En aquel momento lo entendí todo. Frenéticamente, intenté apartar las manos de los árboles, pero en vez de liberarme, la corteza de los árboles se había hecho permeable, y estaba succionando mis manos, mis muñecas, mis codos… mi cuerpo cayó hacia delante y se disolvió en aquel reflejo del otro mundo que me resultaba tan familiar. Oí un grito de horror de mi marido, seguido por un relincho penetrante de pánico de Epi.
Abrí la boca para gritar, pero la inconsciencia me venció.
Me dio un vuelco el estómago, y sentí que me colocaban de costado mientras unos espasmos dolorosos sacudían mi cuerpo. Oí algo extraño y quejumbroso, y me di cuenta de que era el sonido de mis propios sollozos.
– No pasa nada, Shannon -dijo alguien, con una voz grave que me resultaba familiar-. Estás a salvo.
Traté de abrir los ojos, pero tenía la visión tan borrosa que volví a cerrarlos para no marearme más. Lentamente, mis náuseas fueron disminuyendo, y me quedé inmóvil, respirando profundamente un aire frío y húmedo. Me di cuenta de que la hierba que había bajo mi mejilla estaba mojada, e intenté una vez más abrir los ojos. Entre los resquicios de mis párpados, vi formas verdes y grises, pero antes de poder enfocar la visión, una figura oscura y sombría se colocó ante mis ojos. Quise gritar.
– ¡Shannon! Tranquila -me dijo aquella voz calmante-. ¡No pasa nada!
Sus palabras debieron de tener un efecto negativo en aquella sombra sin color. El punto negro desapareció, y volví a distinguir el gris y el verde de las hojas del bosque. Sin embargo mi visión se volvió borrosa de nuevo. Después de eso, ya no supe nada más.
Cuando recuperé el conocimiento nuevamente, me quedé muy quieta, temerosa de moverme, temerosa de hacer cualquier cosa que le provocara más dolor a mi cuerpo magullado, o que volviera a llamar a la oscuridad que yo había atisbado. Respiré lentamente, intentando calmar los latidos de mi corazón.
Ya no estaba tendida sobre la hierba mojada. Noté la suavidad de un colchón debajo de mí, y por encima, el grosor de un edredón que me tapaba hasta el cuello. Me estremecí, porque de repente, sentí un frío que me llegaba a los huesos.
Alguien se acercó a mí y posó una mano en mi frente. Sentí su aspereza contra mi piel fría.
– No abras los ojos todavía. Tu cuerpo se recuperará mejor si los mantienes cerrados y descansas.
De nuevo, aquella familiaridad esquiva de la voz.
– Toma esto, te sentará bien.
Yo mantuve los ojos cerrados mientras una mano fuerte me ayudaba a levantar la cabeza e incorporarme un poco, de modo que pudiera beber un líquido caliente y dulce. Lo tomé lentamente, para que mi estómago lo aceptara. Cuando la taza estuvo vacía, volví a tumbarme sobre la almohada, agotada por aquel pequeño esfuerzo.
– Descansa. Todo va bien. Estás en casa.
Mientras me sumía otra vez en un profundo sueño, me di cuenta de que quien hablaba era ClanFintan, sólo que su voz sonaba extraña. Luché por mantenerme consciente y entender qué era lo que tenía de diferente, pero mis párpados eran muy pesados. El sueño ganó la batalla.
Café… El aroma jugueteó con mis sentidos, y me recordó los sábados por la mañana, cuando hacía una cafetera de café fuerte, y le añadía crema holandesa antes de volver a la cama con una taza humeante y un buen libro.
Pero en Partholon no había café.
Al recordarlo todo, tomé aire bruscamente. Abrí los ojos, pestañeé y me froté los párpados, inquieta por la debilidad de mis músculos, por la torpeza con que obedecían mis órdenes.
La única luz que había en la cabaña procedía de un fuego que ardía suavemente en el hogar. La chimenea estaba justo enfrente de mi cama. Miré a mi alrededor, con cuidado de no hacer ningún movimiento brusco con la cabeza. Parecía que estaba en una habitación grande, que hacía las veces de dormitorio, y que tenía una zona de estar frente al fuego, delimitada con dos merecedoras y dos mesillas. En cada una de las mesillas había una lámpara de queroseno, en versión moderna, aunque ninguna de las dos estaba encendida. Había un libro abierto, boca abajo, junto a la mecedora más cercana. También había un altillo sobre mi cabeza y otra habitación a mi izquierda, separada del resto de la cabaña por una pared. De allí era de donde provenía el olor a café. Debía de ser la cocina. Oí unos pasos cansados que se acercaban, y me preparé.
ClanFintan apareció desde detrás de aquella pared.
Yo debí de emitir un sonido de queja, porque él se sobresaltó y estuvo a punto de derramar el líquido de su taza. Entonces, en su preciosa cara apareció una sonrisa que me resultó fantasmal por su familiaridad.
– ¿Te encuentras mejor? -me preguntó.
Ahora entendía por qué su voz me resultaba tan familiar y al mismo tiempo tan extraña. Era su voz; la voz de ClanFintan. Sin embargo, carecía del poder de los pulmones de un centauro y de la cadencia musical del acento de Partholon.
– ¿Dónde estoy? -mi voz sonó vacía, sin emoción.
Sin dejar de sonreír, él posó la taza sobre una de las mesillas y se acercó a mi cama. Yo me encogí contra la almohada. Debió de darse cuenta, porque se detuvo a varios pasos del borde de la cama.
– Estás en casa, Shannon.
– ¿Y dónde demonios crees tú que está mi casa?
Él arqueó las cejas con sorpresa.
– En Oklahoma -respondió, y su voz grave me partió el corazón.
Noté que palidecía, y de repente, la habitación comenzó a dar vueltas a mi alrededor.
– ¡No! -susurré, y cerré los ojos, rogando que la habitación se detuviera. Tomé aire profundamente, varias veces, y al abrir de nuevo los ojos me di cuenta de que se había acercado a mí-. ¡No te acerques más! -le grité.
Él se detuvo, y alzó las manos en un gesto de paz.
– No te voy a hacer daño, Shannon.
– ¿Cómo demonios sabes mi nombre?
– Es una historia complicada…
– Quiero una respuesta -insistí yo con frialdad.
– Me lo dijo Rhiannon -respondió él, con evidente reticencia.
– ¡Rhiannon!
El nombre salió de mis labios como una maldición. Miré de nuevo por la habitación, esperándome que ella saltara desde uno de los rincones oscuros.
– ¡No! No está aquí -me aseguró él-. Ha vuelto a Partholon, a su sitio.
Parecía que estaba muy satisfecho de sí mismo.
Yo cerré los ojos y rechiné los dientes.
– Su sitio no es Partholon. Es mi casa. Él es mi marido. Ellos son mi gente.
– Pero… -el hombre estaba confuso-. Pensaba que todo se arreglaría si yo intercambiaba vuestros lugares…
Me incorporé decididamente, y bajé las piernas por un lado de la cama. Entonces me miré, y vi que no llevaba nada puesto, salvo la camisa de un pijama de hombre. Lo fulminé con la mirada.
– ¿Dónde está mi ropa?
– Yo… -tartamudeó él-. Está…
– Oh, no importa. Dame unos pantalones y mis botas, llévame al lugar donde hiciste el intercambio, y vuelve a intercambiarnos.
Él abrió la boca para responderme, pero el sonido del teléfono lo interrumpió. Fue un sonido extraño a mis oídos, que se habían acostumbrado al estilo de vida sin tecnología de Partholon. Volvió a sonar, y él recuperó el movimiento de las piernas, y se apresuró a descolgar el auricular de un teléfono inalámbrico que había en una estantería, junto a la chimenea.
– ¿Diga? -respondió, sin apartar los ojos de mí.
Entonces pestañeó, y dio un paso atrás como si hubiera salido una llamarada del auricular.
– ¡Rhiannon!
Aquel nombre fue como un velo de oscuridad que cubriera la habitación.
Yo sentí un escalofrío, y apreté los dientes para que no me castañetearan.
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