– Dejad que compruebe los progresos, mi señora.
Etain abrió los ojos y vio los ojos calmos, color azul, de la Sanadora. Era una mujer rubia, de complexión fuerte, de mediana edad, y que tenía la actitud confiada de una persona que conocía íntimamente su trabajo y lo llevaba a cabo a la perfección. La Elegida asintió y dobló las rodillas. Llevaba una camisola de color crema, tan fina que parecía hecha de nubes. La Sanadora se la subió hasta la cintura con movimientos suaves.
– Va bien, Amada de la Diosa -dijo con una sonrisa, y volvió a colocarle la ropa en su sitio.
– ¿Queda mucho? -preguntó Etain cansadamente.
La Sanadora miró a la Encarnación de la Diosa, comprendiendo su impaciencia.
– Sólo la diosa puede deciros eso con seguridad, mi señora, pero yo no creo que falte mucho para que tengáis a vuestra hija.
Etain sonrió y asintió. La Sanadora volvió con el grupo de mujeres, a quienes dio unas cuantas órdenes con una autoridad tranquila. Fiona le apartó un rizo de la cara a su amiga.
– No va a llegar a tiempo, ¿verdad? -preguntó Etain con la voz temblorosa.
– Claro que sí -respondió Fiona.
– No debería haberme empeñado en que se fuera. ¿En qué estaría pensando?
Fiona intentó, sin conseguirlo, reprimir la risa.
– Vamos a ver… ¡Ah, sí! Ya me acuerdo de lo que dijiste. Algo sobre que si no dejaba de preguntarte cómo te encontrabas a cada segundo ibas a despellejarlo.
– Soy una tonta -gimió Etain-. Sólo una tonta echaría a su marido de su lado cuando está a punto de dar a luz.
– Amiga mía -dijo Fiona, y le apretó la mano-. Midhir llegará a tiempo para el nacimiento de su hija. Sabes que Moira lo encontrará.
Sí, lo sabía. Por lo menos, eso pensaba la Encarnación de la Diosa; que Moira, la Jefa de Cazadoras de Partholon, encontraría a su marido, a quien había enviado el día anterior, en compañía de algunos amigos, a una excursión de caza. Sin embargo, su corazón y su cuerpo le decían que el bebé iba a llegar enseguida. Con o sin la presencia de su padre.
– Lo necesito, Fiona -dijo, con los ojos llenos de lágrimas.
Antes de que Fiona pudiera responder, Etain comenzó a sentir otra contracción, y apretó con fuerza la mano de su amiga.
– ¡Ay! ¡Ésta es muy mala! -gimió, entre náuseas y pánico.
Y entonces, las mujeres envolvieron a la Elegida con sus voces frescas y calmantes, tarareando la canción del nacimiento. Algunas de ellas hablaban con júbilo.
– Estamos con vos, mi señora.
– ¡Lo estáis haciendo muy bien!
– Respirad con Fiona, Elegida.
– Relajaos, Diosa. Recordad que cada uno de estos dolores trae a vuestra hija más cerca de este mundo.
– ¡Estamos impacientes por saludarla, mi señora!
Sus voces se convirtieron en el apoyo de Etain, que las usó para anclar su concentración mientras acompasaba las respiraciones con las de Fiona. «Oh, por favor, que Midhir llegue a tiempo».
«Paciencia, Amada». La voz fue como un cosquilleo en la mente de Etain. Etain sonrió al oírla. «El Chamán no se perderá el nacimiento de su hija».
– Gracias, Epona -susurró Etain, que con la promesa de la diosa sintió una inyección de energía-. ¡Fiona! ¡Vamos a caminar de nuevo!
– ¿Estás segura, Etain? -preguntó Fiona, con el ceño fruncido de preocupación.
– Has dicho que caminar ayudaría a que la niña naciera más rápidamente, ¿no? -le tendió las manos a Fiona, y Fiona la ayudó a incorporarse-. En este momento, más rápidamente me parece algo fabuloso -dijo, y le hizo un guiño a su amiga.
Fiona se tranquilizó. La Elegida sonrió al grupo de mujeres.
– Señoras, por favor, canten para mí mientras apresuro la llegada de mi hija.
Las mujeres aplaudieron alegremente. Algunas comenzaron a bailar, y la magia resplandeció a su alrededor. Etain tomó del brazo a Fiona, y ambas comenzaron a caminar hacia las cortinas diáfanas.
Etain inspiró profundamente.
– Esto es algo que voy a echar de menos del embarazo -dijo, y Fiona la miró-. Mi increíble sentido del olfato. Durante todo el embarazo he tenido el sentido del olfato muy agudizado -explicó; se acercó lentamente a un rosal y pasó la yema de un dedo, con suavidad, por los pétalos, antes de continuar caminando-. Sí, es asombro…
La palabra terminó en un gruñido, porque la siguiente contracción la tomó por sorpresa.
– Lentamente. Recuerda que no debes resistirte, Etain -dijo Fiona suavemente, mientras su amiga se apoyaba en ella-. ¿Quieres que volvamos con las otras mujeres?
Etain negó con la cabeza y jadeó.
– No. Me da la sensación de que respiro mejor aquí -dijo.
Pasó la contracción, y se irguió lentamente, secándose el sudor de la frente con la manga.
– Y me gusta cómo suenan sus canciones al viento, como si todo el mundo se llenara de la magia del nacimiento de esta niña.
A Fiona se le llenaron los ojos de lágrimas, y abrazó a Etain.
– ¡Así es, así es!
La Elegida de la Diosa apartó de su mente el dolor concentrándose en todas las cosas buenas que tenía, mientras continuaban paseando por el jardín. La nación de Partholon adoraba a muchos dioses, pero Epona siempre ocuparía un lugar especial en el corazón de la gente.
Epona le infundía vida al cielo de la mañana, y el rostro de Epona se reflejaba en la plenitud de la luna. Era la Diosa Guerrera de los Caballos, y la Benefactora de los Frutos de la Cosecha. Y Partholon siempre la consideraría su protectora. Fue lady Rhiannon la Elegida de Epona, junto al compañero de su vida, el Sumo Chamán Clan Fintan, quien repelió la invasión de los Fomorians, y salvó a Partholon de la esclavitud. El hecho de que hubieran pasado más de cien años desde aquellas guerras no tenía mucha importancia para los habitantes de Partholon. Nunca olvidarían la generosidad de Epona, y su Amada siempre sería objeto de adoración.
Ahora, ella era la Amada de la Diosa, la Elegida de Epona, se recordó Etain mientras jadeaba a causa de otra contracción. Y eso significaba que su primer vástago sería una niña, y que ella también tendría el favor de la diosa. Sería la bisnieta de la de la legendaria Rhiannon, que se enfrentó a los Fomorians. La idea de que, seguramente, su hija también sería la Elegida de Epona resultaba emocionante, y le hacía más soportable el tedio y el dolor del parto.
La siguiente contracción fue diferente a las demás, y Etain lo comprendió al instante. Sintió algo abrasador, y una necesidad imperiosa de empujar. Le fallaron las rodillas, y Fiona la ayudó a tenderse en el suelo.
– Tengo que empujar -jadeó ella.
– ¡Espera! -exclamó Fiona, y miró hacia la habitación-. ¡Mujeres! ¡Venid! ¡La Diosa os necesita!
Etain no supo si la había oído alguien, porque todo su ser estaba concentrado en su interior. La necesidad de empujar era tan fuerte y primaria que tuvo que luchar contra ella con toda la fuerza que le proporcionaba el miedo por la vida de su hija.
Entonces, un sonido se abrió paso en la concentración de la Elegida, y su alma dio un salto de alegría al reconocerlo. Era el sonido de unos cascos contra el suelo firme del camino. Etain pestañeó y vio al centauro torciendo la curva rápidamente, y poniéndose de rodillas a su lado.
– Aquí estoy, amor mío. Todo irá bien. Rodéame los hombros.
La voz profunda de su marido ahuyentó el dolor, y la contracción se disipó por completo.
Sin decir nada, ella pasó los brazos alrededor del cuello de su marido y apoyó la cabeza en su hombro mientras él la levantaba. En pocos instantes llegaron al aposento, y Midhir la depositó con delicadeza sobre el diván. Ella se aferró a él, pero no tenía que haberse preocupado. Midhir no pensaba soltarla.
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