Siguió andando, y sus pensamientos volaron ahora hacia Clem. Fue ella, al fin y al cabo, quien, cuando le habló de esta playa en Kekaha y los cálidos recuerdos que conservaba de niño, le propuso que viniera después de los exámenes a reflexionar y a reponerse. Fue una idea que él acogió de inmediato, y quiso que ella lo acompañara, pero ella dijo que no, que era algo que necesitaba hacer solo y para él. Y con todo lo que la echaba de menos, tenía que reconocer que estuvo en lo cierto: la combinación de soledad, largos paseos y buceo le habían aportado una paz interior que no recordaba haber sentido desde hacía mucho tiempo.
Clem era maravillosa, una mujer encantadora, a veces aterradora, cariñosa y tierna, con un corazón grande y valiente. Se la podía imaginar ahora mismo en Manchester, en su improvisado apartamento de Palatine Road, rodeada de libros y artículos por todas partes mientras preparaba el semestre siguiente, siempre de uñas con su padre.
La amaba y estaba convencido de que ella también lo amaba, pero sabía que ella sentía que había algo de él que no le había revelado. Nunca lo presionó para que lo hiciera. Era como si supiera que, en el momento oportuno, encontraría la manera de contárselo, y estaba dispuesta a esperar hasta que lo hiciera. Y él sabía que un día lo haría, cuando tuviera su título y estuviera trabajando y pudiera plantearse de veras pasar el resto de su vida con ella, tal vez incluso con hijos. Pero para esto faltaba un año, tal vez dos. Para entonces, esperaba, el peligro de su pasado se habría difuminado del todo y se sentiría lo bastante cómodo para hablarle de él. Contarle quién era en realidad, quién había sido y la verdad de lo que sucedió.
Marten se apartó del agua y anduvo solo a través de la arena en dirección al coche, feliz por el hecho de que por la mañana regresaría a Manchester y al lado de Clem y al mundo verde y tranquilo que había hecho suyo. ¿Qué era lo que Kovalenko le había dicho? «Vuelve a tus jardines ingleses. Es una vida mucho mejor.»Justo delante estaba su coche, y a medida que se acercaba iba viendo algo que estaba escrito a lo largo del parabrisas en grandes letras, como si lo hubieran hecho con una pastilla de jabón. Con la escasa luz no distinguía bien lo que ponía, ni lograba imaginar quién lo había hecho, ni por qué. ¿Qué más daba? Podía ser un fastidio, pero después de todo lo sucedido, no significaba nada. Luego se acercó más y vio lo que era. El corazón se le subió a la garganta y un escalofrío le recorrió el espinazo. Garabateadas de mala manera y cubriendo casi todo el parabrisas, subrayadas con signos de exclamación, estaban las cuatro letras más aterradoras que se podía imaginar:
¡LAPD!
Le habían encontrado.
Quiero expresar mi más profundo agradecimiento por su información técnica y sus consejos a Paul Tippin, antiguo investigador de homicidios del Departamento de Policía de Los Ángeles; a Tony Fitzpatrick, inspector detective de la Unidad de Investigaciones de Homicidios de la Policía de West Midlands (Inglaterra); a David Davidson, médico; a Pete Noyes, periodista de investigaciones en televisión; a Olga Gottlieb, Gillian Hush, Lorcan Sirr, Antonia Bailey Camilleri, Ian Trenwith y Norton F. Kristy, Ph.D. Por sus sugerencias y correcciones al manuscrito estoy especialmente agradecido a Robert Gleason, a Hilary Hale y a Marión Rosenberg.
Estoy especialmente en deuda con Tom Doherty por su fe en el proyecto, y a Robert Gottlieb, que consiguió mantenerme dirigido y equilibrado durante el largo y arduo proceso de pasar La huida de idea a manuscrito.
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