James Ellroy - Jazz blanco

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Para el teniente David Klein, muertes, palizas y extorsiones sólo son gajes del oficio. Hasta que en otoño de 1958 los federales abren una investigación sobre la corrupción policial y el mismo Klein se convierte en el cetnro de todas las pesquisas y acusaciones. Sin embargo, aunque él haya contribuido a crear ese mundo monstruoso, poblado por la codicia y la ambición, está dispuesto a salir vivo de él a cualquier precio.

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– ¿Le debía dinero?

– Exacto.

Noonan:

– De acuerdo, siempre que le acompañe al banco un agente federal.

Un contrato ante las narices. Letra pequeña, latiendo. Firmé.

¡ Suenas resignado.

Todo ha adquirido vida propia.

– ¿ Qu é significa eso?

Significa que deber í as contarme cosas.

T ú tampoco comentas ciertas cosas. Me llamas desde cabinas de tel é fono para no tener que hacerlo.

Quiero solucionarlo todo, primero.

Dijiste que se estaba resolviendo solo.

S í , pero se me est á acabando el tiempo.

– ¿ Se te est á , o se nos est á ?

S ó lo a m í .

No empieces con mentiras. Por favor.

S ó lo trato de dejar las cosas claras.

Pero sigues sin querer contarme qu é est á s haciendo.

Es este l í o en el que te he metido. Dejemos el tema.

El l í o me lo he buscado yo misma. T ú lo dijiste.

Ahora eres t ú la que suena resignada.

Esos hombres del sheriff han vuelto.

Y un c á mara les dijo que me acostaba contigo en mi remolque.

– ¿ Saben que me contrataron para seguirte?

– S í .

– ¿ Qu é les dijiste?

Que soy blanca, soltera y tengo veintinueve a ñ os, y que me acuesto con quien me da la gana.

¿ Y?

Y Bradley Milteen les dijo que t ú y Miciak tuvisteis unas

palabras. Yo dije que conoc í a Miciak a trav é s de Howard, y que era f á cil que cayese mal a cualquiera.

Bien. Ah í has estado muy lista.

– ¿ Significa eso que somos sospechosos?

Significa que conocen mi reputaci ó n.

– ¿ Qu é reputaci ó n?

Ya sabes a qu é me refiero.

– ¿A eso?

A eso.

¡ Oh, mierda, David!

S í , «¡ Oh, mierda! »

Ahora suenas cansado.

Lo estoy. Dime…

Yo sab í a que responder í as as í .

Y yo sigo colgada de este alem á n, y Mickey me ha pedido que me case con é l. Me ha dicho que me « dejar í a libre » en cinco a ñ os y que me convertir í a en una estrella, y ú ltimamente est á m á s evasivo que David Douglas Klein en sus mejores momentos. Est á metido en no s é qu é extra ñ a actuaci ó n y no deja de hablar de su « interpretaci ó n » y de su « llamada a escena » .

¿ Y?

– ¿ C ó mo sabes que hay m á s?

Lo intuyo.

Chico listo.

Y Chick Vecchio me ha estado lanzando indirectas. Es casi como…

…como si su actitud hubiera cambiado de la noche a la ma ñ ana.

Chico listo.

No te preocupes, me encargar é de ello.

Pero no me vas a decir de qu é se trata, ¿ verdad? No me lo vas a decir.

Espera unos d í as m á s, solamente.

– ¿ Porque todo va a resolverse?

Porque todav í a queda una oportunidad para que pueda forzar las cosas a nuestro favor.

– ¿ Sup ó n que no puedes?

Entonces, al menos lo sabr é .

Vuelvo a notar un tono de resignaci ó n.

Es hora de saldar deudas. Lo presiento.

L.A. Herald-Express, 21/11/58:

LA MATANZA DE HANCOCK PARK SACUDE A LA

CIUDAD

El asesinato del acaudalado ingeniero químico Phillip Herrick, de 52 años, y de sus hijas Laura, de 24, y Christine, de 21, sigue estremeciendo el Southland y tiene confundido al departamento de Policía de Los Angeles por su tremenda brutalidad.

La policía supone que, hacia media tarde del 19 de noviembre, un hombre irrumpió en la acogedora mansión de estilo Tudor donde vivía el viudo Phillip Herrick con sus dos hijas. Según la reconstrucción de los hechos realizada por expertos forenses, el hombre accedió al interior por una puerta trasera poco protegida y envenenó a los dos perros de la familia; luego, disparó contra Phillip Herrick y empleó unas herramientas de jardinería encontradas en la propiedad para causar terribles mutilaciones tanto al cuerpo del señor Herrick como a los animales. Según todos los indicios, Laura y Christine llegaron en aquel momento y sorprendieron al asesino, que les dio muerte de manera parecida. Después, el hombre se duchó para limpiarse de sangre y cogió ropas limpias pertenecientes al señor Herrick. Por último, dejó la casa, no se sabe si a pie o en coche, tras haber llevado a cabo estos brutales asesinatos en un silencio casi completo. El empleado de Correos, Roger Denton, que acudió a la casa para entregar un paquete de entrega especial, vio sangre en la ventana del cuarto de trabajo y llamó de inmediato a la policía desde una casa vecina.

«Me quedé de piedra -relató Denton a los reporteros del Herald-. Porque los Herrick eran buena gente que ya habían tenido suficientes desgracias.»

Una familia nada ajena a la tragedia

Mientras la policía empezaba una encuesta casa por casa en busca de posibles testigos y los técnicos de Criminología cerraban la casa para buscar indicios, los vecinos congregados ante la propiedad en un estado de horrorizada perplejidad relataron al reportero Todd Walbrect los trágicos sucesos padecidos por la familia en los últimos tiempos.

Durante muchos años, los Herrick parecieron disfrutar de una vida feliz en el barrio acomodado de Hancock Park. Phillip Herrick, químico de profesión y propietario de una industria de productos químicos que abastecía de disolventes industriales a lavanderías y establecimientos de limpieza en seco del Southside, era miembro activo del Lions Club y del Rotary Club; Joan (Renfrew) Herrick se dedicaba a las obras de caridad y encabezaba las campañas para proporcionar cenas especiales a los indigentes habituales de los barrios bajos el día de Acción de Gracias. Laura y Christine se matricularon en la cercana Escuela Femenina Marlborough y, después, en UCLA, mientras que el hijo mayor, Richard, ahora de 26 años, estudió en escuelas públicas y tocó en sus bandas musicales. Sin embargo, negros nubarrones se cernían sobre la familia: en agosto de 1955, «Richie» Herrick, entonces de 23, fue detenido en Bakersfield: le vendió marihuana y «speedballs» de heroína-cocaína a un agente de policía encubierto. En el juicio, fue condenado a cuatro años en la prisión de Chino, una sentencia muy dura para ser el primer delito, impuesta por un juez deseoso de labrarse una fama de severidad.

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