Allan Folsom - La huida

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John Barron es un joven policía de Los Ángeles que entra a formar parte de la legendaria brigada 5-2, un cuerpo de élite con prestigio mundial. En su primera y arriesgada misión -en la que van persiguiendo a un psicópata pero topan por casualidad con Raymond, un asesino frío e inteligentísimo cuyos fines alcanzan proporciones globales- Barron se da cuenta de que las cosas no son como él imaginaba y que detrás de la fachada de hombres honorables y justos se esconden prácticas perversas y justicieras.
Huyendo de la brigada 5-2 tras la estela de Raymond, el joven Barron se instalará en Europa y cambiará de nombre, de trabajo y de identidad. Aquí se dará cuenta de que se enfrenta a una trama que tiene siglos de historia y pretende cambiar el mundo, acabar con los poderes establecidos y catapultar a una sola familia a la cúspide del poder.

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– Disculpe -dijo Alexander en inglés, al salir del retrete.

– ¿Sí? -respondió el hombre. Sería la última palabra que pronunciaría en su vida.

47

Marten había intentado subir la escalinata detrás de Alexander, pero una retahíla de agentes del FSO y de seguridad uniformados acordonó de pronto la segunda planta y estaba mandando a todo el mundo hacia abajo. Al cabo de unos minutos, una voz masculina sonó por los altavoces, primero en ruso, luego en inglés, francés y alemán, que el museo estaba a punto de cerrar por motivos de seguridad y que no se dejaría salir a nadie del edificio hasta que hubiera sido identificado por la policía.

Marten había retrocedido rápidamente escaleras abajo con el resto de la gente y se dirigió apresuradamente por una gran sala con columnas hasta la entrada principal. Sabía que con el grito, fuera lo que fuese que había pasado en el piso de arriba, y con la rapidez de la huida de Alexander, las cosas estaban avanzando con demasiada rapidez como para que el dispositivo de seguridad estuviera totalmente organizado. Si se quedaba atrapado dentro con la gente, podía estar horas haciendo cola antes de que lo autorizaran a salir -o no, puesto que llevaba el arma automática de Kovalenko y un pasaporte que lo identificaba como Nicholas Marten- y para entonces Alexander ya se habría marchado.

Delante de él podía ver la entrada principal.

Siete metros más y… de pronto se quedó parado. La policía ya estaba allí. La entrada estaba precintada y empezaban a organizar su protocolo de control.

A su izquierda estaban las taquillas de venta de entradas y, detrás de las mismas, bajando por un pasadizo corto, estaba la Oficina de Visitas, en la que Clem se había encontrado con Rebecca. Nervioso, avanzó por el vestíbulo, abriéndose paso por entre los visitantes del museo, confundidos y asustados. En unos instantes había alcanzado la Oficina de Visitas. Justo detrás había una puerta de emergencia que daba al exterior. Tenía una barra para empujar y tal vez estuviera conectada a una alarma, pero valía la pena intentarlo. La alcanzó y estaba a punto de empujarla con el hombro cuando advirtió a dos agentes del FSO que corrían por el pasillo en dirección a él. Entonces se volvió y retrocedió, forzando el paso por entre la marabunta de gente, pasando más allá de las taquillas y de la entrada principal. Ahora volvía a oírse la advertencia por megafonía.

Ahora volvía a encontrarse en la sala de las columnas, dirigiéndose hacia la escalinata principal. Luego vio un pasillo largo que doblaba a la derecha. Se metió rápidamente por él, buscando con la mirada a un lado y a otro una puerta de salida. Pasó frente a una librería y a una tienda de arte. Había más gente, mayor confusión. Siguió avanzando, pasando por delante de los lavabos. Una docena de pasos más y algo le hizo bajar la vista. Se quedó petrificado: en el tablero blanco y negro del suelo había una huella ensangrentada de un zapato. Más adelante vio otra huella. Instintivamente, la mano se le fue al Makarov que llevaba en el cinturón. Lo sacó cuidadosamente y dejó caer el brazo a un costado. Siguió andando, con el rifle automático lo más oculto que pudo.

Otra huella ensangrentada, y otra. Era el pie derecho, y quien fuera que estuviera dejándolas caminaba rápidamente. Los pasos eran alargados y la huella era cada vez más débil, a medida que la sangre se iba secando.

48

Un cielo gris y tapado cubría la ciudad mientras un hombre vestido con un elegante traje de cuadros, una bufanda azul marino y unas gafas de sol tipo mosca salía cautelosamente por la Puerta de los Inválidos a la plaza del Palacio, por la parte trasera del edificio, con una mano en el arma automática de Murzin que llevaba bajo la americana, dispuesto a ser desafiado por la policía. Pero no había ningún agente a la vista. Por la dirección de las sirenas, parecían concentrados, al menos de momento, en la muchedumbre que abarrotaba la entrada principal. Alexander vaciló unos instantes y luego se ajustó las gafas de sol y siguió andando.

Delante de él estaba el Volga negro. No tenía ni idea de dónde estaba su chofer del FSO, ni los otros agentes. La última vez que los había visto fue en el salón del trono, después de que la baronesa les ordenara salir.

Se volvió apresuradamente y miró a través de la extensa plaza. En el centro se levantaba la columna de Alejandro, que conmemoraba la derrota de Napoleón, al fondo, el Edificio General de Personal, unido a la casa de los Guardas por un magnífico arco de triunfo, encima del cual había una sólida escultura de seis toneladas de la Victoria conduciendo un carro tirado por seis caballos. Todos eran recordatorios de la victoria de Rusia en la guerra de 1812. Debían haberle infundido la esperanza y el coraje del alma rusa, y podían haberlo hecho si no fuera porque, al volverse, vio las leves pero visibles huellas de sangre que le hicieron darse cuenta de que estaba dejando rastro.

Horrorizado, avanzó cruzando la plaza, andando rápidamente, evitando echarse a correr para no llamar demasiado la atención. Al caminar, frotaba la suela de su zapato derecho contra el suelo, tratando desesperadamente de borrar la poca sangre que todavía llevaba pegada, mientras intentaba de comprender lo que había sucedido exactamente en el retrete de los muzhskoy, los lavabos de hombre. No había tenido demasiado tiempo para quitarse su ropa y cambiarse al traje de cuadros del hombre asesinado. Con las prisas, debió de haber pisado el charco de sangre con el pie derecho, y la suela de crepé debió de haberla absorbido como una esponja. De nuevo, el espectro del cuchillo lo perseguía. ¿Por qué había empezado a usarlo de nuevo? De no haberlo hecho, la baronesa seguiría viva, y también Murzin estaría allí para protegerlo.

Se apresuró, pasó frente a la columna de Alejandro, con los ojos clavados en el arco de triunfo del fondo. Lo único que oía eran los aullidos de las sirenas. A la izquierda veía a la policía, que estaba acordonando la zona de aparcamiento del personal del museo. Al menos cincuenta personas lo habían visto encima de las escaleras, manchado de sangre. Con todo el caos y la conmoción no había manera de saber cuánto tiempo tardarían la policía y el FSO en encontrar al muerto en el lavabo de hombres junto a su cazadora y sus pantalones. Pero cuando lo hicieran, la confusión sería mucho mayor. Nadie sabría bien lo que había ocurrido, por qué estaban allí las prendas del zarevich ni lo que le había ocurrido. La primera suposición -en especial después de haber sido visto ensangrentado por el público- sería que había sido atacado por la misma persona o personas que habían matado a la baronesa y a Murzin, y que estaba muerto o retenido u oculto en algún lugar del cavernoso edificio, en el que concentrarían la búsqueda. Además, nadie sabría, al menos de momento, que el hombre hallado muerto llevaba un traje de cuadros antes de morir. Todos aquellos elementos unidos le daban un tiempo precioso y el espacio que necesitaba. Un paso más y miró atrás, hacia el museo. La plaza estaba vacía. Siguió avanzando.

De pronto pensó en Marten. Lo había visto allí, al pie de la escalinata, en medio de la muchedumbre, subiendo hacia él. Iba bien afeitado y estaba muy flaco, con el pelo corto y un traje barato de pana marrón. Podía haberse tratado de otro hombre, pero no lo era, era Marten sin ninguna duda, allí, de nuevo, como, de alguna manera, siempre había estado. No sabía por qué había pensado que no lo reconocería. Ahora se daba cuenta de que sería capaz de reconocerlo en cualquier lugar. La razón era simple: sus ojos. Marten lo miraría siempre de frente, como si fuera el alma y la sombra de Alexander al mismo tiempo.

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