso debo marcharme.
A Etain se le encogió el estómago al oír las palabras de su hija, pero permaneció en silencio para dejar que continuara.
– Se me trata como si fuera algo aparte. No es que me traten mal -añadió El apresuradamente-. Sólo, como si fuera algo aparte. Como si tuvieran miedo de acercarse a mí porque pudiera… no sé, hacerme añicos. O tal vez porque ellos pudieran hacerse añicos. Así que me tratan como si fuera una estatua que ha cobrado vida ante ellos.
«Mi preciosa y solitaria hija», pensó Etain, y notó el dolor familiar que le causaba el no tener solución para el sufrimiento de su primogénita.
– Pero nadie ama a las estatuas, al menos de verdad. Las cuidan, y las tienen en un lugar de honor, pero no las quieren.
– Yo te quiero -dijo Etain con la voz entrecortada.
– ¡Oh, ya lo sé, mamá! -exclamó la muchacha, mirando a Etain a los ojos-. Papá y tú, y Cuchulainn y Finegas y Arianrhod, todos me queréis. Sois mi familia, así que tenéis que hacerlo -añadió con una sonrisa rápida-. Pero incluso los miembros de tu guardia privada, que a ti te adoran incondicionalmente, y que darían la vida por ti, creen que yo soy intocable.
La yegua dio un paso hacia delante, y El se apoyó en ella. Etain tenía ganas de abrazar a su hija, pero sabía que Elphame se pondría tensa y le diría que ya no era una niña, así que tuvo que contentarse con acariciarle el pelo de seda, transmitiéndole el consuelo de Epona a través de sus manos.
– Por eso has venido aquí, ¿no es así? -le preguntó El en voz baja.
– Sí -respondió su madre-. Quería intentar convencerte, una vez más, de que no te vayas. ¿Por qué no te quedas aquí y ocupas mi lugar, El?
Su hija dio un respingo, y comenzó a negar con la cabeza con vehemencia. Etain continuó hablando, sin embargo.
– Yo he tenido un reinado largo, muy rico. Estoy dispuesta a retirarme.
– ¡No! -exclamó Elphame. Sólo con pensar en ocupar el lugar de su madre, sentía pánico-. ¡Tú no te vas a retirar! ¡Mírate! Aparentas muchos menos años de los que tienes, y te encanta celebrar los rituales de Epona. Además, la gente necesita que continúes. Y debes acordarte de lo más importante, mamá. El reino espiritual no está abierto para mí. Nunca he oído la voz de Epona, ni he sentido el roce de su magia… -la tristeza que le producía aquella verdad se le reflejó en la cara-. Nunca he sentido la magia.
– Pero Epona me habla a menudo de ti -dijo suavemente Etain, mientras le acariciaba la mejilla a su hija-. Ha velado por ti desde tu nacimiento.
– Lo sé. Sé que Epona me quiere, pero yo no soy su Elegida.
– Todavía no -matizó su madre.
Por única respuesta, Elphame se apoyó en el cuello de la yegua, mientras el animal la acariciaba afectuosamente con el morro.
– Sigo sin entender por qué tienes que marcharte.
– Mamá -dijo Elphame, que volvió la cabeza para mirar nuevamente a su madre-. Parece que me voy al otro lado del mundo. No sé por qué te molesta tanto que me vaya. He salido más veces de casa. Estudié en el Templo de la Musa, y eso no te molestaba.
– Era distinto. Claro que tenías que estudiar en el Templo de la Musa. Es donde se educan las mujeres más espectaculares de Partholon. Arianrhod está allí ahora -replicó Etain con una sonrisa de satisfacción-. Mis dos hijas sois espectaculares, y ésa es una de las razones por las que disfruto teniéndote a mi lado.
– Si me hubiera casado, habría tenido que irme a vivir al hogar de mi marido -dijo El.
– No hables como si no fueras a casarte nunca. Todavía eres muy joven. Tienes muchos años por delante.
– Mamá, por favor. No empecemos esta conversación otra vez. No hay nadie que sea como yo, y no hay nadie que quiera estar tan cerca de una diosa.
– Tu padre se casó conmigo.
Elphame sonrió con tristeza a su madre.
– Pero tú eres humana por entero, mamá, y además, el Sumo Chamán de los Centauros siempre es el compañero de la Amada de Epona. Él fue creado para amarte, es lo normal para él. Es evidente que Epona me ha marcado, pero no me ha elegido. No me ha enviado a ningún Chamán para que sea mi compañero. No creo que haya nadie, ni centauro ni humano, que fuera creado para amarme. No como os amáis papá y tú.
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