P. Cast - Diosa Por Elección

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Por fin, Shannon Parker se había reconciliado con la vida en el mundo mítico de Partholon. Amaba a su marido centauro y se había acostumbrado a su conexión con la diosa Epona y los beneficios que conllevaban ambas cosas. Casi había olvidado su antigua vida en la Tierra… sobre todo, cuando descubrió que estaba embarazada…
Pero entonces una súbita explosión de poder la envió de vuelta a Oklahoma. Sin la magia, Shannon no podía regresar a Partholon, así que tendría que buscar ayuda. El problema era que esa ayuda tomó la forma de un hombre tan tentador como su marido. Y, durante el camino, Shannon descubriría que ser una diosa por error era mucho más fácil que ser una diosa por elección…

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Él soltó un resoplido por la nariz, algo tan parecido a lo que hacía ClanFintan que me eché a reír.

– ¿De qué te ríes?

– De ti -respondí. Comencé a ponerme en pie, y Clint me ayudó-. Estaba pensando que serías un centauro estupendo.

Me abrazó, y yo me permití el lujo de apoyar la cabeza en su pecho.

– A mí no me gustan los caballos, mi niña.

– Los centauros no son caballos.

– Están muy cerca de serlo.

– ClanFintan se molestaría mucho si te oyera decir eso.

– Dile que venga y que lo discuta conmigo -respondió él, y yo percibí una sonrisa en su voz.

– Quizá lo haga.

– Bueno. Aquí en Oklahoma sabemos cómo manejar a los caballos. Estoy seguro de que será un poni estupendo.

Yo me eché a reír y lo empujé.

– Eres horrible.

Miré al árbol en el que me había apoyado y vi que era un pequeño peral. No debía de tener más de cinco años. Asombrada, me quité ambos guantes y apoyé las manos y la frente en su tronco.

– Gracias por tu ayuda, pequeño.

«¡Oh, Amada! ¡Ha sido un placer!», dijo su vocecita, que me rebotó en la cabeza de un modo doloroso.

Yo me estremecí, pero disfruté de la intensidad exuberante e infantil del joven peral.

– Que la Diosa te bendiga y te haga alto y fuerte.

Le acaricié la corteza a modo de despedida y me pareció sentir que temblaba como un cachorrillo bajo mis manos.

– Vamos a ver a mi padre -dije.

En el mostrador de Urgencias, la enfermera nos indicó dónde podíamos encontrar a mi padre. Nos dirigimos hacia la habitación número cuatro de la zona de Observación, y nos lo encontramos tumbado en una cama, un poco incorporado por la cintura. Tenía una vía de suero puesta en el brazo izquierdo, y la mano derecha apoyada sobre una mesita elevada junto a la cama. La mano descansaba sobre una tela azul, que ya estaba teñida de sangre. Con sólo mirarla, tuve que tragar saliva. Estaba abierta de modo que parecía una patata asada. Lo miré a la cara. Tenía un horrible arañazo en el lado izquierdo de la frente, y el golpe ya comenzaba a mostrar colores rojos y morados. Estaba muy pálido.

Un enfermero estaba rebuscando entre algunos frascos y cajones que había en un armario, al otro lado de la habitación. Nos saludó amablemente con un gesto de la cabeza.

– ¿Cómo estás, papá?

Le tomé la mano sana con cuidado de no mover ninguno de los tubos.

– Bien, bien -dijo él, con algo de brusquedad-. Estos idiotas quieren darme morfina, y yo les digo que me pongo tonto con esa cosa -me explicó, y después alzó la voz para que lo oyera el enfermero-. Demonios, jugué al fútbol contra Notre Dame en el año sesenta, con un brazo roto. Les dimos una buena. Sólo tienen que darme unos cuantos puntos y dejarme volver a casa.

El enfermero se dio la vuelta y fulminó a mi padre con la mirada. Tenía una terrible jeringuilla en una mano. La otra la tenía en la cintura. Su voz fue muy agradable, pero su tono decía que ya estaba cansado de las heroicidades de mi padre.

– Mire, señor, entiendo que es usted un hombre guapo y musculoso, pero sus días de jugar al fútbol con un brazo roto pasaron hace cuarenta y tantos años -dijo, y parecía que aquella discusión llevaba desarrollándose ya un buen rato.

Mi padre abrió la boca, y yo intervine antes de que las cosas fueran a peor.

– Papá, por favor, deja que te pongan la inyección. Creo que no puedo verte sufrir más -le dije. Después me incliné hacia él y añadí-: No me hagas llamar a mamá Parker. Ya sabes lo que va a decir ella.

Los dos sabíamos que yo lo había amenazado con sacar el armamento pesado, y él me miró con miedo.

– No hay por qué molestarla -dijo, y me apretó la mano. Después le gruñó al enfermero-: Adelante, póngame esa maldita inyección. Pero sólo esta vez.

– Gracias, muchas gracias -dijo el enfermero, y con una expresión de exasperación, le puso la inyección a mi padre.

En aquel momento, apareció la cirujana, la doctora Athena Mason. Era una mujer atractiva de mediana edad cuya voz y actitud infundían confianza. Tenía el cuadro de resultados de mi padre, y después de saludarnos, examinó la mano herida. Mi padre asintió, y ella me contó cuál era la situación.

– Su padre ha sufrido un daño grave en los nervios de la mano. Con la cirugía, probablemente recuperará el ochenta por ciento de la movilidad. Sin la operación, no podrá sujetar objetos ni tendrá sensibilidad por debajo de la muñeca. Él y yo hemos llegado a la conclusión de que el mejor tratamiento es la cirugía.

– ¿Y estará bien? -pregunté yo, un poco mareada.

– Sí -ella me sonrió para darme seguridad-. Puedo operarlo inmediatamente. Si esperan fuera, prepararemos a su padre. Los llamaré para que entren de nuevo antes de llevarlo al quirófano.

Yo le di a mi padre un beso rápido y salí con Clint a la sala de espera. Nos acercamos a la máquina de café y sacamos un té. Al poco rato, se acercó una enfermera y nos avisó de que podíamos entrar a ver a mi padre.

– Gracias -le dije.

Una enfermera vestida para entrar al quirófano estaba sacando la camilla de mi padre al pasillo. Se detuvo.

– La doctora está esperando -nos dijo.

Yo asentí y, rápidamente, le di un beso a mi padre en la frente. Tenía muchos tubos clavados en diversos lugares. Le habían puesto una especie de tienda de campaña diminuta alrededor de la mano, como si fuera un cuerpo muerto que había que ocultar. Aquel pensamiento me asustó. Intenté sonreír alegremente.

– Todo va a salir muy bien, papá. No te preocupes por nada.

– Hola, Bichito. Esta morfina me ha puesto muy tonto -me dijo, arrastrando adorablemente las palabras-. Creo que he estado flirteando con esa enfermera -añadió, y soltó una risita.

Yo me eché a reír y le besé la mejilla.

– Ahora ya sé por qué no querías morfina.

– Exacto -dijo él, y miró a Clint-. Cuida de nuestra chica, hijo.

– Sí, señor.

– Oh, y no te preocupes por mamá Parker. La he llamado. Su cuñado le está poniendo las cadenas en el Buick. Llegará antes de que estos carceleros me suelten.

– Se va a enfadar contigo -le dije con una sonrisa.

– Lo sé -me respondió.

– Ya es la hora, señor Parker -dijo la enfermera, y continuó empujando la camilla.

– Te quiero, papá.

– Yo también te quiero, Bichito.

Las puertas del ascensor que subía al quirófano se cerraron silenciosamente. Clint me siguió mientras yo caminaba hacia la sala de espera con desánimo. Miré el reloj, y me di cuenta, con asombro, de que había pasado el mediodía.

La enfermera de Urgencias estaba en su mostrador.

– La doctora ha dicho que seguramente su padre estará en quirófano unas dos horas.

Yo le di las gracias.

– Creo que tengo hambre -le dije a Clint.

Él asintió.

– Seguramente te vendrá bien comer algo.

– Pero no quiero comida de hospital -respondí yo con la nariz arrugada.

La enfermera intervino.

– Hay un Arby al final de esta calle, y está abierto pese a la nevada. Todo un turno de personal nos quedamos aquí atrapados cuando cambió el tiempo, y en el restaurante están cocinando como locos -añadió, encogiéndose de hombros-. A las enfermeras tampoco nos gusta la comida de hospital.

– Un Arby está muy bien -respondió Clint-. Muchas gracias.

– ¿Quiere que le traigamos algo? -me ofrecí yo.

– Oh, no. Ya hemos ido -dijo la enfermera. Después cerró la ventanilla y se despidió de nosotros agitando la mano a través del cristal.

Yo tomé del brazo a Clint y salimos a la calle. El Hummer estaba en el aparcamiento de Urgencias. Su motor arrancó y rugió como el de un coche de carreras. A los pocos minutos estábamos en el Arby, y antes de salir del coche, me volví hacia Clint y le di un beso en la mejilla. Él me abrazó y me besó la cabeza antes de soltarme.

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